En cada una de las dos colecciones de poemas que publiqué con anterioridad a Palinodia del rojo, hay un texto de tema felino. El primero de ellos, llamado “Cuenta la extraña transformación de su gata Isolda”, apareció en la revista Los Universitarios y no mucho después en El ciclismo y los clásicos (Cuadernos de Malinalco, 1990).
Como ya conté en este lugar, el aspecto pródigo en carnes y pelos y el dibujo de orejas y patas traseras de la hermosa persa que me acompañó en mis años de estudiante, me hizo imaginarle un pasado en el que no fue gata doméstica sino coneja silvestre. A diferencia de algunos casos célebres de la literatura clásica, no fue el deseo la causa de su repentina mutación sino… un susto. Quien quiera volver a leerlo, está en http://bit.ly/nM5zT1.
El segundo de mis textos gatescos apareció en Ora la pluma (El Tucán de Virginia, 1999). Lo escribí cuando me vi obligado a regalar un joven persa, de un blanco casi albino, que poco antes me habían regalado a mí, en una de las épocas menos sedentarias y más intranquilas de mi vida, es decir en el peor momento para adoptar un gato. Como al parecer todos los ejemplares de esa raza y color, Spencer, nombre que le pusimos pensando ingenuamente que algún día sería capaz de responder a él, era sordo como una tapia. El veterinario que lo tenía en venta, quizás malaconsejado por la necesidad de deshacerse de él, no mencionó ese detalle, como también se calló su verdadera edad. Tampoco dijo que padecía unas feas llagas en la boca y que estaba invadido de ácaros… Todo eso tuvo jodido al pobre de Spencer hasta que conseguí curarlo con una serie de baños, hartos polvos y ungüentos, malos momentos míos y peores de él. A finales de 1995, cuando ocurre esta historia, yo pasaba poco tiempo en mi casa por lo que el gato veía morir las horas en casi completa soledad.
Debido a su sordera y quizás también a la inseguridad que debía de provocarle lo accidentado de su corta existencia, por todas partes echaba unos indiscriminados, agrios y especiosos chisguetes de orina. Al final no tuve más remedio que buscarle otra casa. Escribí el texto (y lo dediqué a quienes lo adoptaron) como si se tratara de una lista de indicaciones y advertencias. Ahora que conozco de nuevo, afortunadamente en condiciones más propicias, la indescriptible felicidad de convivir con un gato, lo comparto con quienes leen Siglo en la brisa.
El segundo de mis textos gatescos apareció en Ora la pluma (El Tucán de Virginia, 1999). Lo escribí cuando me vi obligado a regalar un joven persa, de un blanco casi albino, que poco antes me habían regalado a mí, en una de las épocas menos sedentarias y más intranquilas de mi vida, es decir en el peor momento para adoptar un gato. Como al parecer todos los ejemplares de esa raza y color, Spencer, nombre que le pusimos pensando ingenuamente que algún día sería capaz de responder a él, era sordo como una tapia. El veterinario que lo tenía en venta, quizás malaconsejado por la necesidad de deshacerse de él, no mencionó ese detalle, como también se calló su verdadera edad. Tampoco dijo que padecía unas feas llagas en la boca y que estaba invadido de ácaros… Todo eso tuvo jodido al pobre de Spencer hasta que conseguí curarlo con una serie de baños, hartos polvos y ungüentos, malos momentos míos y peores de él. A finales de 1995, cuando ocurre esta historia, yo pasaba poco tiempo en mi casa por lo que el gato veía morir las horas en casi completa soledad.
Debido a su sordera y quizás también a la inseguridad que debía de provocarle lo accidentado de su corta existencia, por todas partes echaba unos indiscriminados, agrios y especiosos chisguetes de orina. Al final no tuve más remedio que buscarle otra casa. Escribí el texto (y lo dediqué a quienes lo adoptaron) como si se tratara de una lista de indicaciones y advertencias. Ahora que conozco de nuevo, afortunadamente en condiciones más propicias, la indescriptible felicidad de convivir con un gato, lo comparto con quienes leen Siglo en la brisa.
En el acto de regalar un gato sordo, en escritura culta —que es en la que ellos entienden
A Conchita y Esteban
Aunque herederas de mi torpe encéfalo, estas anotaciones
—producto de mi observación a ratos
luengos—,
harán que no sólo por tu señas
contigo sepa Clorinda a qué atenerse.
Comparado a lo extraño de la raza, ¿es algo el mucho escollo
de la salud
—las llagas en la boca, el pelaje cadizo, la tropa indomeñable
de los ácaros— debido a las industrias en conjunto
de un amo desidioso y un mal médico?
Mas, a decir verdad, la punta de la lengua siempre afuera
e incluso la sordera, característica del gato
iranio (si es albino),
¿qué restan de virtud, qué menguan en belleza a un aristócrata
pincel, relamido e impoluto como tú?
Sin mucha explicación, le dirás a Clarinda que viniste en la carreta
de Zoroastro,
una noche a principios de noviembre.
Venías del universo aquel en que folgabas aguardando
turno…
¿Qué cogitabas en tu arriate cósmico?
Contigo y tu alma a solas en la nada, ¿cuáles esencias contemplabas?
A esta vida, ¿quién lo duda?, se viene a dar placer a la manía
gatuna
de andar aquí y allá, de asomarse a los vanos
y correr por la alfombra tras las sombras, e interpretar inopinados
efluvios de escalera…
Con recursos platónicos, probarás a acertar
los nombres de las cosas:
una pértiga, un gong, una quimera.
Cuando asomes al patio, esperarán en balde tu audiencia
las estrellas.
Y no serás oidor de pleitos de azotea.
¿Recogerás espigas en el silencio de Dios?
¿Llegarás a arcipreste de la luna?
“Diablo mundo”, dirás, “que a todos maravillas”
al sospechar que de estos valles
(sonoros o silentes)
no hay réplica en el cielo de los gatos.
De Ora la pluma, El Tucán de Virginia, México, 1999.
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El gato que aparece en todas las fotos es Isolda. Por supuesto, la persona que la lleva en los brazos en la segunda de ellas soy yo mismo, con un turbador aire de época.
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“Milagro en la playa”, http://bit.ly/u2fwEd
“Palinodia del rojo”, http://bit.ly/j00ELk
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