domingo, 14 de agosto de 2011

Un minuto con Ryszard Kapuscinski

A Roberto Calleja
“¡Oooh, qué pena que ha muerto…!”, responde Kapuscinski en español, abriendo mucho los ojos y exhalando largamente por la boca, cuando oye lo primero que le pregunto. Y añade: “¡Le quería tanto! Era un hombre fabuloso. ¿Cuántos años tenía? ¿Se jubiló o trabajó en la revista hasta el final?”.
En persona, el célebre escritor polaco se muestra más seguro y encantador que en público. Es octubre [de 2003] y estamos en Oviedo, la capital de Asturias, a donde ha acudido a recibir el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. La víspera he tenido la oportunidad de verlo en público un par de veces: en la charla que ofreció, acompañado de un viejo conocido de los mexicanos, Alan Riding, antes de inaugurar su exposición de fotos tomadas en África, y después, todavía más de cerca, en una rueda de prensa.
Hombre de mirada líquida, Kapuscinski se parece poco al intelectual de gesto de águila que nos mira en las contraportadas de sus libros. Lleva traje y a veces corbata, pero sin atildamiento, con una sencillez, si puedo decirlo así, polaca. Erguidos, los extremos del pelo que le queda de cada lado de la cabeza parecen dos pequeños cuernos y le dan un aire de malicia discordante. Conociéndolo, uno se explica que se haya metido en donde nadie se mete y haya sobrevivido a todo. ¿A quién puede caerle mal un tipo así? ¿Qué daño puede hacer alguien como él?
Ni en el auditorio de Cajastur, atestado de público en general, ni en la sala de prensa del Hotel de la Reconquista, las preguntas que se le hacen son muy interesantes. A veces no las entiende y pide, por lo menos en el auditorio, a Riding que se las repita, cosa que éste hace al oído probablemente en inglés. Sus respuestas, armadas con una sintaxis algo vacilante, arrancan invariablemente con frases como: “Ésa no se puede contestar sino generalmente”, y “Esto tampoco se puede dar una respuesta que no sea muy general”. Tanto en un lugar como en el otro ha dicho que “vivimos en un mundo lleno de preguntas sin respuesta”.
Eso sí, siempre responde en voz baja. Kapuscinski es uno de esos hombres que saben que en el volumen de la voz se juega algo crucial. A veces tarda en contestar. Y luego borda lentamente sus frases en un español sin artículos casi. Sin embargo, nunca se arredra: ya se lanza a armar una nueva oración pero al final de ella, cuando debe añadir un complemento adnominal, pongamos por caso, la resuelve de cualquier manera, confiado en que entenderemos. Y sí, entendemos.
Alan Riding lo ha descrito como un hombre tímido y ha dicho que su trabajo es tan eficaz porque, en el contexto de las grandes agencias informativas, contagiadas por un misma prisa idéntica, el suyo es un “periodismo sin urgencia, de un país sin importancia”. Eso le ha abierto, según él, todas las puertas. Y aventurando una explicación de su caso, dice que Kapuscinski escribe como respuesta a la insatisfacción de la naturaleza telegráfica por definición, seca y lacónica, del télex. Siente que no ha dicho nada, concluye Riding, que ha dejado todo en el tintero y por lo tanto escribe largos libros, detenidos y minuciosos.
Tanto en España como en México, desde hace pocas semanas circula una nueva entrega suya, Un día más con vida, en la que Kapuscinski relata los tres meses que pasó en Angola en 1975. Para quien conoce su trabajo, el nuevo libro podría describirse como un capítulo de Ébano, independiente tanto por su extensión, que en mucho rebasa al más largo de su volumen africano, como por el propósito mismo del texto. El gobierno portugués ha pactado una fecha para la independencia de Angola; la gran mayoría de los portugueses, todos los extranjeros y los mismos angoleños que pueden permitírselo, abandonan el país. Nadie sabe lo que va pasar. Hay carestía, desconcierto, angustia. Tres grupos de “liberación” que hacen la guerra en sus respectivos frentes se dividen el interior del país. Al sur del éste, un ejército sudafricano se preparara para la invasión. Cuba está presente y sus soldados dispuestos a defender la independencia del nuevo país. Y ahí, en medio de todo eso, se planta el corresponsal de una agencia polaca, dispuesto a ver con sus propios ojos lo que va a suceder.
Con sus libros sobre África, el Sha de Irán, Haile Selassie o la antigua Unión Soviética, por nombrar los más importantes, Kapuscinski se ha convertido en uno de los escritores más necesarios de nuestro tiempo. Y, claro, el interés que ha suscitado entre el grupo de periodistas que cubre la entrega de los premios es tal que he tenido que defender como he podido el minuto que me han dado para entrevistarlo. Allá lo veo venir del patio del hotel donde se queda, de posar para la cámara de la televisión española. En cuanto me ve, me da la mano y me pide que abandonemos el lobby, ruidoso ya a esas horas, cuando están a punto de llegar J. K. Rowling y poco después el Príncipe de Asturias —ya casi todo preparado para la ceremonia del día siguiente—. Así que nos dirigimos hacia una sala que está a un costado y nos sentamos en un sillón de tres plazas.
Durante la conversación, le pregunto por sus años en México, a donde llegó en 1968, procedente de Brasil, dos semanas después de la matanza de Tlatelolco, a suplir a un compañero en la oficina de prensa polaca. A partir de entonces, México fue su base. Dice que sus años latinoamericanos fueron fascinantes: la guerrilla, el poder político militar, la falta de democracia… En algún lugar afirma que Hispanoamérica está adormecida. No hay fe, dice, no hay revueltas siquiera, sino sólo resignación, por lo que saco el tema del EZLN; le pregunto que cómo lo vivió, que qué piensa.
Él me responde que durante la irrupción del zapatismo él estaba ocupado en “otros continentes”. “Latinoamérica es solamente una parte de mi trabajo”, me explica. Pero me cuenta que estuvo en el Zócalo el día que el EZLN entró en él. ¿Escribió sobre esos hechos en concreto? Me dice que no se acuerda. Entonces le pregunto que si no lo han invitado a ir a la selva. Kapuscinski me explica que para ir a Chiapas él hubiera necesitado por lo menos un mes y que no contaba con ese tiempo. “Pero ¿lo invitaron a ir? ¿Lo invitó Marcos?”. Y contesta: “No… no creo que él sabe de mi existencia”. 
Valores literarios aparte, su trabajo resulta contundente sin caer en la tentación de la demagogia o la propaganda. Su denuncia se concluye de lo que dice. No hay dramatismo ni vehemencia siquiera: es el resultado natural de los hechos que ha presenciado. Ahí el periodista en él. Esto es lo que vio. Y aquello. ¿Sacar conclusiones? ¿No están a la vista? En La guerra del futbol cuenta que en México quien le explicaba lo que pasaba a su alrededor era Luis Suárez, el periodista hispanomexicano, maestro de periodistas, colaborador de Siempre! 
Vivían a unas cuadras uno del otro, me explica, en la Cuauhtémoc. “Yo estaba en Amazonas 53”, añade, “en el departamento que tenía la agencia”. Cuando leyó de la bronca que se había desatado en un partido entre Honduras y El Salvador, eliminatorio para el Mundial de México 70, Suárez, que según él nunca se equivocaba, predijo que aquéllos eran los prolegómenos de una guerra entre los dos países. Kapuscinski no se lo cuestionó y se lanzó a Tegucigalpa. Y estuvo allí cuando empezó la guerra.
Por eso, en cuanto estoy sentado a su lado, antes de conversar con él unos instantes, le pregunto si sabe que su amigo, aquél que fuera de alguna manera su maestro durante sus años mexicanos, ha muerto. “¡Oooh, qué pena!”, exclama Kapuscinski, conmovido, un par de veces. “Un gran amigo mío”. Y remata: “Era un hombre fabuloso”.

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Este texto apareció en el número 436 (abril de 2007) de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica.

Las fotos que ilustran este post las he tomado de la red. La primera de ellas, de http://bit.ly/qWJdNa
El retrato de Luis Suárez lo tomo prestado de La Memoria Gráfica de la Emigración Española http://bit.ly/pmmD5D



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