Di con Fonollosa como quien topa con una pared. Quiero decir que me paseaba con aburrimiento por la llanura castellana de principios del siglo XXI, mirando por la ventanilla los endecasílabos de mis contemporáneos españoles —tan parecidos entre sí que recordaban “las monótonas hileras de chopos invernales, en donde nada brilla” con que Machado se refirió a los versos de Berceo—, cuando entró en mi campo visual un grupo de especímenes en apariencia similares a los otros, a cuya orilla me detuve siquiera por estirar las piernas.
No llevaba mucho tiempo en España y el viaje por su poesía de aquellos días me resultaba ya tedioso. Es cierto que los primeros dos o tres poemas que leí de Fonollosa, con sus porciones de cinismo y hasta mal gusto engastadas en una sencillez formal que es casi simpleza, me desagradaron un poco, pero algo en ellos me impidió abandonarlos, gracias quizás a una diferencia que primero me pareció sutil respecto a todo lo que había leído durante esos meses, una especie de anomalía o disonancia que me hizo seguir leyendo. Si más de diez años después aquellos primeros textos siguen sin gustarme, acabaron ganando mi consideración porque son el resultado menos afortunado de una fórmula que en otros poemas está trabajada con maestría.
La semana pasada encontré el cuaderno en el que transcribí el puñado de los que sí me gustaron, una tarde de finales de 2001 cuando alguien me prestó Ciudad del hombre: New York, prologado por Pere Gimferrer y editado por Sirmio, y ahora que vuelvo a leerlos se me hace irresistible compartirlos con quienes siguen este blog. Bien sé que no es éste el lugar para profundizar en la obra de Fonollosa pero quiero decir algo sobre mi primera impresión sobre todo porque este post va dirigido a los muchos lectores mexicanos que nunca han oído mencionar su nombre. En el contexto biensonante de la poesía española de los últimos años, destaca el uso que hace Fonollosa de las formas de la tradición porque las pone al servicio de materiales, digamos, polémicos, a los que sirve como sustento y contraste: a la caída acentual previsible de los versos de once sílabas le da por oponer, si se me permite expresarlo así, una mezcla de clavos oxidados, de vidrio molido y venenos de potencias diversas, y el resultado, por lo menos en sus mejores ejemplos, convence y estimula.
Esto puede decirse de algunos de los que reproduzco a continuación, con la salvedad evidente del primero de ellos, un pequeño diamante en cuya síntesis de eufonía, equilibrio y claridad brillan las mejores enseñanzas de la poesía moderna —lo que en España quiere decir que es agraciado deudor de la Generación del 27—. Entre ese poema y el último, en el que unos hombres violan y matan a una mujer, puede apreciarse el recorrido de quien partió de algunos elementos comunes de la tradición hispánica, y que, a través de la precisión formal y la imagen perturbadora, acabó separándose del coro de las ranas que cantan a la luna.
Y en medio, sus poemas sobre la mujer. Pongo un pequeño ejemplo de su manera de trabajar, aunque sea en un detalle: hacia el final del cuarto poema de la muestra, en el que enuncia la realidad material del cuerpo femenino conforme lo recorre con los labios y la lengua, escribe:
Y dejas, por fin, libres e incitantes
las sendas que conducen a tus sales
vaginales o llevan a tus heces.
Y me deleito en tus ofrendas máximas.
El verso “las sendas que conducen a tu sales” me gusta: tiene todo para sonarme bien y me complace repetirlo. Por la coincidencia de sus eses (“sendas”, “sales”), su sonido me recuerda a uno de mis versos preferidos de Góngora: “soñolienta beldad con dulce saña”. Sin embargo, el verso me resulta algo estetizante; quiero decir que me parece artificioso y me deja frío. ¿Qué sucede a continuación? Fonollosa encabalga un adjetivo difícil, “vaginales”, que resulta muy expresivo: la frase “las sendas que conducen a tu sales / vaginales” me comunica y sobresalta. El remate del segundo verso, “o llevan a tus heces”, lleva la tensión al máximo: amplía la claridad, echando mano de otra palabra difícil (“heces”), la única con ese significado que puede aparecer en el contexto específico sin que el buen gusto se vaya de cabeza por un precipicio.
El último poema de la muestra se me antoja una suerte de Lorca brutal. Aunque los versos son invariablemente de once sílabas, algo en su atmósfera me hace emparentarlos a los octosílabos del Romancero gitano. Un Romancero gitano, claro, en el que la transgresión no está sugerida sino expresada de manera explícita y con todas sus palabras. Los personajes que aparecen en el texto, de los que forma parte la primera persona del singular encargada de contar el asunto, desnudan, violan y matan a una mujer. Si hace una década el verso “y la ropa encontró el sabor del campo” no me gustó, porque no fui capaz de adivinar la relación oculta entre sus elementos, lo que me hizo calificarlo de caprichoso, ahora me parece lleno de misterioso encanto. El caballo que aparece en el último verso, al que en cierta medida se desplaza la responsabilidad del asesinato, extrañamente trae a mi cabeza la bella imagen del jinete y el caballo lorquiano del “Romance del emplazado”, aquella sugerente figura de cuatro ojos: “¡Mi soledad sin descanso! / Ojos chicos de mi cuerpo / y grandes de mi caballo”.
En aquel cuaderno de fines de 2001, al que volveré porque está lleno de apuntes que me interesan, copié también un fragmento esclarecedor del prólogo de Gimferrer. Lo vuelvo a copiar ahora: “… en Sade, además de un primer atisbo del espacio urbano como espacio mítico de violencia y terror que explorará luego Baudelaire, halla la sistemática cala en el ámbito de la transgresión y en el sexo como experiencia de conocimiento. En esta óptica, como es sabido, también el delito pertenece a la zona de la relación entre el yo y el mundo visible; la agresión es aquí metáfora de la sed de conocimiento, y diríase que, ante la imposibilidad de romper el cerco o armazón del yo, de rebasar el coso o coto de la individuación, se recurre a la violencia —imprecatoria, mas postulada como real— a modo de exorcismo o simulacro vano: ya que no nos es dado ser otro que quien somos no conocer de verdad al ser ajeno, la vulneración hace las veces de espejismo de la fusión con otro ser, y con el ser universal; con el no-yo, si se quiere. Así, la disgregación coral de esta empresa, única en las letras hispánicas de hoy, que es Ciudad del hombre: New York halla su razón de ser, no sólo en la expansión de la lengua coloquial hacia el territorio del arquetipo y de lo visionario, sino también en el asedio al núcleo último de la propia identidad que es razón y clave de la más reveladora escritura contemporánea”.
Pell Street
No ha valido la pena ser un niño
tanteando en la penumbra hacia la luz.
No ha valido la pena ser un joven
desnudando de sombras a la luz.
No ha valido la pena ser adulto
buscando, hasta en mí mismo, algo de luz.
No ha valido la pena haber vivido
si nunca alcanzaría a ver la luz.
Gracely Square
Es un hermoso cuerpo ese que viene
hacia mí. Se detiene. Y me sonríe.
Qué bella esa sonrisa roja y húmeda
que se abre, como un sexo a mí ofrecido,
para preguntar algo que no entiendo.
Miro sus ojos claros. Pienso, mientras,
que su maravilloso cuerpo late junto a mí.
Están sus senos cercanísimos
a mi pecho y el vello en su entrepierna.
Se apretará, oprimido por las bragas,
que adivino adorables y minúsculas.
Y como un ruiseñor sonidos dulces
gorjea su garganta a mis oídos.
Ese increíble cuerpo habla conmigo.
Le respondo: “No sé”. Se aparta el cuerpo
y veo que se alejan las caderas
más perfectas de todo el universo.
He de aprender inglés. Ahorita mismo.
Times Square I
Me encanta transcurrir por las calles
pobladas de muchachas que, a mi paso,
“Rubio”, “Cielo”, “Tesoro”, “Ven aquí”,
susurran. Es magnífico el paisaje.
Ni me hablen de los valles ecológicos.
Es como disponer de un gran serrallo
y elegir la que uno halla apetecible
para un rato. Y después escoger otras
si uno quiere y si tiene nuevas ganas.
Y todo por un precio razonable.
Qué acierto es ese oficio inestimable
de la prostitución. Todas las partes
involucradas sienten, satisfechas,
que han dado menos de lo recibido.
Debiera promoverse más su práctica.
Broad Street
Devoro la belleza de tu rostro:
el compacto de polvos, colorete,
algo de negro rímel de pestañas,
el sombreado de párpados y crema
facial. En ti saben a pan angélico.
Arribo a la pintura de tus labios
que consumo anhelante y te arrebato
decenas de microbios deliciosos
que tu lengua transporta hasta la mía.
Y desde tus arroyos de saliva
mi beso se desliza por tu cuerpo
sorbiendo las bacterias que pululan
sobre tu body cream y el tembloroso
rocío de tus gotas de sudor.
Y dejas, por fin, libres e incitantes
las sendas que conducen a tus sales
vaginales o llevan a tus heces.
Y me deleito en tus ofrendas máximas.
Me pregunto, no obstante, quién tú seas,
pues no eres esa máscara que pones
a mi disposición. Mas no investigo.
A esa que tú muestras yo la adoro
y es la que deseo al ir contigo.
Channel Gardens
Fueron cuatro, sí, cuatro y un cuchillo.
La luna había muerto ya un día antes.
Sujetaron sus brazos en la espalda
y la ropa encontró el sabor del campo.
Eran suaves sus piernas. Como vino.
Ocho ojos se turnaron muchas veces.
Se defendió muy poco. Eran cuatro hombres.
Se la pudo soltar después de un rato.
Conmigo pasó el brazo por mi cuello.
Fuimos cuatro, sí, cuatro y un cuchillo
que yo encontré en mi cinto aquella noche.
Murió sin despegarse de mi abrazo.
No sé dónde ocurrió. No lo recuerdo.
Me llevaba el caballo a muchos sitios.
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Ciudad del hombre: New York fue reeditado por Acantilado en el año 2000, aunque por lo visto ya no se consigue sino de segunda mano.
Los libros Ciudad del hombre: New York (1990), Ciudad del hombre: Barcelona (1996), Poetas en la noche (1997) y Destrucción de la mañana, (2001), de José María Fonollosa, pueden descargarse íntegros en http://bit.ly/yVrxb9
Los libros Ciudad del hombre: New York (1990), Ciudad del hombre: Barcelona (1996), Poetas en la noche (1997) y Destrucción de la mañana, (2001), de José María Fonollosa, pueden descargarse íntegros en http://bit.ly/yVrxb9
Este texto es la séptima entrega de una serie que ha ido apareciendo en este blog, llamada "Mis poemas preferidos". Aquí el resto:
1. “¿Serás amor un largo adiós…” de Pedro Salinas. http://bit.ly/waOQiL
2. “Boscán tarde llegamos. ¿Hay posada?” de Lope de Vega. http://bit.ly/9ZpQ2U
3. “El viaje definitivo”. Juan Ramón Jiménez. http://bit.ly/aoVJM3
4. “El terceto más vertiginoso de la poesía en español”. Andrés Fernández de Andrada. http://bit.ly/9xgKZQ
5. “No a todo alcanza amor”. Macedonio Fernández. http://bit.ly/wZS9zU
6. “Trilce, XXXIV”, César Vallejo. http://bit.ly/yNbYFH
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