domingo, 9 de enero de 2011

Cosas que se van

¿Por qué no he conseguido deshacerme de ninguno de los siguientes siete objetos, la mayoría de los cuales carecen de utilidad, ni siquiera están visibles o a la mano ni poseen virtudes para la melancolía o la nostalgia? El hábito y la inercia, sin duda, pero también una costumbre heredada de tíos a sobrinos característica del lado cabraliego de mi asturiana familia. 
Mi padre la heredó de su tío Florentino, que durante los treinta años que vivió en México juntó todos y cada uno de los ejemplares del diario Excélsior, al que estuvo suscrito casi desde que llegó al país, y él a su vez de su tía María, una agria solterona que, a pesar de que administró la riqueza considerable de uno de sus hermanos, debido a la pobreza en la que se crió y a la economía que impuso la posguerra española, repleta de privaciones y carencias, nunca fue capaz de tirar nada a la basura. Quizás el pretexto de escribir este post, de alguna manera inspirado en “Viaje alrededor de mi escritorio” (http://bit.ly/dWllU5), me anime, finalmente, a deshacerme de ellos. Con todo, debo confesar que ahora que reflexiono sobre la mayoría de estas cosas y saco a la luz las razones por las que no me he desprendido de ellas, tengo la sensación de que, al menos en algunos casos, tampoco seré capaz de conseguirlo esta vez.


Una botija de barro blanco (1984)
Fue uno de los primeros objetos que entró en la casa de San Jerónimo a donde fui a vivir después de la separación de mis padres. Me lo trajo de Granada mi amigo Felipe Jiménez una de las primeras veces que volvió de España, a donde se había ido a vivir un año antes, poco después de acabar la preparatoria. 
El tiempo consiguió lo que parecía imposible: manchar la superficie durante años impoluta del barro noble de este hermoso objeto ideado para transportar y beber agua. Por alguna razón que no me explico, no lo volví a tomar en cuenta como parte del sencillo decorado de mi casa y durante los últimos cuatro años ha vivido un exilio en el rincón más apartado del armario de mi cuarto, junto a un gato de juguete y una hamaca que compré en Puerto Escondido.

El palo de lluvia (1987)
Si de un objeto he querido deshacerme con mayor frecuencia y mejores argumentos es este palo de lluvia que francamente no comprendo bajo qué género de entusiasmo compré en el Bazar del Sábado el año en que Eugenio, Ángeles y yo hicimos un grupo inseparable que nos acabó llevando al sureste en un viaje de varias semanas. 
Cuando pensé que al final lo conseguiría, siquiera porque durante el lustro que estuve en España lo olvidé por completo, volví a toparme con él apenas pisé territorio nacional. Mi hermano, adelantándose a mi propia llegada, me hizo el favor de llevar a mi nueva casa algunos objetos que me pertenecían y lo primero que vi en cuanto entré en ella fue nada menos que el palo de lluvia, en el rincón del lado de la ventana, lugar del que ya no me animé a moverlo y donde ha estado, a su manera inamovible y eterna, durante los últimos cuatro años.


Una camisa de lunares (1992)
Hace no mucho estuvo más cerca que nunca de irse a la basura cuando la temperamental Afelia argumentó con aspereza lo absurdo de mantener en el cajón esta camisa de algodón, talla M, de la marca Tommy Hilfiger, que compré en una tienda de ropa de Lewisburg, Pensilvania, el año que viví en el campus de la Universidad de Bucknell. 
Jamás estuvo en uso: nunca encontré la ocasión adecuada para usarla de manera continua. Dos o tres años me la puse para la fiesta de fin de año en la playa y una vez llevó un lazo rojo en uno de los ojales ya no recuerdo con qué motivo. Como veo en el retrato que me hizo mi primo Jose en junio del año 2000 que acabo de encontrar en un cuaderno, la última vez que me la puse fue exactamente hace una década, en la fiesta de mis 36 años —y ni siquiera acabé con ella puesta porque me la cambié por la que él y su mujer me regalaron esa noche.


El gato de Chagall (1994)
A una novia que pasaba una temporada en Nueva York le hizo tanta gracia este gato copiado del famoso óleo de Marc Chagall (“París a través de la ventana”, 1913) que vio en la tienda del Museo Guggenheim, que no tuvo otra ocurrencia que comprarlo y mandármelo envuelto en tres o cuatro capas de papel de regalo con una amiga que volvía a México. 
Resulta una experiencia simpática ver al gato de rostro humano en tercera dimensión y revisarlo de cabo a rabo, incluido el flanco izquierdo (que el pintor dejó oculto pero que los diseñadores del museo decidieron hacer idéntico al que sí vemos), como si literalmente lo hubiéramos sacado del cuadro. Los últimos años, el felino de juguete ha guardado un silencio sin pena ni gloria en lo alto del armario, junto a la hamaca comprada en la playa oaxaqueña y la botija andaluza.


Un reloj de pared (1996)
Un primo político de Mónica Braun, editora de Viceversa a mediados de los años noventa, quiso anunciar su servicio de compostura de relojes antiguos en las páginas de la revista. Desde la primera conversación le manifesté mis dudas respecto a que la idea pudiera funcionarle. Él insistió, así que durante algunos meses mantuvo un anuncio de un cuarto de página que fue pagando con celo y puntualidad. 
Al final, con el cierre de su taller, quedó un saldo que ya no pudo pagar y me propuso hacerlo con este hermoso reloj de péndulo de la marca Urgos, una empresa originalmente alemana de la que leo en la red que se dedicó a fabricaciones militares durante el Tercer Reich. La sencillez de su carátula y la estructura de madera en la que está montada, que no parece que sea la primitiva, hacen una hermosa combinación. Conserva la llave original, que hace años, al menos durante unas semanas, supe usar apropiadamente. Desde que volví a México ha estado en el suelo de mi recámara, del lado de la ventana, a la espera de una nueva resurrección.


Un par de botas australianas (1999)
Llegaron a mí —aunque más bien debería decir que yo llegué a ellas— durante 1999, que ha sido el peor año de mi vida, cuando por una suerte de compensación del destino viajé a la ciudad de Sídney a una boda en representación de mi abuela Fernanda. Jamás había tenido y probablemente nunca vuelva a tener unos zapatos así: cómodos, flexibles, suavísimos. 
Al ponerme esas botas de la marca Rivers, que por un error de apreciación característico de aquella época compré de un número mayor al mío pero que fui a cambiar al día siguiente, me invadía una sensación parecida a entrar en casa, aun cuando el hecho se produjera a catorce mil kilómetros de la ciudad de México, en el corazón de la remota Oceanía. Nunca he tenido el valor suficiente para tirarlas a la basura y desde que dejé de usarlas, hace ya unos cinco años, una vez que sus virtudes se volvieron contra ellas, han gozado de una honrosa jubilación al fondo del clóset entre otros pares de muchísimos menos merecimientos.


La taza regalo de Nattie (2001)
Poco después de llegar a vivir a su casa en el barrio de Stoke Newington, en Londres, Nattie Golubov puso en mis manos, a manera de bienvenida, esta taza de porcelana en la que bebí café todas las mañanas de los últimos nueve años, hasta que hace poco me vi obligado a darla oficialmente por perdida. Se trata del modelo “golfer” de la Spode Blue Room Collection (http://bit.ly/ejsxmg). En 2007 una muchacha de servicio la rompió por el asa y pegó discretamente sin decirme nada; yo tampoco dije nada y así la seguí usando hasta que yo mismo, en un movimiento brusco mientras la lavaba, la rompí irreparablemente por ese mismo lado hará cosa de seis meses. 
Esta semana le pregunté por correo a Nattie por la taza y su respuesta fue la siguiente: “Ese tipo de porcelana de Spode es clásico; me gusta porque lo relaciono con un estilo de vida inglés muy particular ahora inexistente, Woolfiano digamos, y con la cerámica de Sanborn's”. A renglón seguido, irónica, escribió: “¡Sanborn's!”. A los pocos minutos, en otro correo, todavía añadió: “¡Ya tira los restos!”.



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La foto de Felipe Jiménez en Atenas me la envió por correo él mismo durante un viaje de trabajo por Grecia, viviendo ya en España; el dibujo en el que aparezco con la camisa de lunares lo hizo mi primo Jose en mi fiesta de cumpleaños del año 2000; el anuncio de reparación de relojes antiguos lo tomé del número 24 de Viceversa (mayo de 1995), y el retrato de Nattie Golubov, de su página de Facebook.

8 comentarios:

  1. si quieres sacar la botija del rincón del armario (imposible tarea hasta ahora)aquí hay unas manos con los mismos años que la pieza tiene contigo. No sé qué digas tú, pero no creo que sea una mera coincidencia...¡ja!

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  2. Qué bello el gato; me gusta mucho Chagall; voto para que se salve!

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  3. No dejaria que se fueran ninguno. Mi consejo:
    Recicla(en piñata,si es hueco,el gato)es muy feo.
    Reutiliza a la tommy(camiseta- pijama)
    Redecora(el/la botijo-ja ya es hora que salga del armario)
    Reconstruye,Repega(la taza)
    Regala-me el palo de lluvia.(me gustan las cosas que no se para que sirven)
    Resucita el reloj.
    Y..Ponte las botas..(son guapisimas)
    Marioli

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  4. A mí también me gusta el gato. Podrías rifarlo aquí :)

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  5. ¡No tires ese reloj! Es hermoso.

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  6. EL GATO FELIZ EN SU NUEVO HOGAR
    NO SABES COMO LE GUSTA TOMAR EL SOL!!!!!

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  7. un "schockumentary" que ayuda a entrar al estado mental de deshacerse de chácharas:

    http://www.messiemother.com/film/

    Pero el gato está sensacional. Apoyo la idea de la Rifa.

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  8. ¡Sí, rifa el gato!
    Por cierto, he estado leyendo toda la tarde tu blog. Ni supe cómo llegué aquí. Te cuento que hace un par de años llego a mis manos El manual del buen bebedor, un querido amigo me prestó el texto y fiel a mis convicciones... lo regresé intacto. Estuve un año buscando el libro. Al fin lo conseguí en, lo que entiendo, eran las oficinas de Viceversa. Hace media hora supe que tú fuiste el autor de la idea de editar el texto. Es un libro estupendo. En ocasiones, en medio de una borrachera, lo leo en voz alta.
    Pero bueno, sólo pasaba a saludar y a apoyar la idea de la rifa.
    Saludos,
    Marco A. Cervantes

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