Leí al azar algunas frases pero el estilo ligeramente apolillado de ciertas construcciones y un par de tics estilísticos (sobre todo el odioso enclítico: “conviértese”, “discutíase”, “recójase”...), hicieron que el libro se me cayera de las manos. Como el espacio que aloja mi biblioteca es pequeño, con frecuencia me veo en la necesidad de regalar libros por la única razón de que no hay lugar para todos. Aproveché una visita a Almela, a quien alguna vez oí hablar con simpatía de Cajal, para llevárselo de regalo, pero ya desde que se lo di me advirtió que por los problemas conocidos ya no iba a ser capaz de leerlo. Tres semanas más tarde me lo devolvió, intacto. Entonces cambié de táctica: lo dejé visible y a la mano y empecé a picotearlo todos los días, es verdad que sin orden ni sentido, sólo por el hábito de hacerlo. En una ocasión, una frase me acompañó el resto del día y cuando a la mañana siguiente quise releerla me costó trabajo encontrarla otra vez. Metí entre las páginas del volumen un lápiz con el que empecé marcar las frases que me gustaban o me parecían interesantes. Quince días más tarde, acostumbrado a la expresión cajaliana, que entre otras cosas ilustra con ejemplos de botánica o zoología, casos históricos y citas clásicas, me pareció que lo más razonable era empezar por el principio y de esa forma lo fui leyendo hasta llegar al final… sin darme cuenta.
El Ramón y Cajal de esta colección de observaciones, pensamientos y aforismos es un dechado de sentido común y agudeza, instalado con naturalidad en el café, zoológico de las más representativas especies nativas, desde las más o menos razonables hasta las francamente estrambóticas. Él mismo explica en el prólogo a la primera edición que su libro es “una colección de fantasías, divagaciones, comentarios y juicios, ora serios, ora jocosos, provocados durante algunos años por la candente y estimuladora atmósfera del café”. Dice que las ideas que aporta su experiencia personal sobre los temas de los que se ocupa (“la amistad, la ingratitud, el egoísmo, las mujeres, el talento, el amor, la moral y la política”), están impregnadas de reminiscencias clásicas y hace una lista con los nombres de Platón, Cicerón, Plutarco, Séneca, Teofrasto, Luciano, Quevedo, Gracián, La Bruyère… A contracorriente de la tendencia general de nuestros países, no precisamente pródigos en autobiografías, don Santiago también fue un memorista que escribió y fue publicando el relato de su vida.
Sobre todo, nunca dejó de reflexionar: todavía en 1934, el año mismo de su muerte, vio la luz El mundo visto a los ochenta años. Cansinos Asséns afirma que el sabio “asistió a su decrepitud y su muerte como un observador curioso e impasible” (La novela de un literato 3, Alianza Literatura, número 5033, edición de 2005, pag. 416-417). (En esa misma página, el maestro de Borges afirma que el viejo Cajal era un poco “tobillero”, así dice, al grado de que su afición a las mujeres “menores” le trajo problemas con la policía… —cosa que, lo confieso, me hace aún más simpático al sabio anciano). Con el propósito de compartir su lectura con los seguidores de Siglo en la brisa, he hecho una selección de algunos de los fragmentos que más me gustan de un libro que me acompañó durante la última parte del año que acaba esta semana.
Charlas de café (citas escogidas)
Santiago Ramón y Cajal
Importa declinar en lo posible los agasajos inmerecidos y las alabanzas hiperbólicas. Quienes te obsequian o te encomian en exceso te consideran solvente y te prestan esperando interés usurario.
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El mucho hablar tiene entre otros inconvenientes el muy grave de impedir el conocimiento íntimo de nuestros interlocutores, convertidos a causa de nuestra verborrea en oyentes enigmáticos. Los tiranos del monólogo se preparan inconscientemente grandes desengaños.
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La Naturaleza, previsora en todo, ha hecho fea e infecunda a la decrepitud para no gastar pólvora en salvas.
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De chicos pensamos: “Soy inmortal”. De viejos decimos “muero sin haber vivido”, o lo que es más triste: “no he sabido vivir”. Y pensaríamos lo mismo si nuestra vida durara, al decir de los naturalistas, los trescientos años del cocodrilo o los doscientos del elefante.
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El fin práctico de la civilización consiste en obligar a la muerte a hacer cada día más larga antesala delante de nuestra alcoba.
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A.— Nuestro común amigo G. está enojadísimo conmigo, pero lo necesito ahora y te agradecería infinito que tú, que ejerces sobre él irresistible ascendiente, nos reconcilies.
B.—Creo que lo conseguiré por grave que haya sido la ofensa. Cuéntame lo ocurrido. ¿Le has negado dinero?
A.— No.
B.— ¿Le has llamado canalla?
A.— Tampoco.
B.— ¿Has seducido o intentado seducir a su mujer?
A.— Menos aun. Me he limitado a expresar tímidamente en un corro de amigos que tenía poco talento.
B.— Amigo mío, renuncio a reconciliaros. Te has creado un enemigo para toda la vida…
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Es difícil ser muy amigo de los amigos sin ser algo enemigo de la justicia.
Los ancianos que recomiendan a los jóvenes la continencia y la moderación me recuerdan a aquel general napoleónico de noventa años que, asaltada y saqueada una ciudad, y presenciando las repugnantes orgías del amor desenfrenado, reprendía a los oficiales diciéndoles: “¿Es éste el ejemplo que os doy?”.
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La verdad es un ácido corrosivo que salpica casi siempre al que lo maneja.
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La rutina y la costumbre nos imponen a menudo los actos más absurdos. A la mayoría de los hombres nos pasa lo que a las ranas o a las moscas decapitadas, que se obstinan en preservar y defender la cabeza después de haberla perdido.
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Si hay algo en nosotros verdaderamente divino es la voluntad. Por ella afirmamos la personalidad, templamos el carácter, desafiamos la adversidad, corregimos el cerebro y nos superamos diariamente.
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Te quejas de las censuras de tus maestros, émulos y adversarios, cuando debieras agradecerlas; sus golpes no te hieren, te esculpen.
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El tumulto de la vida social suele obrar, sobre las cabezas humanas débiles, como el río sobre un cristal de cuarzo: arrastrado y golpeado por la corriente, se convierte, al fin, en vulgar canto rodado. Quien desee conservar incólumes las brillantes facetas de su espíritu, recójase prontamente en el remanso de la soledad, tan propicio a la actividad creadora.
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Los más grandes laboriosos son los que han aprendido a administrar metódicamente su pereza. La actividad febril, paroxística, cae rápidamente en la fatiga y en la desilusión; deteriora la máquina antes de haber logrado refinar el producto.
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El error largamente acariciado es como la rueda enclavada en el hoyo. La carroza del amor propio se obstina en salvarlo pero sólo consigue hacer más honda la rodada y más grave el atasco.
Cuando veáis un escritor que se mete con todo el mundo, es que aspira a que todo el mundo se meta con él. No habiendo conseguido ser admirado, anhela ser temido.
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La paradoja, que Amiel considera como el manjar supremo de los hombres de ingenio, constituye revulsivo infalible contra la rutina del pensamiento. Es la piedra arrojada al pantano: los batracios humanos se espantan y empiezan a croar. Y, pasado el susto, algunos acaban por pensar por cuenta propia.
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El silencio de los envidiosos es el mejor elogio a que puede aspirar un autor.
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Seremos olvidados. Si, andando el tiempo, algún curioso ratón de biblioteca nos descubre, prestándonos fugaz actualidad, será para justificar pedantescamente nuestro olvido.
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Hay en los libros de imaginación primores y excelencias que fueron inadvertidos por el autor. Son como las irisaciones del nácar, sólo visibles al ojo humano después de la muerte del molusco.
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Quimérico parece, como ya expresó el viejo Horacio, pretender agradar a todos. Habría que escribir un libro para cada lector, y hasta para cada época de la evolución mental de éste. Como el proyectil, cada obra sólo puede herir de lleno un corazón.
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¿Para qué luchan los hombres? Para adquirir, en caso de triunfo, un pedazo de tierra donde ser prematuramente enterrados, lejos de los suyos.
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Una solterona cartilagínea, malhumorada y representante de la Sociedad protectora de animales, denostó acremente a un profesor de Fisiología por practicar vivisecciones en gatos
—Las hago en animales —contestó el fisiólogo amostazado— porque las leyes no permiten todavía efectuarlas en marimachos.
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Se discutía en el Ateneo el manoseado tema de la escasa o nula retribución de los maestro de escuela. Todos lamentábamos el infortunio de la sufrida clase, tan traída y llevada en zarzuelas y sainetes, cuando Zahonero se levantó para decir:
—Si no cobran, suya es la culpa, porque en treinta años de labor no han sabido educar una generación que les pague.
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Los hermosos dibujos que acompañan esta entrega son del propio Santiago Ramón y Cajal y forman parte de sus investigacionbes sobre las neuronas que le ganaron el reconocimiento unánime mundial, incluido el premio Nobel en 1906.
La edición de Charlas de café de la que he tomado estas citas es la segunda de la Colección Austral de la Espasa-Calpe y fue publicada en 1943 en Buenos Aires.
Agradezco a mi hermano José María las facilidades técnicas prestadas para la publicación de este post.
Afortunadamente ignoró "el odioso enclítico", que yo supongo propio de otra época y le dió otra oportunidad a Cajal, que aún muerto lucha por hacerse leer. Cajal, observador y apasionado es un "tónico de voluntad" para cualquiera que le conozca.
ResponderEliminarDisfrute leer cómo Cajal tuvo otra pequeña victoria.