domingo, 28 de noviembre de 2010

Mario González Suárez, fotógrafo

Lo conozco como el amigo de un amigo lejano desde hace tanto tiempo que forma parte de mi geografía amistosa básica de por lo menos las últimas dos décadas. De lejos, me parecía un hombre extraño, difícil, hasta antipático. Hace tres años por fin coincidí con él en una cena de pocos invitados en Coyoacán donde lo vi devorar medio conejo mientras conversaba perfectamente atento, cuidadoso, casi delicado. Igual que su persona, sus libros —los que he leído: un par de novelas muy distintas entre sí y un relato breve— fueron una grata sorpresa y me permitieron entender por qué este hombre singular es uno de los narradores más sólidos de mi generación. Si tuviera que definir su literatura, al menos la que yo conozco, diría que hay en ella una cierta desolación expresada con parquedad, sin aspavientos. Si fuera un árbol, diría que es uno de esos especímenes sanos y corpulentos que una época fueron podados con excesiva severidad. 
Poco después, cuando estuve al frente de la Dirección de Publicaciones de Conaculta, le propuse dirigir una serie de narrativa como él: extraña, si se quiere difícil, poco o nada concesiva, de ésa que el mercado desprecia, y así nació la colección que bauticé “Singulares” y de la que los dos brillantes primeros títulos, escogidos y cuidados siempre por Mario, fueron Tadeys de Osvaldo Lamboghini y Cuentos (casi) completos de Calvert Casey. Hace unas semanas estuve en su casa de la calle de Neva para darle unos negativos que se ofreció a ampliar para mí. Fue cuando vi sus fotos, entre las que estaba la hermosa serie que hoy comparto con los lectores de Siglo en la brisa. Para quienes ya lo conocen, será interesante echar un ojo a este aspecto de su trabajo creativo; para quienes no lo han leído, estas imágenes insólitas y el texto perfecto que las acompaña son buena una muestra de su talentosa singularidad.


Fantasmas de mediodía
Texto y fotos de Mario González Suárez

Después de visitar el pueblo de Pátzcuaro es natural pensar en acercarse al lago del mismo nombre. Preguntando, uno se entera de que hay un embarcadero, por allá por la salida a Morelia, pasando unas vías del tren y de allí pa dentro. Ahí va uno, construyendo mentalmente algo así como un muelle o un atracadero o acaso un dique. El lago es grande, me digo, así se ve en el mapa, hasta una isla famosa tiene, pero seguro no da para un malecón ni una escollera. Hace un día espléndido y me imagino que será muy agradable subirse a una embarcación, sentir la brisa, fotografiar el agua.
El camino es más largo bajo el sol, voy por una avenida no sé si empedrada o sin pavimentar, las casas comienzan a llamar mi atención. Parece un suburbio residencial, seguro ya me perdí, nada indica que sea la zona lacustre, no veo a nadie hasta que aparece a una señora que con suma amabilidad me dice que al final de la calle le dé a la izquierda y ahí luego luego está la entrada. Termina la calle y salgo a un claro, donde deambulan varios perros y un sujeto armado con una franela le indica a los automovilistas dónde estacionarse a pesar de que hay mucho espacio. Veo un letrero con el nombre de una fonda y otro con el brochazo de una flecha que apunta hacia el embarcadero. Nunca lograré verlo, y de pronto ha dejado de importarme porque ese campo sin barda está presidido por un puñado de casitas muy bien acomodadas. Me apabulla ese aspecto de las casitas tan casitas. Uno de estos sujetos que consumen el día entre cuidar un par de vacas sin cencerro y pedir monedas por no sé qué servicio, me dice que eso era un fraccionamiento de la marina, ahí dejaron sus barcos, vea.
Hay unas casas en obra negra y pienso que no han terminado de construirlas. Al acercarme veo que más bien está abandonado. Avanzo ya con la cámara en ristre y me intriga que precisamente ahí no anda ni un perro. Me parece ver unos bultos que huyen, se ocultan entre la maleza. Descubro rastros de materiales de construcción y de gente, ropa tendida, alguna cortina, unas sillas. Más bien están restaurando. De plano me meto a una casa, un poco con la intención de que alguien aparezca. Nadie y el pasto tan parejito. Todo luce abandonado y cuidado a la vez.









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Mario González Suárez nació en la ciudad de México en 1964. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y del programa de Residencias Artísticas México-Canadá 2000. Ha publicado De la infancia (Tusquets, 1998), novela adaptada al cine por Carlos Carrera; El libro de las pasiones (Tusquets, 1999, 2001), por el cual obtuvo el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen” y el Premio Nacional de Literatura “José Fuentes Mares”; Paisajes del limbo. Una antología de la narrativa mexicana del siglo XX (Tusquets, 2001, 2009); Marcianos leninistas (Tusquets, 2002); Nostalgia de la luz (Tusquets, 2003); La sombra del sol, (El Cuenco de Plata, 2006; Almadía, 2007); Dulce la sal (Pre-Textos, 2008); A wevo, padrino (Mondadori, 2008); Con esas manos se acarician. Antología (Bruguera, 2010). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2001. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, al francés, el inglés y el esloveno. En 2002 ganó el Premio Internacional de relato Emecé/Zoetrope. Dirige la Escuela de Escritores de la SOGEM.

En la red: una entrevista en http://bit.ly/fXpwHo y un par de cuentos en http://bit.ly/fZfv0lhttp://bit.ly/hcLMN4.

2 comentarios:

  1. Qué bellas fotos. Me encaaaantan los lugares abandonados.

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  2. Aún siguen siendo espacios vivos, y las propias fotos lo muestran.

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