domingo, 21 de noviembre de 2010

La Revolución y el fracaso educativo en México

El último viernes de octubre participé en un ciclo de conferencias organizado por el Instituto Politécnico Nacional sobre la Independencia y la Revolución Mexicanas desde el punto de vista educativo. Algunos de los otros conferencistas fueron Javier Garciadiego (presidente del Colmex), Luis Antonio Jáuregui (director del Instituto Mora), Javier Villalpando (director del INEHR) y Santiago Portilla (investigador del CIESAS). El texto que leí frente al Consejo General Consultivo de IPN es resultado de mi vocación pedagógica, mi afición a ciertos episodios del movimiento revolucionario de 1910 y sobre todo mi pertenencia a una generación hoy en plenitud de facultades creativas y en puestos de poder que al menos desde mi punto de vista, por efecto de su educación, ha resultado perdida para los grandes proyectos públicos. El fragmento que publico en Siglo en la brisa es la parte medular de mi ponencia. Señalo entre corchetes las partes que he dejado fuera por motivos de espacio, pero doy alguna referencia sobre su contenido.


Quiero dar las gracias por la invitación a participar en este ciclo de conferencias al Consejo General Consultivo del Instituto Politécnico Nacional, y en especial a la directora general de esta institución, la doctora Yoloxóchitl Bustamante Díez. Para mí es una oportunidad inmejorable para expresar, frente a un grupo de expertos en temas educativos, algunas ideas sobre historia y educación que han rondado mi cabeza este año significativo para México, en el que con mayor o menor fortuna el país y su historia han sido puestos a revisión. No se espere de mí una tesis original sobre cómo ha sido reflejado nuestro pasado en la actividad pedagógica. Mis oficios son la escritura y la edición: estudié letras hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, dirigí una revista cultural durante casi una década y estoy a punto de publicar un tercer volumen de poemas. 
Pero en diversas ocasiones he sido profesor, de materias siempre relacionadas con la lengua y la literatura. Mi punto de vista es rigurosamente personal: proviene de mi vocación pedagógica, de mi experiencia como lector aficionado a algunos episodios de nuestra historia y sobre todo a mi pertenencia a una generación, la de los nacidos en los años sesenta, a la que algunos aspectos de la versión oficial de la historia dejaron una huella peculiar.
No dudo que mi inclinación a dar clases provenga de mi educación con los hermanos maristas, una congregación religiosa como ustedes saben dedicada exclusivamente a la enseñanza, con quienes cursé toda mi vida escolar antes de ingresar a la Universidad, entre 1970 y 1982, de primero de primaria a tercero de preparatoria. Sin ser laicos, los maristas eran poco o nada impositivos en términos de fe y si recuerdo algunas clases de religión es porque algunos profesores contaban las historias bíblicas con agudo sentido literario. 
En una de ellas oí por vez primera la palabra “vehemencia”, cuyo significado no me atreví a preguntar en clase y consulté en un diccionario llegando a mi casa. Más que la vehemencia y el celo religioso, los maristas contagiaban la tolerancia como si su cuna, la Francia de 1817, hubiera dejado en ellos la marca de algunos valores de la admirable civilización de ese país.
Además, a pesar de ser una escuela privada, gracias a que estaba ubicada en el corazón de la colonia Del Valle y a que eran razonables sus colegiaturas, el Centro Universitario México también resultaba, si puedo decirlo así, una escuela con vocación democrática. Si mi verdadera entrada al mundo ocurrió en cuanto entré a la Universidad, fue con los maristas con quienes me di cuenta de que la enseñanza era una actividad fascinante. Además de parte de lo que sé, les debo la percepción de la enseñanza como una actividad necesaria tanto como gozosa, lo que estaba implícito en su manera de trabajar.
Con todo, es interesante observar que mis enseñanzas mejores no vinieron específicamente de ellos sino de algunos maestros que trabajaban en sus escuelas. Jesús Celaya, un exseminarista y exjugador del Altas de Guadalajara en cuya clase, a mis trece años, gracias a lo que inesperadamente dijo de un trabajo escolar mío, me di cuenta que podía convertirme en escritor. Javier Díaz Brassetti, un joven albino apenas unos años mayor que yo, él sí la estampa misma de la vehemencia, que tenía un extraordinario talento para transmitir la pasión por el mundo y el amor al conocimiento, y que me regaló en el momento exacto en que se desgarraba el ámbito familiar mis primeras antologías poéticas y me animó a intentar ser, de veras, poeta.
Y sin embargo, si tuviera que referirme a una sola, hablaría de una clase que se daba en el último año de la preparatoria llamada nada menos que Revolución Mexicana. Recuerdo con nitidez algunas lecciones de aquella asignatura: las obras materiales que produjo el Porfiriato o las condiciones económicas y sociales que justificaron el estallido social; el asesinato, espantoso, salvaje, sádico, de Gustavo Madero, que nos fue referido con lujo de detalles; las caballadas encabezadas por aquel personaje legendario entre los legendarios, sonoramente llamado Pancho Villa.
Javier Díaz Brassetti tuvo la espléndida idea de que escenificáramos lo que se llamó, me parece que como un programa de la televisión mexicana de hacía unas décadas, unos juicios históricos en los que un alumno representaba a un personaje relevante y se creaba un grupo de supuestos fiscales para su acusación y otro de abogados para su defensa. Yo participé activamente en los dos más sonados, el juicio a Juárez —aunque no se me crea encarnando yo mismo a don Benito, por obra de un esmerado maquillaje y mi amor al teatro—, y el juicio a Porfirio Díaz, como parte de la fiscalía. Durante una de las sesiones del juicio al ex dictador se armó un zafarrancho de tales proporciones que el experimento tuvo que cancelarse.
Pero ni la misión cívica de los maristas era capaz de oponer una lectura propia al imponente discurso de la historia oficial que el Estado mexicano llevaba perfeccionando ya para entonces casi medio siglo. Según su visión de las cosas, al menos la que repercutía en las escuelas de entonces —o por lo menos en la percepción de un estudiante de preparatoria de 1980—, en un mismo discurso se amalgamaban los planteamientos revolucionarios más diversos, los cuales vistos de cerca, con una lectura más o menos cuidadosa, era evidente que no podían convivir sin conflicto. Los historiadores han observado que con frecuencia la Revolución apartó a los hombres más por razones personales que ideológicas, pero aun así iba a ser muy difícil que Madero y Zapata se entendieran, por poner un ejemplo de primera importancia y hablar de un rompimiento temprano dentro de la primera fase de la Revolución, por más que los dos pusieran buena voluntad y representaran tanta verdad desde sus mundos contradictorios y enfrentados. 
La creación del Estado posrevolucionario necesitó de héroes y heroísmos, así como las religiones necesitaron de santos y santidades, y el grupo de revolucionarios que triunfó, constituido por militares del norte del país, hizo un esfuerzo por aglutinar los discursos que habían estado en liza: fue maderista, porque adoptó como bandera, de manera sumamente peculiar, el discurso democrático y el principio poco menos que sagrado de la no-reelección; fue zapatista, porque entre sus objetivos estuvo el reparto agrario, con un enorme cuidado de mantener fructíferas relaciones con las oligarquías locales; fue carrancista, entre otras cosas, en tanto que adoptó un nacionalismo férreo y una sagacidad para tratar al incómodo vecino del norte; y hasta terminó manifestándose villista porque incluso elevó una capilla, una vez que Doroteo Arango fue cuidadosamente eliminado, a su contrincante militar más peligroso…
Con el paso de los años, el Estado que resultó de ese triunfo fue aglutinando los discursos hasta hacer una especie de monstruo de tres ojos, siete patas, veinticinco manos, que fue su naturaleza durante larguísimas décadas, capaz de adaptarse a todo, de engullirlo todo, de reinterpretarlo todo, de hacer amistad con unos y con otros, hasta estar bien con Dios y el diablo. Sin ninguna duda ese sistema dio pasos enormes, en educación, en servicios médicos, en reparto agrario… mucho más en comparación a como estábamos en tiempos de don Porfirio. No podemos pedir menos de los largos años de paz social que tanto pregonó el sistema y no podría ser de otra forma si trabajó a sus anchas, de la manera que quiso, prácticamente sin molestia y (por lo menos hasta 1968) sin ninguna oposición de verdadera importancia.



[Aquí, para mostrar un punto de vista del interior del proceso revolucionario, un análisis de El águila y la serpiente parecido a “Galería de retratos de la Revolución”, http://bit.ly/9VSJ72, y “Eufemio Fox”, http://bit.ly/d3Z3HG, aparecidos en este blog]



¿Y qué resultó de ese discurso de inclusión artificial? ¿Qué de la apropiada amalgama de discursos contradictorios entre sí? Si como solución política le funcionó al sistema surgido de la Revolución, a cien años de su inicio podemos hacer algunas valoraciones. Pensemos en el tema que nos reúne esta mañana: la educación. Desde luego, no es posible compararse con las condiciones educativas del Porfiriato. En ciertos aspectos inquietantes, quizás el mundo ha cambiado más en los últimos veinte años que en dos siglos. Claro que muchos más mexicanos tienen el acceso asegurado a las aulas; claro que no hay el analfabetismo y la ignorancia generalizada de hace un siglo… Pero si dejamos la discusión en ese lugar, estaríamos conformándonos con muy poco. Si nos satisface la estadística, nos quedaremos en la piel del problema y por lo tanto con su aspecto más exterior. Ya nada digamos del daño que ha hecho la política a la educación en México: todos sabemos que la educación a gran escala representa en este país, mayormente, un botín que está en juego, y en cierta medida una vía para acceder al poder.
¿Y cuál ha sido el resultado? El mexicano que ha tenido acceso a la alfabetización y las aulas, ¿qué piensa? ¿Quién es? ¿No tolera día a día y hasta participa en alguna medida, poca o mucha, de la corrupción que está en el aire? Acabamos de leer en los informes internacionales que al menos como se perciben las cosas la corrupción en México está peor que hace sólo unos años. ¿No es admirable que no haya una sola campaña pública, al menos no una de un tamaño proporcionado al problema, contra la corrupción? ¿Se dan cuenta de que ya ni siquiera nos tomamos la molestia de decírnoslo, y que la hemos aceptado como parte de nuestra naturaleza más interior? Y el mexicano, y esto es muy grave porque todo el juego político gira en torno a esta idea: ¿no les parece que el mexicano medio está fundamentalmente desengañado de la democracia, que es ante todo un aprendizaje que nunca han hecho nada por enseñarle?
Pero corrupción —que está en la información básica del cromosoma nacional— o resistencia a aprender de la democracia son apenas sólo aspectos de una grave problemática nacional que nos ha dejado como resaca la paz social del sistema de la revolución burocratizada. Otros problemas, algunos de ellos con visos de debacle: la explosión demográfica, que en el sur del país representa un problema de una magnitud de la que ni siquiera creo que estemos conscientes; o el lugar que mantiene en la sociedad mexicana la Iglesia Católica —la cual, a pesar de nuestro juarismo oficial, a veces parece estar fuera de control, quizás porque como sucede en alguna otra esfera es más fuerte que el propio Estado—; o la monstruosidad del Distrito Federal; o el estado de la seguridad social, que no puede sino calificarse de catastrófica; o la ignorancia y la codicia de los empresarios, que asociados con frecuencia con los políticos, tal como sucedió de manera tan visible desde tiempos de Miguel Alemán, hace una combinación mortífera, de verdaderos depredadores, contra los que no tenemos ninguna defensa.
Y algo más, quizás lo peor porque parece que nos cierra las puertas a cualquier solución de fondo: la resistencia del individuo a sentirse parte de una comunidad, problema que arrastramos desde nuestro origen español y que no hizo sino acendrarse con la derrota y la destrucción de las culturas prehispánicas. 
Un notable científico decía de España, y la frase es perfectamente trasladable al resto de los países hispánicos, que a diferencia de los sajones, en los que el ciudadano se pregunta qué podría hacer por el Estado, en los nuestros el ciudadano se pregunta permanentemente qué puede hacer el Estado por él… Y quizás por eso estamos condenados, al menos como comunidad, a no salir jamás de esta suerte de laberinto en que nos metió la historia.
Hace unos meses fui invitado, entre otros escritores que están en la cuarta década de su vida, a participar en un libro colectivo sobre los años sesenta. Lo que los editores nos pidieron fue un texto que reflexionara sobre la década en la que nacimos. Primero me pareció que no tenía nada qué decir. Sin embargo una noche, viendo fotos viejas, encontré una que me hizo cambiar de opinión. En ella se me ve de cuatro años de edad, después de un festival escolar, vestido de manta blanca, paliacate al cuello y huaraches, con un bigotito trazado con carbón de corcho, no sé con precisión si ataviado de chinaco o zapatista. Un experimentado amigo historiador opinó que, más que un hombre del pueblo que pelea en contra de la invasión francesa, el niño que yo era aquella mañana, trepado en el camellón de una calle de la colonia Anzures, parecía representar un campesino luchando por recuperar sus derechos sobre las tierras ancestrales bajo las órdenes de Emiliano Zapata. (Naturalmente la foto que publico aquí no es la que saldrá en el libro, pero sí pertenece a la misma serie y día; en ella, abrazo a mi hermano José María en el camellón hoy desaparecido de la calle de Thiers, delante del edificio donde vivíamos en septiembre de 1968).
Como es una de esas fotos cuadradas muy características de aquellos años, que tienen un marquito blanco en el que llevan impresa la fecha, sé con precisión que fue tomada en septiembre de 1968, seguramente a mediados de aquel mes, sin duda para alguna actividad escolar a propósito de las fiestas patrias de ese año. De inmediato caí en la cuenta de que faltaban sólo dos semanas para la matanza de Tlatelolco, ocurrida cuando mucho dos semanas más tarde, el 2 de octubre siguiente, lo que quiere decir que fue tomada en los últimos instantes, prácticamente las horas finales de un periodo de la historia de México, el país que me había formado con sus fantásticas contradicciones, precisamente en el momento en el que estaba a punto de empezar a vivir el inicio de la decadencia de una manera de entenderse.
Sentí lástima al verme vestido de esa manera: me di cuenta, más que nunca, que aquel niño estaba vestido para una batalla que era de mentira. Que mi ropa, que el escenario en que había actuado en el festival de fin de curso y que yo mismo estábamos hechos del cartón pintado de las escenificaciones teatrales. Que no teníamos verdad, que ni siquiera teníamos trasfondo histórico. Que habíamos sido engullidos por las fauces del sistema del partido de Estado, lo que nos había convertido en una serie de pequeños seres sin garra, sin capacidad crítica, sin fe en el país, de alguna forma sin futuro. 
Y me pareció que la culpa la tenían, no aquellos niños que como yo habían acudido aquella mañana de mediados de septiembre de 1968 a un festival escolar disfrazados de contradicción histórica, quizás ni siquiera nuestros padres, que también eran hijos de la maraña posrevolucionaria, sino del sistema educativo que surgió de aquel proceso histórico, lleno como él de contradicciones y paradojas, que a cambio de la paz social, y sobre todo a cambio del mantener a toda costa el poder, creó ciudadanos domeñados, incapaces de hacer crítica por miedo a caer de la gracia de su monstruosa filantropía, para parafrasear a Octavio Paz. 
Y entonces pensé que, de tener la oportunidad de empezar otra vez, las cosas tendrían que ser de otra manera. De entrada, que la forma de la enseñanza de los pasajes históricos problemáticos tendría que considerar el estudio de las diferencias acaso más que de las similitudes. Es decir, una enseñanza si se quiere problemática, pero más cercana a las experiencias reales, más cercana a la lectura crítica, demasiado personal si se quiere, vehemente, de un Martín Luis Guzmán, que la que impuso el grupo revolucionario triunfante. Los problemas, las diferencias, los odios, siguen vivos: ¿qué mayor consuelo que saber que tienen la edad de la República? ¿Qué mayor enseñanza que conocerlos a fondo y aprender de ellos? No crean ustedes que no lamento el pesimismo de mi visión. Sólo espero que sea un grano de arena en el contexto de un mar general.



Las fotos de los años ochenta son originales de los Juicios Históricos preparados por alumnos del área de Disciplinas Sociales del tercer año de preparatoria del CUM, bajo la dirección de Javier Díaz Brassetti. En una de ellas, el alumno Fernando García de Alba aparece en el papel del dictador Díaz; los guardaespaldas fueron encarnados por los alumnos Álvarez, Ledesma, Zínser y Andere. En la otra, se me ve a mí mismo "litigando" del lado de la Fiscalía.


Coordinado por Sandra Lorenzano, el libro Lo escrito mañana, narradores mexicanos nacidos en los 60 está a punto de aparecer en la colección Tinta Nueva de la editorial Axial.


Las fotos tomadas durante la conferencia son de Laura Athié.


La foto de Elba Esther Gordillo y Gabriel García Márquez la tomé prestada de la red.

3 comentarios:

  1. dice Paz que dice Novalis en el Laberinto de la soledad "Cuando soñamos que soñamos está próximo el despertar",
    tristemente pienso que los mexicanos estamos por dejar de soñar que soñamos y entonces nos alejamos de el despertar

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  2. el ejemplo de los maristas...prueba de cuántas cosas mejoradas en México, que no en España; Me fascina cuánta cultura e inteligencia en México, aunque sea rozando trágicos abismos de violencia y pesar

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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