(El siguiente texto fue leído en la presentación del más reciente libro del poeta Eduardo Casar en la pasada Feria del Libro de Minería).
Fue la mejor lección sobre poesía moderna que recibí a lo largo de mi vida de estudiante. No podría decir que haya sido más que una pincelada pero resultó tan elocuente que gracias a ella entendí de manera sucinta y gráfica algunos de algunos procedimientos del arte moderno. No fue en una clase de Poética, que no teníamos, mucho menos en un curso sobre escritura contemporánea, ni siquiera en una materia de literatura del siglo veinte. Quizás no había en la carrera de Letras Hispánicas de hace veinticinco años un temario que previera ese género de aprendizaje, y fue gracias a que Eduardo Casar decidió abrir un hueco entre dos clases de Literatura Mexicana del Siglo XIX —la materia en la que lo tenían confinado— que pudimos tener acceso a aquella lección esencial.
Casar se lo podía permitir porque era un maestro atípico. No sólo por la forma en que abordaba, lleno de sentido común, franqueza, humor, obras con frecuencia áridas, sino también porque de cuando en cuando tenía salidas que nos recordaban que la literatura sólo podía serlo de manera convincente si estaba tocada verdaderamente por la vida. Una vez, de buenas a primeras, anunció que iba a dedicar la siguiente clase a leernos algunos de sus propios textos porque según dijo tenía necesidad de saber cómo sonaban. Nadie le creyó: aquella no podía ser sino una broma más. Nos equivocamos: a la clase siguiente se expuso delante de nosotros como poeta y con verdadera apertura escuchó nuestros comentarios —pocos, la verdad, porque el público, pasivo por naturaleza, no daba crédito a lo que veían sus ojos.
En otra ocasión, posiblemente harto de la literatura discutible que llenó nuestro siglo XIX, él que había aprendido a escribir inflamado por los grandes recursos desarrollados en el XX, decidió mostrarnos la expresividad alcanzada por el lenguaje poético. Nos explicó que el poeta moderno intentaba decir más allá de lo que decía, utilizando los recursos propios de la lengua, y leyó unos versos de Pablo Neruda:
Y yo transmitiré sin decir nada
los ecos estrellados de la ola,
un quebranto de espuma y arenales,
un susurro de sal que se retira,
el grito gris del ave de la costa. *
Si a primera vista sonaban, sí, muy hermosos, no fue sino hasta que Casar los fue analizando uno a uno que penetramos en una dimensión desconocida para muchos de los que estábamos allí. Fue como si empezáramos a ver. Eduardo nos hizo percibir cómo todos los sonidos del mar estaban en ellos: en efecto, el poeta alcanzaba a transmitirnos “los ecos estrellados de la ola” pero, tal como lo había anunciado, sin decírnoslo expresamente.
Escuchen, escuchen, decía Casar, cómo suena la ola cuando se rompe contra la arena, exactamente como lo hace el verso: “un espasmo de espuma y arenales”. Luego, conforme se retiraba el agua nuevamente hacia el mar adentro, sonaba sibilante y lleno de eses, claro, saladas, tal como lo dice con perfecta equivalencia el verso: “un susurro de sal que se retira”. El colmo era lo que pasaba en la última línea: en esa pausa en que se deja percibir un silencio casi milagroso entre dos olas, sonaba el gri gri de un ave sobrevolando la escena: “el grito gris del ave de la costa”.
Escuchen, escuchen, decía Casar, cómo suena la ola cuando se rompe contra la arena, exactamente como lo hace el verso: “un espasmo de espuma y arenales”. Luego, conforme se retiraba el agua nuevamente hacia el mar adentro, sonaba sibilante y lleno de eses, claro, saladas, tal como lo dice con perfecta equivalencia el verso: “un susurro de sal que se retira”. El colmo era lo que pasaba en la última línea: en esa pausa en que se deja percibir un silencio casi milagroso entre dos olas, sonaba el gri gri de un ave sobrevolando la escena: “el grito gris del ave de la costa”.
Lo natural es que un lector como él tuviera como modelo, a su vez, el cúmulo de recursos de la poesía moderna, aquellos sobre los que fincó el siglo XX su estilo más decantado y perfecto. Conforme a éste, parecería que los colores de la poética de Casar son los primarios; su tono, una serenidad sin efusiones innecesarias; su dicción, nítida. Consciente del papel que tuvo la experimentación vanguardista para llegar a esos recursos, con frecuencia está tentado a echar mano de ella y por eso en sus poemas asoman de cuando en cuando intentos, amagos, residuos.
El más evidente sigue siendo la disgregación de los vocablos del gusto de Villaurrutia, como en el ejemplo: “Me les voy porque soy las ínfulas apenas. / A penas se me abarca mi delito”. (pág. 35). Uno más: el experimento de desaparecer las vocales de la palabra “palabra” —nada menos—, lo que da como resultado la impronunciable “Plbr” (pág. 55).
Enamorado de una literalidad que a veces lleva al colmo y hasta al despropósito, pocas cosas le gustan tanto a este poeta como sopesar cada palabra, colocarla en posición de decir y de profundizar en lo dicho pero también de desdecirse y hasta contradecirse —cualquier cosa menos dejar de decir—. Mucho más porque busca los escollos, los atajos y las puertas falsas del idioma, lo que acaba añadiendo a la realidad un elemento extraordinario: las palabras de todos los días encuentran fantástica la vida cotidiana. Por eso no todo tiene explicación: las construcciones de su pensamiento, sus imaginaciones, sus bromas, profusas y en profusión de detalles, bullen, salpican, circulan por las venas del texto como criaturas no siempre sensatas, como pequeñas demencias que aseguran la salud del poeta. Si como conjunto el libro pierde contundencia debido a su extensión, incluso ese defecto ilustra la naturaleza de un poeta que no conoce más que la constante actividad.
El título de su nueva entrega, Grandes maniobras en miniatura, es un hallazgo tal como antes lo fue el envidiable Parva natura. Entre uno y otro libros, cuando le pidieron una antología escogida por él mismo volvió a acertar el título: Ontología personal… Sólo con esos encabezados ya podríamos discurrir respecto al lugar donde se sitúa este poeta moderno en esta etapa de su vida creativa. Menos reticente a hacer públicos sus textos, Casar asume al mismo tiempo una cierta pequeñez: la escala, la miniatura, la parvedad…
El tema amoroso ha dejado de ser el más importante; en cambio, se ha vuelto más filosófico. De alguna manera, sus libros se han poblado de divinidades, si bien menores la mayoría de las veces. Antes, en un mundo lleno de referencias pétreas, había prometido a su hija una honda; ahora le propone escaparse a la India y perderse entre los dioses. El epígrafe de Bachelard nos ayuda a entender el libro como la afirmación del mundo sostenido sólo bajo la forma de la miniatura; el de Arendt, como la convicción de que, aun si se ha de morir, la vida es esencialmente un comienzo. Todo ello se entiende mejor si se sabe que Gerardo Rod, el amigo del poeta a quien está dedicado el volumen, ha muerto de manera trágica y en plena juventud. La vida quizás no es sino una gran maniobra que, vista con la perspectiva adecuada, no pasa de una miniatura. Antecedida de la preposición “a”, la palabra “escala” se refiere a las dimensiones de un objeto hechas con respecto a un determinado patrón; sin preposición, alude a un lugar de tránsito entre un punto de partida y otro de llegada.
El tema amoroso ha dejado de ser el más importante; en cambio, se ha vuelto más filosófico. De alguna manera, sus libros se han poblado de divinidades, si bien menores la mayoría de las veces. Antes, en un mundo lleno de referencias pétreas, había prometido a su hija una honda; ahora le propone escaparse a la India y perderse entre los dioses. El epígrafe de Bachelard nos ayuda a entender el libro como la afirmación del mundo sostenido sólo bajo la forma de la miniatura; el de Arendt, como la convicción de que, aun si se ha de morir, la vida es esencialmente un comienzo. Todo ello se entiende mejor si se sabe que Gerardo Rod, el amigo del poeta a quien está dedicado el volumen, ha muerto de manera trágica y en plena juventud. La vida quizás no es sino una gran maniobra que, vista con la perspectiva adecuada, no pasa de una miniatura. Antecedida de la preposición “a”, la palabra “escala” se refiere a las dimensiones de un objeto hechas con respecto a un determinado patrón; sin preposición, alude a un lugar de tránsito entre un punto de partida y otro de llegada.
Parecería que los dos sentidos convienen al más reciente Casar: la asunción de su papel en el mundo, con la previa aceptación de ese mundo y la certeza de que no es sino un camino hacia otro lugar. Estamos varados momentáneamente en esta escala, por lo cual conviene asumir nuestra escala verdadera. Parvo, filosófico, observador más que nunca del tiempo que pasa, Casar ha ganado en profundidad pero sin olvidar su ligereza existencial ni su humor: “Debería desdoblarme / ¿o ya me desdoblé / y mi otra parte / huyó hacia la huasteca? (pág. 75).
De entrada, llama la atención la relevancia que ha adquirido la rima. No es que antes Eduardo no rimara sino que ahora lo hace con más convencimiento. Me gusta llamar rima orgánica a la que va más allá de un sonido cuya repetición nos resulta placentera, es decir cuando, conforme a la lección de la modernidad, dice más de lo que dice, explorando los vínculos entre los elementos que riman. Al comparar los lados iguales que forman el ángulo recto de un triángulo rectángulo, es decir de los catetos, propone una rima que subraya la sensación de su igualdad: “Imagina un cateto. Según la fórmula / los catetos tienen su cuadrado, / se ve que lo comparten, por algo son gemelos”, (pág. 20), donde la rima entre “catetos” y “gemelos” nos hace sentir, no sólo entender, que son idénticos.
Por otro lado, me parece que las paronomasias son más delicadas y en algún sentido más poéticas: “Y escriben versos, a veces, donde cuentan / los verdes de los árboles” (p. 45). O como en este caso, refiriéndose precisamente a un árbol en los primeros meses del año: “Dice cuándo es invierno, / con ayuda del canto dice cuándo / ha comenzado al fin / la prima verdadera (p. 93). Siempre atento a los coloquialismos, Casar incorpora las formas que la lengua adopta para hacerse más expresiva en la vida diaria: “Ya parece” (pág. 81), “ahí la llevan” (p. 102), “siacabuche” (pág. 84)… No me sorprende hallar entre los poemas una marina que sin ser moderna en el sentido de la lección nerudiana, lo es de otra forma: la sensación es la de estar en la orilla del mar, mirando el ir y venir del agua sobre la arena, que nos acaba alcanzando las puntas de los pies: “Tratando, / tratando de que el mar, / tratando de que el mar llegue y te toque” (p. 98). ¿Y qué decir de la delicadeza de esta imagen, que evoca nuevamente la sensibilidad de Villaurrutia: un espejo que se recoge “en sus habitaciones interiores”? (p. 69).
Al menos desde la perspectiva de su desarrollo posterior (porque me imagino, por qué no, al joven Casar paladeando también al Neruda “comprometido”), su verdadero maestro, el que dejó los rastros más duraderos, es Julio Cortázar. La flexibilidad de cronopio, vital pero también lingüística, la plasticidad del lenguaje, el ludismo y una vocación de luminosidad son, me parece, las lecciones que Eduardo no olvida del autor de Rayuela, a quien ya hizo personaje de su libro narrativo Amaneceres del husar.
Cortázar aparece una y otra vez en esta nueva colección de poemas con una recurrencia nada azarosa: como tema obsesivo, cuando el poeta cae en la cuenta de la edad que hoy tendría Julio y la inevitabilidad de su muerte, y hasta como evocación de usos literarios en el poema de título cortazariano “Yo te retórica” (pág. 144-146), que de comenzar con un lenguaje en cierto modo sereno, se transforma en una interpretación del emblemático capítulo 68 de Rayuela, en el cual a las deformaciones, modernísimas, y a los neologismos que Cortázar pone en el contexto amoroso, Casar opone el glosario de la retórica de tal manera que el celebérrimo “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso, y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”, aparece mutado en “Te anacoluto tanto / que no he pensado en las coordinaciones. / Qué hipérbaton te me has descolocado / frente a mis propios ojos redundantes. / El rumor se nos prosopopeya / quiasmos los cuerpos y la entretejedura, / la paragoge cruel que ya se alarga / entre las onomatopeyas sin cesura”. (pag. 146)
Por razones extraliterarias, Grandes maniobras en miniatura representa un momento importante en la vida creativa de Casar: es el primero de sus libros que obtiene un reconocimiento. El asunto es sorprendente en un país donde por lo visto hay más premios que escritores. Todos necesitamos del reconocimiento de los demás: la aceptación de los otros nos ayuda a sentirnos bien con nosotros mismos y nos impulsa a seguir trabajando. El caso de Eduardo es importante porque significa devolverle algo del aprecio con el cual, como maestro y lector asiduo y profundo, lleva años estudiando la poesía de sus contemporáneos de todas las edades. Por eso es motivo de satisfacción que un jurado, y no cualquiera sino uno en el que están poetas de prestigio como Coral Bracho o David Huerta, haya destacado el trabajo de un colega que se siente bien en compañía porque se sabe parte de una gran tradición. Que acompaña y gusta del acompañamiento así como en medio de la noche (pág. 161) se acomoda al rumor de la fiesta vecina y se prepara para embarcarse, tal como querían los surrealistas, en el sueño de un hombre que trabaja.
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* Se llama “Deber del poeta” y es el prólogo de Plenos poderes, de Pablo Neruda (cuya primera edición es de Losada y apareció en 1962).
Grandes maniobras en miniatura, de Eduardo Casar (ciudad de México, 1952), editado en la Serie Letras de la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario del gobierno del Estado de México (Toluca, 2009), fue presentado en la Feria Internacional del Libro de Minería la tarde del 20 de febrero de 2010, en una mesa redonda en la que Mariana H y yo acompañamos al autor. El libro ganó el Premio Internacional Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz.
El poema reproducido apareció por vez primera en el número 7 de la revista universitaria Alejandría, de otoño de 1988, de donde lo he escaneado.
El retrato del poeta joven fue tomada hacia 1970 y pertenece a su archivo personal —en rigor, al escritorio de Alma Velasco—. Las otras fotos fueron tomadas de la red. Una de ellas, del FB de La dichosa palabra y la otra del de Andrea Eduardina Casar.
La foto de Cortázar es de Mario Muchnik y la tomé prestada de la página de la red de la revista argentina Criterio, http://bit.ly/awFOQY
Una entrevista con Eduardo Casar sobre Grandes maniobras..., puede leerse en este mismo blog: http://bit.ly/bgQ8zW
Fernando, para ti mi anónimo y modesto reconocimiento. Mi gratitud, pues cada semana nos haces un regalo que resuena en palabras, sensaciones y aprendizajes. Besos, Tu Admiradora Secreta
ResponderEliminarSeñor Fernando, apenas me encuentro con su blog y me llega la sensación de que lo llevo buscando desde hace tiempo.
ResponderEliminarMis más sinceras felicitaciones por su contenido, a pesar de que he llegado seis años tarde para leerle.
Que tenga un buen día, tarde ó noche.