viernes, 14 de junio de 2019

Oriundos: la portada (Llanes, 1919)

La tarde fría del final del verano, las moscas indómitas, la cocina a oscuras, todo parecía justificar el estado de ánimo de Florentino aquella tarde en Cabrales. Quizás era nostalgia, y la explicación había que buscarla en la visita de la víspera a Asiego. Acompañados de su nieto Felisín, estuvimos en la casa que construyó su padre en uno de los mejores solares del pueblo, que Nueva se llamó cuando fue construida al volver Fernando Bueno de México y Nueva seguía llamándose siete décadas después. 
Florentino, en la cocina de la casa de su yerno e hija, en Puertas de Cabrales, donde conversamos durante largas horas a principios del siglo XXI. Fue él quien me regaló la ampliación original de la foto que hace las veces de portada de Oriundos
Florentino, joven.
A lo largo de un par de horas visitamos la casa de arriba a abajo, abrimos y cerramos puertas y ventanas, y nos detuvimos frente a cuanto objeto se nos puso delante. El olor a humedad, que recordaba de mi visita infantil, seguía idéntico en todos los rincones. No así, por cierto, el del estiércol: algo había pasado que aquel aroma espeso, a verde, que no era desagradable, del estiércol de hacía treinta años, se había convertido en un olor repugnante. Algo me explicaron respecto al cambio de los forrajes, que como yo mismo podía confirmar viendo algunos bultos negros en medio de los prados, no se resguardaban como antes bajo techo, sino que se dejaban pudrir al sol debajo de una película de plástico negro. Al parecer, habían acabado modificándolo todo, incluso el sabor de la leche.
La foto de la Escuelina (Asiego, 1925), eje en torno al cual giran las historias relatadas en Oriundos. Florentino tenía la ampliación mejor conservada, y de ella hice la copia que reproduje en el libro.
Como aquel día en Asiego Florentino estaba particularmente animado, todo le ofrecía motivos para hacer evocaciones y a cada paso prorrumpía en exclamaciones de felicidad: no importa que fuera a propósito de una lámpara rota.Si contaba una anécdota, sobre los tiempos de la Escuelina, sobre su padre o el Tío Roque Alonso, no dejaba de decirme “anota, anota” y hasta me ofrecía volver a contarla para que quedara registrada con todos sus detalles. Por último, en la parte más alta de la casa, en un pequeño cuarto abuhardillado en el que seguían intactos los periódicos de los tiempos de la guerra de los que yo y uno de mis primos nos robamos algunos ejemplares hacía casi treinta años, vimos una colección de fotos. Más semejante que nunca al lado terso de la hoja de la llamera, me pidió que escogiera unas cuantas para llevarme conmigo. Algunas estaban repetidas: fueron enviadas a Fernando Bueno cuando vivía en México y volvieron en el equipaje de su destinatario, y su destino fue reunirse con las que nunca salieron de Asiego. Una de esas fotos, sobre todo, no tiene desperdicio: Florentino y sus dos hermanas recién llegados de México, rodeando a su tía María.
Tía María: en Asiego se le recuerda como una mujer poco generosa, de carácter agrio, sola. Había sido la administradora de las propiedades de Fernando Bueno aun antes de que él regresara definitivamente de México, por lo que todos en el pueblo tenían que ver algo con ella, unos porque llevaban las fincas de la Casa Nueva, otros porque le compraban la mitad de lo que producían aquellas fincas y que le correspondía como parte del acuerdo de renta. Los testimonios coinciden en pintarla como una administradora rigurosa, capaz de contabilizar el último puñado de hierba seca, sin quitarle nada a nadie, como la describió Guillermina, pero sin ceder ni un miligramo en lo que consideraba como suyo, y que hay quien dice que a veces se quedaba sin consumir, pudriéndose, para nadie.
Guillermina, prima en segundo grado de mi abuela Fernanda, fue mi principal informante en Asiego de Cabrales durante los cinco años que viví en Asturias. La foto es de su nieto Javier Niembro Fernández.
La muerte había llamado en pocos años hasta cinco veces a la puerta de su padre, el Tío Santos Bueno, el hombre que iba a convertirse en el más viejo de la comarca, y María, una muchacha que allá por 1900 no carecía de encanto, afrontó los infortunios con tal determinación que acabó renunciando a su propia vida. Primero fueron sus hermanos menores: uno, de tuberculosis, volviendo de México, donde súbitamente había enfermado; el otro, resbalándose por un precipicio la víspera de un día de San Roque. Poco después los siguió la madre, reblandecida por aquellas pérdidas.
Entonces sucedió lo de Rafael. Si lo menciono aquí aunque me refiera a ello más abajo es porque me interesa señalar el momento en que ocurrió el crucial episodio. Por carta, poco después, llegaron malas noticias: Fernando, el primogénito, enviudaba en México. Por si todo eso no fuera bastante, la hermana de ambos, Serafina, que estaba casada con el maestro de Asiego, sucumbía a la tuberculosis. En unos cuantos años, aquella desventurada cabraliega se encontró con la tarea de dar dulzura a una familia que se había quedado sin mujeres, todas muertas antes de tiempo y casi en flor cortadas.
Foto de la boda de Santos y Fernanda, mis abuelos, en Covadonga, el 16 de noviembre de 1933. En el extremo derecho, María Bueno Díaz, tía solterona que crió a Fernanda (y Florentino).
Pero lo que había en el fondo de sus tristezas ríspidas, lo que verdaderamente la aherrojaba a sí misma como una argolla a una lápida, era la historia de un amor desdichado. Rafael era su primo y se hizo novio de ella desde que eran niños, pero la sobrepoblación y la guerra de África lo eslabonaron a la cadena de sus hermanos por el camino de la emigración. Con la mirada puesta en la Argentina, de donde nunca iba a volver, le propuso llevarla con él. Ella adujo que su padre viudo, quien tenía un hijo en México y los otros dos en el cementerio, no podía quedarse solo, y rechazó la oferta. Rafael le prometió que no la olvidaría, que iba a hacer todo lo posible por volver para llevársela o mandar por ella. Le escribió renovando las promesas y haciendo los cálculos del tiempo, siempre cada vez menos, que les faltaba para volver a verse. Pero las cartas empezaron a espaciarse. Un año hubo en que María no recibió ninguna.
Cualquier tarde de conversación con Florentino, ora áspera, ora tersa, en la cocina de Puertas de Cabrales, en algún momento entre 2002 y 2006.
En Argentina vivía el esposo de una vecina que tenía noticias con regularidad; una mañana, de camino a Budia o Llambreña, se encontró a María; no se sabe si haciendo una obra piadosa, la mujer le dijo que tenía algo que decirle y sin darle tiempo a reaccionar le soltó que Rafael acababa de casarse. María no quiso saber más. No hizo ninguna pregunta. Mucho menos, ninguna averiguación. En el medio siglo que le quedaba de vida no volvió a escuchar a los hombres si no fue para ver por los intereses de sus sobrinos, los hijos de su hermano Fernando, y eso con sus maneras tajantes y ateridas. Pretendientes no le faltaron: uno, un próspero ganadero de Arenas; otro, un hermano del Tío Aquilino. Ni siquiera se tomó la molestia de voltear a verlos.
Pero vayamos a la foto: Fernando Bueno, que ha enviudado hace tres años, vuelve pasajeramente a Cabrales y deja a sus tres hijos a cargo de su hermana María. Al poco tiempo, ella los arregla lo mejor que puede y hace que los conduzcan a Llanes a hacerse un retrato para enviar a México. Después de adivinarla en la foto borrosa de la boda de Santos y Fernanda y de rescatarla con claridad variable de las anécdotas que me cuentan de ella, puedo ver con nitidez tal como era en su temprana treintena a esa mujer determinante en la vida de algunos personajes de esta historia. ¿Y qué decir de Carmela, Fernanda y Florentino?
En el orden acostumbrado: Carmela, Florentino,
tía María y Fernanda. Foto: Cándido García, Llanes, 1919.
Ellos, sin madre; ella, sin marido y sin hijos. De un lado los ojos claros de Florentino y Carmela y del otro la mirada en apariencia oscura de Fernanda, observan con distintos grados de pasmo e ingenuidad hacia el punto que les indica el fotógrafo de Llanes. El pulimento en la apariencia de los niños, en el que se nota la mano severa no carente de gracia de su tía María, pero traicionado por la punta de los zapatos de todos, no alcanza a encubrir que el tema de esta foto es la orfandad. Si ellos son tres brotes dejados a la intemperie, ella parece una raíz aérea surgiendo de la tierra estéril. Con los hombros echados para delante, envejecida en la flor de la juventud, mira de abajo hacia arriba haciendo un esfuerzo que le arruga la frente, como asomándose gracias a un triunfo momentáneo sobre la gravedad. Detrás de ellos, el ciclorama surte efecto: un espacio se abre a sus espaldas, una puerta para salir a una intemperie mayor donde ilumina la luz, sopla el aire benéfico, hay plantas. Hay algo dramático en el grupo que hacen tía y sobrinos. Entre las de ella, la mano de Florentino es un vínculo que une dos mundos, cada uno huérfano a su manera, que se enlazan gracias a la necesidad.

___________________
Este texto forma parte del capítulo "Tíos y sobrinos", del libro Oriundos (Cataria, 2018). Las fotos pertenecen a mi archivo.

Oriundos está en venta en una treintena de librerías, entre las que se cuentan Gandhi, El Sótano, Bonilla, Un Lugar de la Mancha, La Increíble Librería, Casa Tomada, Casa Almadía, La Mano, Escuela de Escritores de México, Profética (Puebla), Mar Adentro (Xalapa) e Impronta (Guadalajara).

Más sobre Oriundos en Siglo en la brisa:
La edición, https://bit.ly/2ES60qb
Cuatro adelantos, https://bit.ly/2VflvCh
Oriundos ya está en Asiego, https://bit.ly/2VVMgIc
Santos, 1923, https://bit.ly/2CGCxir
El arroz Covadonga, https://bit.ly/2IxEVe8
Antonio Poo, https://bit.ly/2zgKjzi



No hay comentarios:

Publicar un comentario