viernes, 27 de octubre de 2017

Una gota de atropina

Conmovía su caso: no rebasaba los tres meses, era extraordinariamente suave al tacto y tenía los ojos pequeñitos y húmedos, como si estuviera siempre al borde de las lágrimas. Había aparecido en la basura, junto con sus ocho hermanos de camada. El día que la esterilizaron, me dijeron, al volver de la anestesia vomitó raíces de plantas, que fueron su alimento los días anteriores a su rescate. En aquella casa que servía de refugio a los gatos y que estaba repleta de ellos, no había ninguno a la vista: todos ocultos, prudentes o aterrados, excepto ella. 
Mi hermano y yo, el día 
que adoptamos a Madrina.
Foto: Giovanny Amkie
La tomé en las manos: me llamó la atención la suavidad de su pelaje gris; ya ronroneaba. Giovanny nos ofreció, a José María y a mí, enseñarnos a dos de sus hermanos, por lo que subimos las escaleras de la casa, al cuarto en donde se ocultaban; ella, Madrina, que entonces se llamaba todavía Luna, vino detrás de nosotros: participaba de la expedición. En el cuarto no pudimos ver sino de lejos a sus compañeros de camada y rescate, sobrevivientes pero muertos de miedo al fondo del closet a oscuras de donde fue materialmente imposible traerlos a la luz; ella echó un vistazo igual que nosotros y luego regresó, siempre a nuestro lado, animada y dispuesta, escaleras abajo, mirándonos de cuando en cuando a los ojos con los suyos llorosos. Al bostezar, como hizo en cuanto se tumbó al sol en la alfombra, al lado de la ventana cerrada que daba al jardín, mientras firmábamos los papeles de su adopción, vi que tenía el interior de la boca y la lengua de color rosa clarito, lo que hacía un delicioso contraste con su pelaje gris, ligeramente jaspeado de amarillo. En el coche, aunque yo manejaba, se las arregló para subirse a mi regazo y allí se fue todo el camino, pegada a mí, sin dejar nunca de ronronear.
Madrina, a los pocos días de su llegada a mi casa. Foto: FF
Unos meses más tarde, su característica mirada húmeda se volvió un problema. El mojado de sus ojos se hizo más intenso. Ya no era sólo la gota que le caía todas las noches, de un solo ojo, el izquierdo, ancha, empapándole el cuello de lo que los angloparlantes llaman el “abrigo”. 
Una noche noté que una especie de película opaca le cubría el ojo izquierdo, lo que era más fácil de distinguir cuando la luz le daba de frente. Al día siguiente ni siquiera consiguió abrirlo. Llamé a mis amigas, las veterinarias Claudia y Samantha (de Pet Care Móvil), quienes me dijeron que el mejor médico especializado en ojos de gato en México se llamaba José Manuel y acababa de regresar de una universidad gringa de estudiar una especialización en la materia. Estaba lejos: en Xochimilco. No importó, desde luego. Por suerte trabajaba los domingos, porque además de consulta los fines de semana ofrecía pensión a perros y gatos, así que fue en domingo que atravesé la ciudad con Madrina metida en su bolsa de viaje, y con la compañía cariñosa de José María. Hicimos el trayecto tres domingos consecutivos. El primer día nos enteramos de que había la posibilidad de que fuera algo grave; nos dio mucha tristeza, especialmente a mí, que acababa de adoptarla, apenas unas semanas después de la muerte de la joven y hermosa Yamita. José Manuel hizo las pruebas del caso y descartó la leucemia y el sida felinos. Le aplicó una gota de atropina, que le dilató la pupila, y después de unos minutos se asomó largamente a ella. Tampoco encontró nada. Estaba en esas cuando le tomó las fotos que reproduzco en este post
El ojo de Madrina. Foto: José Manuel Guzmán
La primera es bellísima: ¿qué paisaje que abre, al fondo de esos tonos de color verde, con un delta de nervios por el que corren las imágenes, las sensaciones y los impulsos? ¿Y la otra, la que copio a continuación? El que carga a la serena Madrina soy yo. 
En mis brazos. Foto: José Manuel Guzmán
El veterinario oftalmólogo le mandó un ungüento, que le apliqué con todos mis cuidados durante poco menos de un mes. Al final, en nuestra última visita, la dio de alta. ¿El diagnóstico final? Una ideopatía, así la llamó. La palabra significa, me explicó de inmediato, que no es posible saber lo que tuvo ni tampoco lo que lo provocó. De hecho, él mismo, después de una prueba algo molesta para la gatita, concluyó que su producción de lágrimas ni siquiera es anormal. 
Foto: FF
Afortunadamente, el problema no ha vuelto a presentarse. Los ojos de Madrina, sobre todo por la noche, son llorosos como han sido siempre ("ojos manantiales", los llama bellamente Cervantes en un pasaje del segundo Quijote). Algunas noches vemos brotar aquella gota libre, ancha, que le empapa el rostro y le resbala suavemente por el abrigo. Ella se limpia, ayudada de la mano del mismo lado: la lame y se la pasa por el ojo izquierdo. No le da importancia. Así, una y otra vez. Se limpia el rostro y vuelve a adormecerse, confiada, en perfecta tranquilidad.

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Foto: FF
La foto que abre este post es de José Manuel Guzmán, médico veterinario especialista en oftalmología felina. 

Más sobre Madrina en este blog:
Primeras fotos, http://bit.ly/2nR7hpZ
Fotos recientes, http://bit.ly/2xZvMCT

Más sobre gatos en Siglo en la brisa:
A una dama muy enemiga de gatos, http://bit.ly/2tx78XI
La Gatomaquia de Vicente Rojo, http://bit.ly/2r2lLSu
Álbum de Isolda, http://bit.ly/2qTLwar
El gato de Octavio Paz, http://bit.ly/9BeKvm

1 comentario:

  1. Gracias por compartir. Es una maravilla dejarme llevar por tu narrativa. Disfrute mucho esta aventura Madrinezca.

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