viernes, 7 de abril de 2017

La palabra más larga de la lengua náhuatl

Durante los últimos años de su vida, Juan Almela regaló algunos libros de su biblioteca a los amigos que acudíamos a visitarlo. Como relataba con irónica resignación, el hijo de una empleada doméstica llamada Natalia (el nombre importa al caso) había sacado copia de la llave de su departamento, y, aprovechando que el poeta ya no vivía allí, porque convalecía en casa de su mujer y su hija menor, se dedicó a saquear lenta pero implacablemente sus libreros.
Juan Almela, en una de las últimas fotos que le hice. Otoño de 2014.
La plática se fue oscureciendo paulatinamente con las listas de los títulos faltantes, conforme Almela se fue dando cuenta del daño. Ensanchando la ironía con elegancia, solía referirse a aquellos libros como parte de una biblioteca que bautizó como Nataliana, un depositorio ubicado en un espacio y un tiempo ideales en el que podrían consultarse todos aquellos volúmenes que lo habían formado como lector y lo habían acompañado a lo largo de los años, y que ahora, cerca de los 80 de su edad, tenía que conformarse con volver a hojear en su extraordinaria (pero ciertamente envejecida) memoria.
Como es natural, también a mí me regaló algunos libros, que conservo con enorme cariño: su ejemplar de Orígenes de las lenguas neolatinas de Carlo Tagliavini, por ejemplo, traducido por él mismo para el Fondo de Cultura Económica; el grueso testimonio sobre la guerra civil española titulado Todos fuimos culpables de Juan Simeón Vidarte, también del Fondo, que si bien nunca leyó completo, como me dijo una vez, hojeó en innumerables ocasiones; unos cuantos tomos, delgados y con imágenes, casi siempre en lengua alemana, sobre ciertos músicos de su predilección: Bartók, Schubert, Debussy…
Como sabía que me interesaba especialmente todo lo que tuviera que ver con las culturas prehispánicas, un día me puso delante, con la idea de que me los llevara conmigo, nada menos que los cinco volúmenes sobre literatura náhuatl de Ángel María Garibay Kintana (tres de ellos de poesía), editados por la UNAM. 
Del Padre Garibay se expresaba con simpatía aunque nunca dejara de señalar algunas peculiaridades de su manera de traducir. Para él, Garibay participaba de esa idealización que ha sido tan perniciosa para nuestra apreciación del pasado indígena (y que no hizo sino empeorar con algunos especialistas que vinieron a continuación). Almela contaba algunos detalles de la peculiar escritura de aquel “camarero secreto del Papa Pío XII”, como afirmaba que Garibay aparecía descrito en una antigua edición de Sepan Cuantos; entre otros, que tenía la costumbre de decir de ciertos temas que aquél no era el lugar donde se ocuparía de ellos, aunque el libro en que leíamos esas palabras llevara como título el del asunto mismo y el volumen abultara las 300 o 400 páginas.
El Padre Garibay. Fuente: internet.
También refería con gracia aquel pasaje en el que Garibay cuenta que el náhuatl es riquísimo en desinencias para dar todos los matices imaginables y para ilustrar esa afirmación ponía el ejemplo de la palabra “viejo”, que podía utilizarse con las más delicadas y misteriosas gradaciones, las equivalentes a viejito, viejecito, viejecillo, vejete, viejitito, viejititito… Para Almela, sin embargo, como siempre que andaba de paso por aquellos territorios lingüísticos, que le eran tan caros, lo peor estaba en los riesgos de considerar como poéticas en sí mismas a ciertas lenguas, entre ellas, por supuesto, las indígenas de México…
En otra ocasión me regaló el Diccionario de la lengua náhuatl o mexicana de Rémi Siméon, editado por Siglo XXI. Noté que me lo ofrecía con un cierto mohín desdeñoso; la cosa se aclaró cuando me dijo, en tanto lo recogía yo de la mesita que teníamos delante y me paseaba por vez primera por sus páginas, que aunque se trata de un diccionario náhuatl-español, es una traducción del francés. Eso le parecía más sospechoso que el hecho de que el libro hubiese sido publicado originalmente en 1885…
Como lo tengo delante, puedo decir con precisión que en México apareció en 1977 bajo el sello de Siglo XXI, traducido por Josefina Oliva de Coll, en una edición al cuidado de Martí Soler. Ciento treinta años después de su primera publicación, aquel diccionario, basado en buena medida en el de Fray Alonso de Molina, sigue siendo una referencia obligada para los estudiosos de los temas mexicanos antiguos, según me confirma mi amigo Leonardo López Luján.
Almela, como sabe todo el que lo trató o ha leído sus libros, fue un gran conocedor de diccionarios y por eso no es raro que tuviera en su biblioteca el volumen de Rémi Siméon (jamás sabremos las razones por las que fue excluido de los fondos que enriquecen la Biblioteca Nataliana). Por un lado, por supuesto, era un especialista del diccionario de la Academia, del que había frecuentado diversas ediciones a lo largo de los muchos años que trabajó en el mundo de las editoriales como corrector de pruebas de imprenta, algunas de cuyas definiciones, modificadas o suprimidas con el tiempo, comentaba y celebraba con humor y entusiasmo eruditos. 
María Moliner.
Fuente: internet.
Si le gustaba consultar el “de uso” de María Moliner (al que él se refería en casa, sin que las razones nunca hubieran estado claras, como “de María Sarmiento”), gravitaba siempre en la charla aquel otro de Louis Tolhausen, un extrañísimo diccionario alemán-español que abunda en definiciones delirantes que lo divertían enormemente, y del que acabó expurgando una larga serie de entradas hasta conformar un divertido y originalísimo volumen que se mantiene inédito.
Pero había una razón más poderosa (y por cierto, más simple) que explicaba que el diccionario de Rémi Siméon estuviera en su poder: Almela fue uno de los tres empleados de la editorial Siglo XXI que leyó el libro en pruebas, lo que hizo que acabara por conocerlo a detalle, y por último, incluso, que hubiera merecido el honor de recibir un ejemplar.
De tarde en tarde, a lo largo de los últimos dos o tres años de su vida, en las llamadas telefónicas que intercambiábamos algunas semanas hasta diariamente, Juan me pedía que consultara aquel diccionario para satisfacer algunas dudas que de pronto lo asaltaban, sobre todo en aquellos tiempos en los que, aunque ya no podía leer, su portentosa cabeza no dejaba de ir y venir, entrando y saliendo por los más diversos temas: episodios de su vida pasada, lecturas a veces remotísimas, evocaciones de personajes y situaciones, reflexiones del día a día… Yo emprendía en su nombre aquellas consultas con curiosidad sincera, pero fortuna variable. En una ocasión me preguntó que si ya había advertido yo cuál era la palabra más larga que aparecía en las páginas de aquel diccionario; me hizo la pregunta, desde luego, porque él sí lo sabía, y porque creía con toda la razón que el asunto tenía (y tiene) mucha gracia. Procedió a dictarme la palabra: altepetlatquicaichtequilitzli. Fui a consultar la página que correspondía, y sí, en efecto, ahí estaba. 
Lo más sorprendente es que me la dijo de memoria, por teléfono, con una sola letra fuera de lugar (como puede comprobarse en el pedazo de hoja de papel que reproduzco junto a estas líneas, donde la anoté para acudir a buscarla…)
¿Es la más larga del libro? No lo dudo. Lo que está fuera de toda sospecha es que su significado, “robo de los bienes públicos” (o “malversación”, como recordaba el poeta), coincide perfectamente con una bien enraizada idiosincrasia que no ha dejado de marcar el derrotero patrio.

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Más sobre Juan Almela / Gerardo Deniz en Siglo en la brisa:
La apretada referencialidad de Adrede, http://bit.ly/2jWQq0k
Quince razones para asomarse a De marrashttp://bit.ly/2bmYunI
En sus 80 años (agosto de 2014), http://bit.ly/1sDZm8f
Cómo y cuándo nació el seudónimo, http://bit.ly/1RTMiXd
Una vida con el Fondo de Cultura Económica, 
http://bit.ly/1TNgNSM


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