viernes, 22 de enero de 2016

Antonio Ortuño: entre México y España


Principalmente por causas de tiempo, me resulta imposible dar sitio en la radio a todos los libros que leo y me interesan. Así me sucedió hace poco con la novela Méjico, del talentoso narrador jalisciense Antonio Ortuño. Entre otras razones, y más allá de su punzante narrativa y su impecable factura, el libro me interesa porque explora con inteligencia y verdadero conocimiento de causa las relaciones entre México y España, un tema no precisamente en boga que sigue estando en el centro de mi trabajo. Al frustrarse la conversación al aire, le propuse a Ortuño que me contestara por escrito el siguiente cuestionario. Él accedió amablemente a hacerlo.

Me llama la atención la corrección (perfección, diría) con que utilizas terminologías y glosarios propios del habla española de distintas épocas. ¿Los has estudiado para escribir tu novela o te pertenecen de manera natural, a ti que eres hijo de madre española?
Nunca me he documentado para escribir un texto narrativo. Más bien, escribo sobre asuntos en los que me he interesado con profundidad a lo largo de los años y que, en cierta medida, domino. Crecí en una familia de españoles ya entraditos en años y que hablaban hasta por los codos. Leí mucha literatura española también, tanto del Siglo de Oro como del XX. Ése fue el material.

Si ese conocimiento de la España histórica y contemporánea es, al menos en principio, herencia de tu madre ¿podrías contarme algo de su historia? Finalmente, como dejas ver en la dedicatoria de Méjico, tu novela es una manera de despedirte de ella.
Mi novela es una reverencia a mi madre, por supuesto, y a las historias familiares con las que me formé. Elisa, mi madre, nació en Valencia en 1938, en plena Guerra Civil. La familia no era valenciana sino manchega pero Valencia fue la última plaza de la República en caer y acabaron allí. Mi abuelo estaba en el frente y pudo volver para el parto, que fue complicadísimo: había un bombardeo, la comadrona no quería salir del refugio, tuvieron que sacarla con soldados. La migración a México fue complicada. Mis abuelos eran profesores pero acá no pudieron volver a dar clases. Mi abuelo trabajó en unos laboratorios médicos. La familia llegó a Guadalajara a finales de los cuarenta. Mi madre quiso mucho este país pero nunca dejó de sentirse española, jamás se nacionalizó. Se murió ceceando como una reina. Tuvo una vida durísima, muchas privaciones. Era muy bella y cantaba espléndidamente.    

Resulta inspirador un personaje como el viejo Ramón, que encarna los ideales de su generación, y cuyas enseñanzas están detrás de las aspiraciones e incluso de los actos de los personajes que enfrentan la guerra como una lucha por la justicia y la libertad. Su carácter, tan español, lo hace muy atractivo: se nos presenta como lleno de asperezas y vehemencias pero al mismo tiempo resulta entrañable, sabio y generoso. ¿Puedes hablarme de la genealogía, literaria o biográfica (si es el caso) de ese personaje tan importante para la novela como para aparecer mencionado incluso en la última página?
Un personaje literario tiene rasgos de muchos otros, reales, que uno conoce o a quienes lee. Este Ramón, anarquista y militante, quiere emparentarse un poco con otro Ramón, muy mayor, que es Valle-Inclán, y también, un poco, con Agustín García-Calvo, a quien he leído con gran simpatía durante años. Claro: un personaje de ficción existe en una clave diferente. El lector no tiene por qué pensar en ninguno de ellos.

Me parece que en Méjico hay una denuncia bastante explícita al trato que los comunistas españoles dieron en México a quienes no comulgaban con ellos, en el caso de tu novela a los anarquistas. ¿Es así o me equivoco?
Una de las razones de la derrota de la República (y eso no lo digo yo, sino lo concluyen historiadores como Hugh Thomas y otros) fue la guerra interna que se dio entre comunistas, anarquistas, socialistas y demás familias “populares”. 
Están bien documentadas las “purgas” de los comunistas contra los anarquistas en diferentes momentos, así como las fricciones en el exilio. Hay una visión ecuménica e idealizada que predomina ahora en la que el exilio fue un muestrario de sabios que llegaron del mar, los verdaderos Quetzalcóatl, la gran familia republicana. Nada de eso: venían de acuchillarse unos a otros en muchos casos. Los comunistas fueron bastante salvajes. Claro, la bestialidad del franquismo opacó todo, al final.

Una de las imágenes que más me gustan de la novela es la de Indalecio Prieto, el líder socialista español refugiado en México, saliendo de bañarse del mar de Veracruz como un dios de las aguas (lo llamas incluso “Neptuno”), rodeado de dos muchachas rientes. Al mismo tiempo, no dejas de poner en labios de tu personaje María el apelativo bastante directo de “hijo de puta”. ¿Partes de alguna imagen en concreto, dada por la realidad, o es pura imaginación afortunada? Y más allá de eso, ¿qué te provoca a ti el polémico personaje, que vivió y murió en nuestro país?
Mis tíos (la hermana de mi abuela y su marido) lo vieron salir del mar así, en Veracruz. Ellos pasaban por una situación muy dura (habían pasado por campos de concentración, por Santo Domingo, por mil y un oficios en México) y toparse con Prieto convertido en un rockstar del exilio les resultó demasiado. Mi tía, con quien pude hablar mucho del tema, lo detestaba: contrastaba lo rozagante que estaba Prieto con el hambre que pasaban muchos exiliados. Ahora bien: no trato de emitir una condena histórica contra un hombre que tiene claroscuros sino ilustrar lo que los personajes sienten al verlo aparecer.

Parte de lo más conseguido la novela, a mi modo de ver, es la prosa con que das cuenta de la vida del personaje llamado Concho. Para esos trazos tajantes y violentos, que me parece que demuestran gran maestría, ¿tienes algún modelo que te haya servido de referencia, en la literatura mexicana o en cualquier otra?
Siempre pienso en el Concho como en un personaje faulkneriano, con el salvajismo del entorno y las historias sombrías de la vida rural. Encuentro relación entre la oscuridad del Deep South y las miserias de la vida rural mexicana actual, el campo arrasado por la migración, la miseria, la ignorancia, la explotación y el quiebre absoluto de las viejas promesas revolucionarias, que ya no son sino monigotes oxidados.

¿Por qué decidiste dibujar la putrefacción institucional del México contemporáneo tomando como ejemplo un sindicato ferrocarrilero?
Porque fue un sindicato famoso por combativo e inflexible en sus reivindicaciones y al cual le rompieron el espinazo. Pasamos de los sindicatos combativos a la decadencia de las paraestatales mexicanas, la era de las privatizaciones y el reinado del sindicalismo cooptado. 
Todo un movimiento obrero reducido a una caricatura. Lo que significaba un sindicato para un anarquista de los años treinta no tiene nada que ver con el sindicalismo vasallo, ni con la oficina lacia, con dos vigilantes ebrios y unas mantas del partidazo que se ve ahora en la sección sindical cerca de la que vivo.

Por supuesto, dos de los momentos que más me gustan son las apariciones, evidentes para todo el que conozca nuestra literatura, de Juan Rulfo y de Jorge Ibargüengoitia. ¿Podrías hablarme de la decisión de incluirlos y de la razón de hacerlo en la forma en que lo haces (es decir: sin decir sus nombres aunque citando el título de sus proyectos frustrados y por lo tanto haciendo inequívoca la referencia ellos)?
Es curioso que lo menciones: es casi la primera vez que me preguntan sobre ello. Muchos lectores, incluso lectores profesionales, no reparan en esas referencias, aunque para mí son evidentes. Además de abrir una subtrama que me parecía interesante y divertida, me dio la posibilidad de jugar con la ficción en torno a dos autores que admiro. Al no usar sus nombres traté de diluir la posible pedantería, ese tonito de: “Estoy haciendo un juego culterano, lector, ¿eh? No pierdas de vista lo listo que soy”. Me irrita que esos juegos sean ostentosos.

En el caso de Rulfo, me parece que parodias su forma de ser, por un lado, y por el otro haces una crítica aguda a la manera en la que se ha gestionado su legado y se ha vigilado, con un extraño celo, su imagen. ¿Qué piensas de su caso en concreto? Y ¿por qué te interesa al grado de abordarlo en tu literatura, y hacerlo de manera tan crítica?
Tengo el mayor respeto por la obra de Rulfo y el personaje me es francamente entrañable. No tanto lo demás: la neurosis del manejo “oficial” de su nombre e imagen y el intento de establecer un Rulfo canónico. Pero Rulfo sobrevive a lo que sea. 

Tu decisión de escribir “Méjico” recuerda el recurso de que echó mano Leonardo da Jandra en una de sus novelas; en ella, para reproducir el sonido del habla mexicana cambió todas las “c” y “z” escritas por “s”… ¿Hay algo de eso en tu “j”? ¿Es la jota de la pronunciación e incluso de la escritura de los españoles o el recurso esconde algún otro propósito que se me escapa? Por cierto, todavía en la primera mitad del siglo XX, esa manera de escribir “Méjico” era costumbre propia de la ideología conservadora, como muestra la escritura de un López Velarde. ¿Qué significa que adoptes esa grafía, más allá de los usos y las costumbres de tus personajes?
Bueno, en la “zona mexicana” de la novela no se usa la jota. Se usa en el terreno de los españoles. Me parecía una palabra equidistante a las dos orillas del Atlántico. El nombre de mi país pero escrito por ellos. Y sí, es una palabra provocadora en sí misma. La cantidad de gente que me ha mandado mensajes relacionados con la simple palabra, sin leer aún el libro, mensajes a veces escandalizados, es notable. Me divierte bastante. 

La estructura, que es clara y definida, quiere forzosamente que el último capítulo tenga una preponderancia en la lectura general del libro. Me parece un final optimista, pese a todo. ¿Estás de acuerdo?
Agridulce, en todo caso. La reflexión del narrador, hermana de la del personaje de León, se detiene pero me atrevo a sugerir a dónde iría: a que lo que entendemos como herencia, cultura, historia, pasión, quizá en el fondo no es sino biología y sobrevivimos lo mismo que las amebas, los reptiles y los mamíferos simples que fuimos hace millones de años.

Parecería que, en la relación actual entre literaturas, España y México suceden en orillas más apartadas que nunca. Tu novela representa un puente, en el sentido histórico porque parte de la guerra civil y tiene como personajes a algunos españoles que se refugian en México, pero también en un sentido de actualidad, ya que uno de los descendientes de esos refugiados viaja a la España de este siglo, para huir de la violencia. ¿Conoces otros ejemplos de este género de relación literaria entre ambos países?
Bueno, es una relación con una historia inmensa. Si nos quedamos solo con el siglo XX, con Reyes o Paz, de un lado, y Valle-Inclán y hasta Blasco Ibáñez del otro… Y luego, con el exilio, tantos y tantos autores, formados o por formar. Cernuda, Deniz, Luis Villoro, Garfias (a quien conoció mi madre), Xirau, Segovia. Ahora pareciera que vivimos de espaldas pero aún hay lazos. Vila-Matas es un ejemplo, su condición asumida de discípulo de Pitol. Curiosamente, aunque muchos escritores de mi generación han vivido en España eso se registra poco o nada en lo que escriben. En cambio, obras como las de alguien un poco mayor como Jordi Soler, que he leído con avidez y que fueron fundamentales para que escribiera este libro, están en esa bisagra que tanto me interesa.

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Al pedirle a Ortuño una foto de su madre, Elisa Sahagún, para ilustrar esta entrada de Siglo en la brisa, le cuento que la mía también es española, que a más de cincuenta años de su llegada a Méjico sigue ceceando como el primer día y que también canta espléndidamente. Esto es lo que me responde él: “Mi madre en varias ocasiones manifestó su intención de narrar la historia de algunos episodios de su vida. Tenía para tal efecto una grabadora pequeñita, de reportero. Cuando murió encontramos una cinta puesta en el aparato. No grabó ninguna historia, sino unas diecisiete canciones a capella, entre cuplés, rumbas, zarzuelas, etcétera. No he podido oírlo completo, todavía no. Es muy difícil.”

El retrato de Antonio Ortuño que ilustra este post procede de su página de Facebook; pertenece originalmente a Sin Embargo y es de Francisco Cañedo (http://bit.ly/1CfUOia). El retrato de Juan Rulfo es de Juan Miranda. El de Ibargüengoitia de joven, sorprendido en un bostezo, fue portada de la revista Tierra Adentro cuando yo diría ese programa cultural. Tomo el resto de las imágenes de la red.

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