viernes, 13 de marzo de 2015

Una nota (dos veces) generosa


El próximo 18 de marzo –esto es, el miércoles de la semana entrante– se presentará en la Escuela Mexicana de Escritores (Francisco Sosa 165, Coyoacán) mi libro Contra la fotografía de paisaje. Para calentar el ambiente, me ha parecido oportuno recoger en Siglo en la brisa la reseña del libro que apareció los primeros días de este año en la revista Proceso, firmada por el conocido escritor e investigador literario Alberto Paredes. Como verá quien la lea, su tema es la generosidad, virtud escasísima entre nosotros de la que la nota misma es un ejemplo perfecto.

Un regalo que obliga: dos veces Fernando
Por Alberto Paredes

He leído un librito delicioso en el que una virtud de carácter moral adquiere naturaleza literaria y bibliófila: la generosidad. Regreso sobre cada una de mis afirmaciones: es un libro delicioso en el sentido que estimula apetitos culturales; esto siempre será notable, más aun en una época como ésta en que la mayoría de los escritores en español escriben mal, o al menos con descuido o tosquedad verbal. Librito: un porcentaje nada desdeñable de obras relevantes se encuadernan en pocas páginas. 
Piense Ud. en los casos de Julio Torri, Felisberto Hernández, Augusto Monterroso. No quiero abundar en ejemplos, pues este tipo de obras acierta porque hermana brevedad con modestia: mesura como cualidad y no como cantidad. Por último, generosidad: para con las obras y autores concernidos (es un volumen de ensayos); hacia las palabras (las que lee y con las que escribe). Estoy hablando de Contra la fotografía de paisaje (Magenta-Cnca, 2014) de un autor cuyo nombre es el más afortunado pleonasmo de nuestro tiempo mexicano: Fernando Fernández.
Generosidad en la literatura: los temas del dos veces Fernando son diversos y hasta ajenos entre sí (Proust epistolar, Salvador Elizondo, Felipe Teixidor, Eduardo Casar y un plural etcétera); en cada uno de ellos nuestro autor calza la posición de lector, que no de autor que engulle su tradición, ni de profesor que prepara sus cursos nutricios, tampoco de dómine que imparte juicios y galardones; merced a la discreta magnitud que el autor se confiere, los escritores referidos ocupan amplia dimensión y con esa lente lo que vemos no son los Grandes Temas sino detalles y minucias inherentes a la factura de las palabras. 
Hay quienes dicen que en los detalles está el Buen Dios, otros opinan que es el diablo quien se esconde en los resquicios; lo seguro es que la literatura está en los matices y precisiones y no en los brochazos vehementes (hasta la vehemencia en arte se hace como relojería de oro). Agradezcamos al dos veces Fernando –nombre castizo si los hay– compartirnos su degustación de algunos prodigiosos miligramos (que dirían Pellicer y su discípulo Arreola) literarios, librescos, incluso culteranos. (Placer similar nos proporciona la columna sobre versos, metros, ritmos verbales de David Huerta en la Revista de la UNAM.)
Sólo esta actitud podía ofrecernos una nota que subraye el valor del libro que Claudia Canales armó: Lo que me contó Felipe Teixidor, hombre de libros (1895-1980), mucho debemos en cuanto al cuidado y cultivo de los libros a este bibliómano catalano-mexicano, otro más del club de los discretos. Supongo que el poeta, profesor y prosista Eduardo Casar habrá estado de plácemes en cuanto vio que tan generoso y sensible lector lo tomaba como tema de uno de sus artículos. Fernández muestra la manera en que debemos leer a Casar. 
El artículo sobre Elizondo es ejemplar: desde siempre supimos que Fernández fue y se hizo su alumno, discípulo y joven amigo; la semblanza aquí contenida equilibra al miligramo las dosis de evocación personal, homenaje y recensión sobre uno de sus trabajos, la antología sobre poesía mexicana que sólo el genio de Elizondo atinó a bautizar con la difícil sencillez de Museo poético. La nota de Fernández se rubrica “A la puerta de Salvador Elizondo” –lo que evidencia una vez más su natural discreto.
La entrevista a ese tesoro humano que el exilio republicano nos deparó, llamado Federico Álvarez, es otra forma de poner a los lectores en el umbral y en el tono adecuado para calibrar los dones del escritor, humanista, profesor, hombre de pasiones que es Álvarez.
Recordemos que el Gran Gracián privilegió para siempre la virtud de la discreción: “Prudéncia, juicio y conocimiento con que se distinguen y reconocen las cosas como son, y sirve para el gobierno de las acciones y modo de proceder, eligiendo las más a propósito.” Así, el discreto es hombre “cuerdo y de buen juício, que sabe ponderar y discernir las cosas, y darle a cada una su lugar. 
Viene del verbo Discernir.” Así entonces la sentencia de que “lo que al discreto le obliga, al ignorante le ofende” (Todo esto en el Diccionario de Autoridades). Aplíquense estas difíciles y frágiles virtudes al acto de leer literatura y se entenderá la sustancia que recorre este breve y buen libro que ama la literatura; su generosidad nos deja obligados a ser mejores lectores y escritores. Enhorabuena.

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Esta nota apareció en el número 1992, del 4 de enero de 2015, de la revista Proceso. A la derecha, la página de ese número del semanario político donde se publicó.

Más sobre Alberto Paredes en este blog:
Carta de Proust, el texto y las imágenes, http://bit.ly/1EhIHOq

El retrato de Salvador Elizondo que antecede a la nota de Alberto Paredes es de Rogelio Cuéllar; el de Carlos Pellicer (1937), de Manuel Álvarez Bravo; el de Federico Álvarez, de Javier Narváez. El resto de las imágenes, entre ellas el retrato del escritor uruguayo Felisberto Hernández, proceden de diversas fuentes de internet.

Más sobre Contra la fotografía de paisaje en este blog:
Una propuesta alternativa de imagen de portada, http://bit.ly/1y36XEd
Lo que contiene, http://bit.ly/1C4lc9C

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