Un sobresalto a mitad de camino entre la picardía y la curiosidad más auténtica sacudió a los alumnos de quinto de primaria del Instituto México al salir al primer recreo del año escolar, cuando corrió como un reguero de pólvora la noticia de que en las últimas páginas del libro de ciencias naturales se abordaba ¡por fin! el tema del sexo. Entiéndase la situación de aquellas almas benditas: por más que ya estuviéramos en 1974, en esa escuela no entraban más que hombres, con la consecuencia de que algunos nunca habían visto de cerca a una mujer (lo que por fortuna no era mi caso, que vivía rodeado de madre, hermanas, abuela, tías, primas…).
Con todo lo agradecible que resultara el espíritu científico con que el aparecía abordado el asunto, el libro de texto dejaba fuera lo más importante, que poco o nada tenía que ver con tejidos cavernosos o trompas de Falopio. Ni siquiera con penes o vaginas. Sabiendo todo aquello, como a fin de cuentas se acababa sabiendo, ¿qué había detrás? ¿Qué se podía esperar ante todo aquello tan inexplicable e inquietante? ¿Cómo debía de reaccionarse saludablemente, aun echándose de cabeza al fondo de ello, como de todas formas nos acabaría sucediendo? Un paso en esa dirección hubiera significado un verdadero adelanto pedagógico…
Mi primo, que iba en mi año pero estaba en un salón distinto al mío, me contó cuando nos encontramos en el recreo largo al final de aquella misma semana que uno de sus maestros, quizás al tanto de la inquietud que había en el aire y sin esperar a abril o mayo cuando se suponía que agotaríamos en progresión normal el temario, acababa de adelantarles algunas consideraciones generales, y añadió que si quería podía asomarme al pizarrón en el que quedó el dibujo del que se había servido para aclarar las cosas. Corrí a su salón, me hice sombra con las manos en la ventanita de la puerta, que estaba cerrada, y conseguí asomarme. El recuerdo de lo que vi me sigue ofendiendo casi cuarenta años más tarde:
A mediados de los años setenta, como seguramente había ocurrido en los sesenta y ocurriría en los noventa, y como me temo que más o menos sucede hoy mismo, por más que internet ofrezca la totalidad de las vistas del mundo, simultáneas y sucesivas, desde todos los ángulos posibles, igual que si fuera el aleph, uno tenía que buscar en la calle lo que se negaba en la casa y la escuela. Quizás no la primera vez que vi pornografía pero sí la primera que se me quedó grabada con nitidez fue en primero de secundaria, un día a la salida de clases, cuando estábamos subidos ya en el camión escolar estacionado todavía en el patio que daba a Acoxpa.
Alguien sacó un bolígrafo un poco más ancho de lo normal, que a través de un agujero colocado en uno de sus extremos funcionaba secretamente también como una especie de caleidoscopio en cuyo interior podían verse algunas imágenes. Los cuates se la fueron pasando, con sucesión de exclamaciones, cada una más festiva y exultante. Llegó mi turno. De lo que vi recuerdo una sola imagen —¿o fue una sola imagen lo que vi?—: una chava desnuda, montada en un mamífero humano al que le daba la espalda y por lo tanto quedaba oculto. Como la foto era frontal, lo que se veía era el cuerpo de ella, con rostro en éxtasis y pechos erguidos y generosos, con el sexo de él hundido en su sexo. Por más que teorizara lo suficiente para mis doce o trece años, me sorprendió vivamente que las cosas pudieran arreglarse para suceder de esa manera.
No mucho después me aficioné a las literaturas alusivas. Faltaba más. Si en la casa de mis padres no había una biblioteca en forma, en ella podían hacerse con toda tranquilidad lecturas inquietantes. Por ejemplo Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis (Mortiz, 1967). Yo no tenía ni idea del estúpido episodio que provocó el Presidente en turno cuando lo publicó por vez primera el Fondo de Cultura Económica… A mi casa, por suerte, no llegaban ese tipo de noticias. Yo tenía ubicados los pasajes más inspiradores, aunque ahora el único que recuerde sea un coito intempestivo debajo de un puesto de mercado público. Pero había que andar muchas páginas para llegar a las interesantes y el viaje era triste y con frecuencia lleno de situaciones cabronas y violentas. Digamos que la Gran Familia mexicana, para utilizar una frase de la cínica Televisa, aparecía en aquellas páginas con todo el esplendor de su ofensiva ignorancia, adornada de incestos, violaciones, estupros… Y yo, aunque fuera buscando otra cosa, no dejaba de darme cuenta.
También en casa podía leerse El último tango en París de Robert Alley (Grijalbo, 1975), una versión novelada del guión de la película de Bertolucci que por cierto ya no sé dónde quedó, con aquella engañosa portada en colores difuminados que hacía más apetecibles, por lo menos a quienes estábamos en el secreto, la crudeza de algunos pasajes sexuales. Esa fue quizás la primera vez que leí con toda claridad cómo eran las cosas, y al menos en algún sentido hasta dónde podían llevarse. La edición tenía algunas páginas en papel couché con fotogramas de la película, y era delicioso admirar la desnudez de aquella mujer inquietante y bellísima que era María Schneider.
Un libro que tampoco sobrevivió en la biblioteca familiar se llamaba Los españoles y el sexto mandamiento de Joaquín Latorre (Ediciones 29, 1972).
Entre otros “casos” que no recuerdo, contaba el de un chiflado que anhelaba convertirse en novelista y que todos los días decía en su casa que iba a una oficina cuando en realidad pasaba las horas sin hacer nada sentado en la banca de un parque público. Su vida giraba alrededor de la posibilidad de quedarse a solas en casa, en cuyo caso, con un alborozo que se le salía por todos los poros del cuerpo, corría a introducirse gozosamente una bola por el ano, lo que como se comprenderá me producía bastante desconcierto.
Para contrarrestar las malas compañías había en casa todavía un libro más, en apariencia serio: El mono desnudo de Desmond Morris (Plaza y Janés, 1971). Nunca se me olvidó aquel razonamiento, no sé si probado, de que algunos simios presentan en el rostro (nótese el conato de escalada científica que experimenta de pronto mi lenguaje) los mismos dibujos y colores que tienen en los genitales. O aquellas descripciones, no dudo que técnicas, del pene humano, el cual por cierto no penetraba nada sino que “se insertaba”. El problema es que el capítulo dedicado al sexo, en realidad el único que me interesaba, por lo menos al hombre de trece o catorce años en que yo me había convertido, no ofrecía explicaciones de interés. La falta de noticias confiables sobre el tema alcanzaba el colmo al leer las primeras palabras de ese capítulo: “Sexualmente, el mono desnudo se encuentra hoy en día en una situación confusa…”.
Nunca leí con gusto aquel libro y si al menos en parte luego me reconcilié con su autor fue porque un día encontré en una librería de viejo otra obra suya, ésa sí legible y útil, llamada Guía para comprender a los gatos (Emecé Mexicana, 1988). Mi ejemplar, de segunda mano, tiene una dedicatoria con pluma, que dice: “Para mi hijo César, con remota esperanza de que esta obra le ayude a educar a una tal Lola, evitándome cometer un día un penosísimo gaticidio. Luis. Dic-88.” Con el libro extraviado por el mundo, no quiero ni imaginarme el paradero de aquella malhadada Lola.
Pero mi caso, con toda aquella desorientación, era infinitamente preferible al de mi amigo Alfredo, hijo de un subsecretario de estado y una diputada, siempre priistas. En cuanto le hablé del libro fue a buscarlo a la biblioteca de su casa, en donde —gracias a su éxito generalizado— estaba. Pero su decepción fue grande cuando se dio cuenta de que una mano anónima, con toda previsión, había arrancado las páginas donde alguna vez estuvo el infame capítulo.
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Más sobre libros y lectura en este blog:
Un paseo por Donceles, http://bit.ly/dkkFRR
Lecturas setenteras, http://bit.ly/nXOb4c
Lecturas españolas, http://bit.ly/eNXK9W
Brevísima ornitología de El barón rampante, http://bit.ly/odxfD0
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música de fondo: http://youtu.be/NPhRC_lQFD0
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