Casi desde siempre fui aficionado a la arquitectura; en el fondo estaba, claro, la profesión paterna: cuando era niño, yo, que pasaba largas horas en las obras en construcción, que reconocía como familiar el aroma húmedo del concreto recién colado, que subía con mal aprendida pericia las tablas improvisadas como escaleras —que no pocas veces salvaban claros de verdadero espanto—, y que hasta sabía el significado de palabras como mezcla o polín, cimbra o chambrana, decía a quien quisiera oírlo que de grande iba a ser arquitecto, como mi padre. Pero cuando hubo que decidir carrera, a pesar de mi vocación editorial y literaria, no lo dudé y me inscribí en la Facultad… de Derecho.
Ya no culpo, como hice durante algún tiempo, a los maristas de una decisión que fue sólo mía, pero es cierto que no alentaban como se debe las vocaciones relacionadas con el humanismo y las artes. Si en el caso de mi amigo Sergio, hijo de un conocido penalista, la decisión de estudiar leyes era comprensible, y desde cierto punto de vista hasta deseable, en el mío no podía serlo entre otras razones porque jamás de los jamases, vaya, desde el mismo génesis y aun antes, en ninguno de los dos lados de mi familia hubo nunca ni la sombra siquiera de abogados.
El restaurante acababa de ser acondicionado en un club deportivo familiar que el arquitecto ruso Vladimir Kaspé (Harbin, Manchuria, 1910) había construido en 1955 en la calle de Aristóteles, en la colonia Polanco, por lo que nuestra visita tenía el propósito de pedir un par de estupendos platos de cocochas en salsa verde, y luego, satisfactoriamente comidos y bebidos, apreciar con calma el interior del edificio. Mi padre y yo éramos dados por entonces a detenernos aquí y allá a contemplar obras arquitectónicas. Todavía antes, en 1983, lo había acompañado a una expedición de un día por el estado de Morelos organizada por los arquitectos de la generación 54 (la suya, que fue la que inauguró CU) para hacer una visita guiada por algunas obras significativas del siglo XVI. No exagero si digo que aquella jornada resplandece en mi recuerdo como una de las más felices de mi vida.
Por vez primera pude admirar, escuchando a algunos expertos en la materia, delante de algunos de los mejores ejemplos posibles, las fachadas planas y desnudas, los atrios amplios, las capillas abiertas y las cornisas almenadas, las capillas posas y los contrafuertes característicos de la arquitectura religiosa del siglo de la Conquista, que debía de ser lo suficientemente noble como para hacer de ella la sede de la evangelización, pero también lo suficientemente resguardada en zonas apenas conquistadas que podían representar cierto peligro para sus habitantes. A la mitad del recorrido hicimos un alto para comer en Yecapixtla, donde, luego lo supe, y si la memoria no me falla, había nacido la madre de Sor Juana, y algún tiempo atrás, poco antes de la caída de México-Tenochtitlan, la sangre había puesto rojos los ríos según el relato de Gómara que tanto indignó a Bernal.
Aquel mismo día de hace treinta años, de regreso a la ciudad de México, confisqué en casa el ejemplar del libro clásico Arquitectura mexicana del siglo XVI (FCE, 1982) de Georges Kubler, con idéntico entusiasmo, por cierto, con que he gozado estos días la aparición de la monografía sobre el mismo tema editada lujosamente por Taurus que reúne los trabajos de varias décadas de Juan Benito Artigas, un viejo conocido de mi padre.
Por vez primera pude admirar, escuchando a algunos expertos en la materia, delante de algunos de los mejores ejemplos posibles, las fachadas planas y desnudas, los atrios amplios, las capillas abiertas y las cornisas almenadas, las capillas posas y los contrafuertes característicos de la arquitectura religiosa del siglo de la Conquista, que debía de ser lo suficientemente noble como para hacer de ella la sede de la evangelización, pero también lo suficientemente resguardada en zonas apenas conquistadas que podían representar cierto peligro para sus habitantes. A la mitad del recorrido hicimos un alto para comer en Yecapixtla, donde, luego lo supe, y si la memoria no me falla, había nacido la madre de Sor Juana, y algún tiempo atrás, poco antes de la caída de México-Tenochtitlan, la sangre había puesto rojos los ríos según el relato de Gómara que tanto indignó a Bernal.
Aquel mismo día de hace treinta años, de regreso a la ciudad de México, confisqué en casa el ejemplar del libro clásico Arquitectura mexicana del siglo XVI (FCE, 1982) de Georges Kubler, con idéntico entusiasmo, por cierto, con que he gozado estos días la aparición de la monografía sobre el mismo tema editada lujosamente por Taurus que reúne los trabajos de varias décadas de Juan Benito Artigas, un viejo conocido de mi padre.
En cuanto supe de Kaspé me dediqué a visitar, ya por mi lado, cuanto edificio suyo se me puso a tiro, para lo que me fue de gran utilidad el estudio que consagró a su obra Louise Noelle, Vladimir Kaspé. Reflexión y compromiso (Universidad de La Salle, 1995).
Confieso que intenté enamorar a alguna muchacha, por supuesto que infructuosamente, haciéndole el recorrido por algunas obras kaspianas, y así, estacionados en la calle de Homero, mirando hacia las vías del tren, pasamos un par de horas delante de la bellísima perspectiva del Liceo Franco Mexicano (1950-1958), que se mantiene soberbio más de medio siglo después de haber sido construido. Más a mano, sobre la mismísima Plaza de Uruguay, en el parque público a unos pasos del metro Polanco donde aprendí a caminar, hay otra obra suya, es verdad que menos afortunada, originalmente un centro de educación física que aloja actualmente al Consejo Británico. Otro ejemplo es el edificio de departamentos que está en la esquina de Platón y Dickens (1958), cuya fachada, vista desde cierto ángulo, delata los conocimientos musicales de su autor y parece que vibra con movimientos de danza…
O en la esquina de Miguel Ángel de Quevedo y Universidad, donde, con riesgo de perder la vida entre los coches que pasaban como bólidos, la tarde de un sábado estuve contemplando desde diversos ángulos el edificio de los Laboratorios del Grupo Roussel (1962). Mucho de ello más o menos retocado, acondicionado a necesidades más recientes, en algunos casos echado a perder… Mi padre mismo remodeló una casa de su antiguo maestro en las Lomas, pero que ya estaba muy dañada a causa de todo género de modificaciones y que hoy ha sido convertida en salón de belleza.
Quizás mi preferido de todos los suyos sea el edificio donde Kaspé vivió hasta su muerte y en el que tuvo su estudio, en la calle de Rubén Darío (1947-1949), una obra relativamente temprana que combina las lecciones aprendidas en París, poco antes de emigrar a México en 1942 huyendo de la Europa nazi, y los materiales nativos a los que con sabiduría se adaptó de inmediato.
Confieso que intenté enamorar a alguna muchacha, por supuesto que infructuosamente, haciéndole el recorrido por algunas obras kaspianas, y así, estacionados en la calle de Homero, mirando hacia las vías del tren, pasamos un par de horas delante de la bellísima perspectiva del Liceo Franco Mexicano (1950-1958), que se mantiene soberbio más de medio siglo después de haber sido construido. Más a mano, sobre la mismísima Plaza de Uruguay, en el parque público a unos pasos del metro Polanco donde aprendí a caminar, hay otra obra suya, es verdad que menos afortunada, originalmente un centro de educación física que aloja actualmente al Consejo Británico. Otro ejemplo es el edificio de departamentos que está en la esquina de Platón y Dickens (1958), cuya fachada, vista desde cierto ángulo, delata los conocimientos musicales de su autor y parece que vibra con movimientos de danza…
O en la esquina de Miguel Ángel de Quevedo y Universidad, donde, con riesgo de perder la vida entre los coches que pasaban como bólidos, la tarde de un sábado estuve contemplando desde diversos ángulos el edificio de los Laboratorios del Grupo Roussel (1962). Mucho de ello más o menos retocado, acondicionado a necesidades más recientes, en algunos casos echado a perder… Mi padre mismo remodeló una casa de su antiguo maestro en las Lomas, pero que ya estaba muy dañada a causa de todo género de modificaciones y que hoy ha sido convertida en salón de belleza.
Quizás mi preferido de todos los suyos sea el edificio donde Kaspé vivió hasta su muerte y en el que tuvo su estudio, en la calle de Rubén Darío (1947-1949), una obra relativamente temprana que combina las lecciones aprendidas en París, poco antes de emigrar a México en 1942 huyendo de la Europa nazi, y los materiales nativos a los que con sabiduría se adaptó de inmediato.
Desde que en 2007 estalló la polémica, cuando el nombre de Kaspé saltó a los periódicos porque se proyectaba echar abajo una obra suya para poner en su lugar un rascacielos de setenta pisos en el bosque de Chapultepec, me pareció increíble que hubiera una constructora que se hiciera llamar Danhos —que no puedo leer sino “daños”— igual que si fuera una organización del mal sacada de una caricatura.
Con independencia de la naturaleza de la polémica (si el pequeño complejo multifuncional llamado Súper Servicio Lomas, acabado en 1952, que incluye entre otros espacios una gasolinería y un salón de fiestas (!) más adelante convertido en oficinas, es o no una gran obra; si su autor es un grande o no de nuestra arquitectura; si se debería considerar parte del patrimonio cultural del país y en consecuencia defenderlo, etc.), construir un edificio, casi cualquier edificio, desmesurado como el que originalmente se proyectó (véase con bastante detalle en la Wikipedia, http://bit.ly/hpiRwA) o no tanto como el que finalmente se ha permitido para ese lugar, en un rincón de la ciudad más que saturado, es una locura a la que estamos habituados. Lamentablemente, el caso Kaspé es un ejemplo de los excesos constructivos en una ciudad que vive una corrupción salvaje, que todos padecemos y de la que poco o nada se habla. Imposible me parece a estas alturas intentar la defensa de un patrimonio arquitectónico que durante siglos no ha hecho más que echarse abajo para volver a levantarse para… ser destruido una vez más.
Con independencia de la naturaleza de la polémica (si el pequeño complejo multifuncional llamado Súper Servicio Lomas, acabado en 1952, que incluye entre otros espacios una gasolinería y un salón de fiestas (!) más adelante convertido en oficinas, es o no una gran obra; si su autor es un grande o no de nuestra arquitectura; si se debería considerar parte del patrimonio cultural del país y en consecuencia defenderlo, etc.), construir un edificio, casi cualquier edificio, desmesurado como el que originalmente se proyectó (véase con bastante detalle en la Wikipedia, http://bit.ly/hpiRwA) o no tanto como el que finalmente se ha permitido para ese lugar, en un rincón de la ciudad más que saturado, es una locura a la que estamos habituados. Lamentablemente, el caso Kaspé es un ejemplo de los excesos constructivos en una ciudad que vive una corrupción salvaje, que todos padecemos y de la que poco o nada se habla. Imposible me parece a estas alturas intentar la defensa de un patrimonio arquitectónico que durante siglos no ha hecho más que echarse abajo para volver a levantarse para… ser destruido una vez más.
Hace unas semanas se reavivó la polémica pero no la he seguido porque soy pesimista respecto a sus resultados. Leo en el periódico que en el nuevo proyecto está involucrado Teodoro González de León… quien de algún tiempo a esta parte me da la impresión —quizás errónea— de que está demasiado atento a la gloria mundana, lo que no parecería corresponder a la sabiduría de cierta parte de su obra y sus más de ochenta años. También leo, cosa que me provoca una inexplicable tristeza, que en el edificio que se va a hacer en donde estuvo el Súper Servicio Lomas, se planea hacer ¡un museo a Kaspé! Y algo increíble: que la obra se ha detenido para buscar opciones de vialidad y escuchar al vecindario, lo que en este momento, con las licencias concedidas y con los trabajos en curso —y al menos parcialmente echado por tierra el edificio que provocó tanto ruido—, no parece sino una farsa…
Los lectores más perspicaces de Siglo en la brisa ya se habrán dado cuenta de que este melancólico post no tiene otro objeto que justificar la publicación de las imágenes del trabajo de Vladimir Kaspé —que tomo prestadas de mi ejemplar del libro de Louise Noelle—, y en especial del Súper Servicio Lomas, que se ha convertido en emblema no tanto de la obra de un entrañable maestro que dejó huella en la ciudad de México como del triunfo de la codicia por encima de los intereses comunes (y culturales, sí, aunque para algunos parezca que escribo en chino).
Las fotos son de los años cincuenta, por los días en que el edificio acababa de construirse y son infinitamente más elocuentes que todo lo que pueda yo decir.
Las fotos son de los años cincuenta, por los días en que el edificio acababa de construirse y son infinitamente más elocuentes que todo lo que pueda yo decir.
_______________
Vladimir Kaspé. Reflexión y compromiso de Louise Noelle fue publicado por la Universidad La Salle en 1995.
El retrato de Kaspé es de Alejandro Mendlovic Pasol; las fotos de obra, si entiendo bien el crédito dado en el libro, de Guillermo Zamora. Todas esas imágenes pertenecen al libro de la señora Noelle.
La investigadora Louise Noelle en la red, http://bit.ly/ghNdmF
Sobre la historia del Súper Servicio Lomas, http://bit.ly/gWQm49
Kaspé en la Wikipedia, http://bit.ly/hML5mL
Kaspé en la Wikipedia, http://bit.ly/hML5mL
La foto con Sergio Vela es de 1987 y la tomó nuestro amigo común, el arquitecto Jorge Huft. La imagen a colores corresponde al templo y capilla abierta de Maní, en Yucatán, donde estuve a fines de 2006.
Fergus, precioso post. Me has llevado a la añoranza por un edificio que no conozco y por un arquitecto del que nunca había oido hablar.
ResponderEliminar