domingo, 25 de julio de 2010

El tequila según Gonzalo Celorio

De cuando en cuando me subo al coche y cruzo el Periférico hasta la antigua salida de Picacho, atravieso Fuentes del Pedregal, me interno camino arriba entre unas casas que empiezan a ser menos barrio que pueblo, paso por encima de una vía de tren abandonada, llego a un cementerio, asciendo por una amplia pendiente llena de curvas y topes, llego a otro cementerio, doblo a la derecha en la esquina que señala un altar en la copa de un pequeño árbol, bajo por una calle estrecha que es de doble sentido a pesar de lo que indican los letreros, doblo a la izquierda hacia arriba otra vez por una calle más estrecha y empinada y llena de baches que lleva el imposible nombre de Progreso, todo para abrazar a mi antiguo profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, secretario de la Academia Mexicana de la Lengua, narrador de origen hispanocubano, Gonzalo Celorio.* También, para tomarme con él unos tequilas. 
Siempre me sucede lo mismo: después de ir hasta la punta suroeste del Distrito Federal, cuando llego a San Nicolás Totolapan —que es en ese pueblo donde termina la ciudad por ese lado—, en cuanto mi amigo y yo nos acomodamos cada uno de un lado de la barra que tiene en un rincón de su comedor, cuando lo veo servirme un generoso chorro de tequila en un caballito de cristal de Bohemia y contemplo el collar de burbujas que se hace en la superficie del líquido y lo llevo a la boca y le doy el primer trago, invariablemente pienso que aquél es uno de los momentos que más disfruto en una ciudad en la que el placer relacionado con las personas y los lugares está lleno de dificultades y de escollos.
Si se considera que en marzo Gonzalo cumplió sesenta y dos años, y que estuve en su casa ya como su alumno con grado de amigo el día que celebró los cuarenta, cuando conocí a su madre y a la mayoría de sus once hermanos, puede afirmarse que nuestra amistad se ha prolongado sin ninguna interrupción durante más de dos décadas largas. A la mesa, a solas o entre otros amigos, durante este tiempo hemos compartido todo género de alegrías y tristezas, encuentros y desencuentros, proyectos de viajes, discusiones intensas y a veces agrias sobre ideas, libros o personas... Y con la salvedad de las veces que nos ha tocado coincidir fuera de México, siempre hemos comenzado la conversación brindando con un tequila.
En 1997 le propuse que coordinara una pequeño manual de bebidas alcohólicas para Viceversa. La idea consistía en invitar a algunos escritores a que elaboraran un texto, cada uno de ellos a partir de un cuestionario común y a propósito de una bebida diferente, sobre asuntos como la materia de la que está elaborada, su sabor, la dosis en que ha de consumirse, cómo es la cruda, en qué etapa de la vida conviene beberla o cuáles son sus resonancias literarias o eróticas… Como sucedió varias veces en la historia de la revista (Clausell: la casa de las mil ventanas, Curanderos y chamanes de la sierra mazateca, El Recetario del Quijote…), el plan tenía interés más allá de esa primera publicación y era posible que el dossier acabara convirtiéndose en libro.
Gonzalo, entonces Coordinador de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México, rechazó mi propuesta por exceso de trabajo. Insistí todo lo que pude, varias veces, sin conseguir otro resultado que ése. La última vez que lo hice fue en La Terraza de Cojímar, un famoso restaurante en un pueblo pesquero a las afueras de La Habana; con nosotros estaba nuestro amigo el escritor Hernán Lara Zavala, quien oyó la conversación, se entusiasmó con el proyecto y me propuso tomar la estafeta. Brindamos los tres con un mojito.
Unos meses más tarde, como entrega principal de un número dedicado mayormente a temas gastronómicos (Viceversa, núm. 53, octubre de 1997), apareció una primera Guía del buen bebedor que tres años más tarde, aumentada y corregida siempre bajo la inmejorable coordinación de Hernán, y diseñada brillantemente por Rodrigo Toledo, vio la luz en forma de libro. La nómina de colaboradores incluye entre otros a Francisco Rebolledo (el brandy), Ignacio Solares (la cerveza), Sergio Vela (el champaña), Ernesto de la Peña (el cognac), Sealtiel Alatriste (la ginebra), Vicente Quirarte y Juan García Ponce (el martini), Ulises Torrentera (el mezcal), Armando Jiménez, autor de Picardía mexicana (el pulque), Héctor Aguilar Camín (el ron), Gerardo Deniz (el vodka) y Carlos Montemayor (el whisky)…
Como no cabía esperar otra cosa, Gonzalo se ocupó del tequila. Su sabiduría en el tema, su prosa exquisita y su sentido del humor hacen que su texto sea muy posiblemente lo mejor que se haya escrito sobre esa bebida. Por mi parte, lo he citado tantas veces y en tan diversas ocasiones, casi siempre para ilustrar a los amigos extranjeros acerca de la naturaleza y las propiedades del tequila, que me sé algunos fragmentos de memoria. A casi diez años de la publicación de la Guía del buen bebedor, le he pedido a Gonzalo permiso para volver a publicarlo y celebrar así una amistad que dentro de no mucho cumplirá un cuarto de siglo. A los lectores de este blog les advierto que será difícil volver a llenar un caballito sin acordarse de algunos detalles de este hermoso ensayo.
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El inicio de esta nota es un modesto homenaje a la primera página del ensayo que Celorio leyó en la ceremonia de su ingreso como miembro de número a la Academia Mexicana de la Lengua —una reconstrucción de la capital de México a partir de referencias bibliográficas, en rigor la única manera en que sobreviven las distintas etapas de la historia de una ciudad que desde el momento mismo de su fundación española, en agosto de 1521, no ha conocido más que la destrucción. El ensayo se llama México, ciudad de papel y fue publicado en 1997, con una imagen de Vicente Rojo en la portada, en la colección Marginales de Tusquets Editores. 


EL TEQUILA

por Gonzalo Celorio
El tequila debe su nombre a una población de origen prehispánico, ubicada a poco más de 1200 metros sobre el nivel del mar y a poco menos de 60 kilómetros al noroeste de Guadalajara, capital del Estado de Jalisco. Es cabecera de un municipio que lleva el mismo nombre y en el que se asientan más de 170 poblados pequeños. En esta región crece, desde tiempos precolombinos, un maguey mezcalero de color menos verde que azul, que ha sido bautizado científicamente con el nombre de agave azul tequilana Weber del cual procede el tequila.
Esta planta se da en suelos arcillosos y en un clima semiseco, pues el exceso de agua le es dañino y acaba por pudrirla. De ahí que se siembre en las laderas de los cerros por donde el agua resbala sin que pueda estancarse y de que la orografía de la región parezca peinada de magueyes.
La planta tarda en madurar alrededor de diez años y no es sino hasta entonces cuando se practica “la jima”, que es la acción de deshojarla, sacrificándola, para obtener “la piña” o corazón de la planta del cual nacen las hojas y cuyo peso aproximado es de 30 kilos. Las piñas son tatemadas en horno y de ellas se extrae un mosto que es depositado en tinajas para su fermentación. Una vez fermentado pasa a los alambiques, donde se destila. Así se produce el tequila blanco, que es el de más alta graduación alcohólica. Pero hay otras variantes, que alargan el proceso: el tequila “joven abocado”, que es más suave; el “reposado”, que permanece un par de meses en grandes pipones, y el “añejo”, que se conserva en barricas de encino entre uno y tres años. 
Los buenos tequilas ostentan en su etiqueta la leyenda “100% agave” para diferenciarse de aquellos que utilizan en su producción otros azúcares hasta en un 49%, que es lo permitido por la ley. Recientemente, el tequila cuenta ya con denominación de origen, circunscrita a diversos municipios de cinco estados de la República, a saber: Jalisco, Michoacán, Guanajuato, Nayarit y Tamaulipas.

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Como el tabaco, el tequila se disfruta más de regreso que de ida. No se paladea debajo de la lengua, no se entretiene en la boca, sino que se ingiere de un solo golpe, hasta adentro, y es después, al exhalarse, cuando su espíritu se manifiesta. El tequila es una bebida que se fuma.
Suele acompañarse de tres diminutivos y sus correspondientes posesivos: su sangrita, su limoncito y su salecita. No voy a hablar de la sangrita, que es secundaria y, cuando tiene marca, puede ser tan calamitosa como las viudas que le prestan el nombre de sus difuntos maridos. Se dice que el limón y la sal, según consta en un poema de Efraín Huerta, han de colocarse en la hondonada que se forma, por la parte del dorso de la mano, entre el índice y el pulgar.  
Semejante ritual, bastante pegostioso por cierto, hoy día sólo lo practican quienes no toman tequila habitualmente pero giran instrucciones a los extranjeros que, para sentirse mexicanos en una noche de Garibaldi, optan por cambiar el margarita por un tequila de veras. Hay quienes dicen que el limón debe chuparse antes del trago, para preparar la garganta. Pienso lo contrario. El limón, ya espolvoreado de sal, viene a matizar esa exhalación, ese eructo suave y silencioso, apenas susurrado, que sucede a la ingestión decidida. Para mí, la mejor compañera del tequila, empero, es la cerveza. No hablo de mezclas, Dios me libre, sino de alternancias. La cerveza, con sus levaduras, su efervescencia, sus blanquísimas espumas, teje una red sutil en la que cae el tequila, que siempre da saltos mortales. Además, la cerveza quita la sed. Y la sed es cosa seria. Ay de aquel que sacie con tequila su sed. Recientemente se ha instaurado la práctica lamentable de combinar el tequila con refresco de toronja o de cola. Las mezclas de tequila me parecen abominables pero no se puede desconocer el prestigio del coctel llamado margarita, elaborado con tequila, jugo de limón y unas gotas de cointreau sobre hielo frappé y servido en una copa champañera escarchada de sal.
El tequila es un aperitivo y como tal se toma a mediodía, antes de comer, a menos de que la tarde, como dicen, esté tequilera. Es una bebida que debe contarse con rigor notarial. Nunca hay que tomarse más de tres tequilas (se entiende que dobles, en caballito grande) porque sus efectos son muy rápidos e intensos. El primero serena y tranquiliza; el segundo exalta; el tercero conduce a la frontera de la nostalgia. El cuarto rebasa esa frontera y puede provocar la depresión o recuperar los atributos del segundo, el de la exaltación, y provocar la disputa peleona.
La cruda del tequila es espantosa, como todas las crudas, pero ésta en particular genera una aversión a la bebida misma. Para que la cuña apriete ha de ser del mismo palo, dice el refrán. Ni manera: si se rebasó la dosis, no hay más que volver al tequila, con la alcahuetería maravillosa de una cerveza: un clavo saca a otro clavo.
Últimamente, sobre todo en Guadalajara, suele servirse el tequila en copa coñaquera. Tal actitud seguramente responde al deseo de proporcionarle el prestigio del coñac. No está mal porque el tequila lo merece, pero a mí me gusta servido en caballito. Para que galope.

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De un tiempo a esta parte, han proliferado las marcas de tequila y sus coleccionistas. Algunas marcas son muy afortunadas y acaso tengan más valor literario que etílico, como el Suave patria, que ostenta en su etiqueta tricolor, realzada en oros heráldicos, un águila porfiriana. Lástima de la omisión del artículo, aunque, aun sin él, puede beberse con “una épica sordina”. El Caballito cerrero, que, por ser del cerro, no usa Herradura —fábrica de la que procedió y de la cual acabó por independizarse. El Centinela imperial —que cuida el sueño del emperador. Pero yo sólo bebo Herradura blanco de 46°. 
Conozco el proceso de su elaboración, desde la siembra del hijuelo hasta el alambique. He tenido el privilegio, gracias a la generosidad de mis amigos Marieta y Javier Portilla, de jimar el agave en el rancho de San José del Refugio en Amatitán, de presenciar la horneada de las piñas, de ver su desgarramiento, de oler el mosto, que huele a cruda, y advertir su fermentación natural y de perderme en los serpentines de sus alambiques hasta que el tequila se rompe —qué verbo maravilloso— a los 46°.
Las propiedades del tequila son muchas y magníficas. El historiador José María Muriá, que ha dedicado buena parte de sus trabajos de investigación precisamente al tequila, cita en un pequeño y muy recomendable libro de divulgación a don Lázaro Pérez, quien destaca en su Estudio sobre el maguey llamado mezcal en el estado de Jalisco, publicado en 1887, las “virtudes de esta bebida que la experiencia tiene confirmadas”:

Despertar el natural apetito de los alimentos, en las personas que por alguna causa lo han perdido; favorecer las digestiones difíciles; tonificar las funciones gástricas; tener una acción real en aquellas enfermedades en que la atonía hace el principal papel y en las dispepsias que, a menudo son rebeldes a todos los agentes conocidos de la Terapéutica; [...] vigorizar las funciones de la economía debilitadas por la edad; calmar la sed ocasionada por la insolación, propiedad que aprovechan con el mejor éxito muchos caminantes, evitándose así, las enfermedades, a veces de terminación fatal, que sobrevienen cuando para satisfacer aquella imperiosa necesidad, usan del agua natural; atenuar notablemente los efectos que sobre la economía produce en ciertas ocasiones, una extraordinaria baja de temperatura del ambiente; calmar la ingrata sensación del hambre, por espacio de muchas horas, por ser un alimento de los llamados respiratorios; levantar las fuerzas agotadas por un trabajo excesivo; avivar la inteligencia, ahuyentar el fastidio y procurar ilusiones agradables.

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El tequila ha sido más filmado que escrito. O por lo menos es más conocido por la época de oro del cine nacional que por sus alusiones literarias. Todo mundo tiene presentes las imágenes de Pedro Infante, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, apurando el caballito hasta el final o si no, bebiéndolo a pico de botella para animar la confidencia, para amarrar el llanto ocasionado por la mujer perdida, para envalentonar el duelo.


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—¿Qué quieres tomar? —le pregunté a un amigo que llegó a casa un sábado al mediodía. Me respondió con un plural espléndido y peligroso, que anunciaba lluvias y tormentas:
—Tequilas —me dijo.

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Los libros de Gonzalo Celorio (México, 1948) están publicados por Tusquets Editores. Los más recientes son Cánones subversivos, una colección de ensayos sobre literatura hispanoamericana, y Tres lindas cubanas, una conmovedora novela que gira en torno a su madre y sus dos tías maternas, las cuales vivieron tres destinos divergentes marcados por la Revolución Cubana. 

4 comentarios:

  1. Delicioso texto el de Gonzalo Celorio. Estoy totalmente de acuerdo con él en lo del excelente maridaje del tequila y la cerveza, así como en que no pasa nada si se prescinde del limón y la sangrita. Es sumamente atinada su descripción del efecto de cada uno de los tres caballitos que recomienda como límite para el buen disfrute de este destilado (y de cualquier otro, digo yo, que sobrepase los 45º). Es cierto también que tres caballitos, aun acompañados de cerveza, no producen cruda, pero ay de aquél que ahogue penas o celebre una buena conversación con medio litro de este regalo de México al mundo.

    Un abrazo a Fernando y felicitaciones a Gonzalo Celorio por este texto tan disfrutable.

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  2. gracias por el artículo es excelente... en verdad la observacion de que el tequila es más filmado que escrito es muy cierta, y es gracias a estos 'films' que se conoce a nivel mundial, lo cual es buenísimo para asi narrarlo.
    En realidad no hay que explicarlo mucho, solo hay que degustarlo, beberlo, saborearlo, y muy de vez en cuando abusarlo, pero claro, siempre con um buen amigo.
    gracias de nuevo
    suerte

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  3. donde puedo conseguir el libro? lo tuve en mis manos y en un asalto lo perdí.

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