Imagen tomada en el camino hacia la casa de Juan Goytisolo, en Marrakech. |
Medio en
broma, ya que iba a pasar unos días en Marrakech, se me ocurrió preguntarle a Brenda
Escobedo, en cuyo departamento madrileño estaba hospedándome, si no necesitaba
enviarle alguna cosa a Juan Goytisolo. Mi amiga acababa de contarme que unos
meses atrás, cuando preparaba con el actor y director teatral José Luis Gómez
la dramaturgia de La Celestina para
el Teatro de la Abadía, ella y él habían entrevistado al notable escritor, que estaba de paso por la capital española. José Luis Gómez y Brenda Escobedo estaban interesados en las opiniones
de Goytisolo sobre la extraordinaria obra de Fernando de Rojas (1499) ya que
pretendían montar una Celestina respetuosa en lo posible de sus significados
más profundos.
El gran actor español José Luis Gómez, director del Teatro de la Abadía y académico de la lengua, caracterizado como Celestina. |
Para mi
divertida sorpresa, Brenda me contestó que sí; el programa de lujo de la puesta
en escena había sido publicado, sin bien sin la entrevista a Goytisolo –que al
final no encontró espacio–, y mi amiga me extendía un sobre con un ejemplar
para entregárselo a él. Así, de repente, me vi con un encargo para el novelista, desde
hace un par de décadas largas vecino de la ciudad marroquí.
Con Brenda y Jesús, mi primera tarde en Madrid, el 13 de octubre de 2016, frente al Jardín Botánico. |
Según me
contó Jesús Cañete, compañero de Brenda y responsable de las actividades que se
organizan todos los años para la entrega del Premio Cervantes, Goytisolo, a
quien él había visitado hacía no mucho para ultimar detalles de la exposición
sobre su vida y su obra que se abrió en Alcalá de Henares cuando le fue
entregado el premio, pasaba las mañanas sentado a una mesa del Café de Francia,
uno de los más visibles de la plaza de Xemaá El Fná, leyendo la prensa
extranjera.
Imagen tomada de internet. |
Un muchacho
moreno, de cabellos crespos y ojos saltones y vidriosos, que parecía luchar
contras los estropicios causados por una ingesta alcohólica de la víspera, se
alzó como un resorte de la mesa en donde estaba sentado para decirme que él
podía conducirme a la casa de “don Huan”. Olvidándose del té de menta que
acababan de servirle y pidiéndome con vehementes ademanes que lo siguiera, se introdujo en el café, que abandonamos en tres o cuatro zancadas por una puerta que daba a una calle
lateral.
Caminamos unas
cuantas calles, él delante de mí unos cinco metros o seis metros, y yo tratando
de seguirle el paso entre esa multitud variopinta e intensa que a todas horas
llena las calles de la ciudad. De cuando en cuando apretaba yo el paso y le
daba alcance; cuando eso ocurría, mi guía repentino renovaba las promesas de
que daríamos fácilmente con “Huan”.
En una de esas ocasiones me dijo que me estaba
llevando a un café cuyo dueño era como un hijo del novelista, o al menos eso fue lo
que yo le entendí. En el café, sin embargo, el empleado, cuestionado como lo fue
en lengua árabe, pareció decir que no sabía por quién lo estaban interrogando,
a lo que mi guía hizo los ademanes que intentaban hacer alguna descripción
física; de inmediato, sin embargo, me pareció a mí que aquellos gestos que dibujaban
a un hombre gordo y de bigote, de ninguna manera coincidían con las señas de
Juan Goytisolo.
Por suerte,
otro individuo, que estaba en la calle y que vio el revuelo que estaba causando
mi guía, intervino en español para decirnos que él sabía exactamente donde estaba
la casa de la persona por la que preguntábamos. Con naturalidad, volviendo al
árabe, le explicó al muchacho que me guiaba por dónde había que ir para dar con
la calle y portal.
De esa
manera, reanudamos la marcha. (Ilustro este post
con las imágenes que hice más tarde, de la ruta que tomamos hasta llegar a
nuestra meta.) Después de doblar dos o tres calles, llegamos a esquina en la
que se anunciaba un hamman;
penetramos por allí a uno de esos laberintos que invariablemente se crean en
las calles interiores de la medina, y anduvimos al lado de uno de esos muros
que constituyen las paredes de las casas, y que, como bien explica Canetti en
su precioso libro sobre Marrakech, no parecen sino pequeñas murallas.
Mi guía,
siempre en francés, me explicó que todo lo que alcanzáramos a ver de ese lado,
era propiedad de “Huan”. Por fin, nos detuvimos delante de una pequeña puerta
del lado izquierdo, cerca de una más, que mostraba el número 34. Si estábamos
tocando en la puerta pequeña y no en la más grande, un poco más allá, siempre
del mismo lado, era porque, según dijo mi guía con un súbito conocimiento
preciso, Goytisolo prefería habitar la casa que ocultaba la pequeña puerta a la
que habíamos tocado.
Nos abrió
una mujer de aspecto agradable, pero sólo para indicarnos que el señor no
estaba allí sino en la casa que se abría a la puerta grande. Tocamos, por fin, en
el número 34.
Unos momentos después apareció un hombre de lentes oscuros, de
tamaño considerable y aspecto solemne y no precisamente amistoso, al que le
dije que estaba interesado en saludar al señor Goytisolo. No dije más. Entrecerró
la puerta diciendo que esperara allí. Volvió dos minutos más tarde, y abrió la
puerta de par en par.
Di un billete
a mi guía, que dijo, con su característica vehemencia, que no era necesario pero al mismo tiempo alargó la mano
con una sonrisa desdentada y carismática, e ingresé a la casa por el zaguán. Doblé
a la derecha y entré en un pasillo, siempre detrás del gran hombre, y casi de
inmediato salí a un patio, esta vez a la izquierda. No pude ver el patio como
me hubiera gustado porque de inmediato lo crucé de manera sesgada a la
derecha y vi por fin, delante de mí, a Goytisolo, en el interior de un cuarto que
tenía las puertas abiertas, sentado en un sillón bajo y sosteniendo un libro
abierto sobre las piernas.
Me llamó la
atención la belleza de sus ojos de color oliva, cansados y melancólicos, con
que veía hacia mí, de manera fija e inquisitiva. Hasta ahora no había pronunciado
los nombres de José Luis Gómez o Brenda Escobedo, ni tampoco había necesitado
acudir al poderoso efecto de la
palabra “Celestina”. A todo ello iba a ser sensible Goytisolo y bien puedo
decir que no me equivoqué porque, una vez que empezamos a conversar, yo con mi
nerviosismo acostumbrado, él con parsimonia impasable y desengaño evidente, con
el sobre de papel manila en las manos y los ojos siempre posados en mí, con fijeza y melancolía, quedamos citados para la tarde, previa llamada
telefónica de confirmación, en un café de la plaza de Xemaá El Fná. En efecto: nos vimos esa tarde, aunque no a las cuatro y media, como él propuso primero, sino a
las seis. Pero se me ha acabado el espacio y debo posponer el relato del interesantísimo
encuentro para una futura entrega de este blog.
____________________________
Las fotos
de este post son mías, excepto la que retrata al escritor español, que es de Bernardo Pérez, fotógrafo del diario El País, y que tomo prestada de http://bit.ly/1uTqB2k. Tampoco es mía la que acompaña esta nota y en la que aparezco delante de la puerta de Goytiloso, que es de Lola G. Zapico. Este post está dedicado a ella y a Xavier Pascual Aguilar, quienes vivieron conmigo la aventura que se cuenta en ésta y una siguiente entrega de Siglo en la brisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario