A fines
de octubre pasado, tuve la fortuna de visitar Marrakech. Durante cuatro días viví en una
de las ciudades más sorprendentes que he conocido. No vi todo: imposible hacerlo cuando se practica lo contrario a lo que acostumbran algunos conocidos y
familiares, y que bien podría describirse como turismo deportivo.
Curioso,
pero en cuanto me vi en la plaza de Xemaá El Fná, en donde jamás había estado, y
sobre la que nunca había leído nada, supe que ya la había visitado –y
no una sino cuatro o cinco veces: las que he visto hasta la fecha la versión de
1956 de The man who knew too much de
Hitchcock. Al final de la primera secuencia de la película, el doctor McKenna,
interpretado por James Stewart, su mujer y su hijo llegan a la plaza a la que yo
llegaba ahora físicamente por vez primera en persona.
Fotografía de la versión de 1956 de The man who knew too much. A la izquierda, Hitchcock en uno de sus famosos "cameos". |
A las
cuarenta y ocho horas de estar en la medina, y de andar entre los zocos, caminando
por aquellas inacabables y estrechas calle por las que transitan al mismo
tiempo peatones en ambas direcciones, ancianos, mujeres con los rostros
cubiertos, niños –sazonado fuertemente el conjunto por la viveza y la variedad de las vestimentas
(chilabas con capuchas, velos, babuchas y sandalias), y entre ellos, aunque no
parezca posible porque físicamente no hay espacio, motos, vespas y bicicletas,
y de cuando en cuando inmensas cabalgaduras tirando
de sus cargas, burros preferentemente –puntuado el transcurso por la presencia
discreta de los gatos, la mayoría de las veces jóvenes–, uno tiene la sensación
de que la ropa y los zapatos han sido invadidos por una suerte de polvo rojizo,
y los aromas han penetrado nuestras personas al grado de que lo que sudamos (y
pensamos, y soñamos) es parte ya de esa sustancia que lo conforma todo.
Ruido, estrépito, voces, cualquier género de sonidos sobre los que reina, impasible y magnífica, la pasión suprema del comercio... Y de pronto, dando vuelta a una esquina, el silencio más perfecto que hayamos conocido, y que sirve de engañoso hilo de Ariadna que nos conduce sin darnos
cuenta al fondo del laberinto, y del que nos acaba rescatando un hombre joven y sin
dientes, pero lo hace, cuidándose de que sus
intenciones queden claras, porque espera de nosotros unas cuantas monedas.
Café en la Plaza de las Especias. Foto de Xavier Pascual Aguilar. |
Foto de Lola García Zapico |
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