viernes, 16 de diciembre de 2016

Tras la huella de Juan Goytisolo en Marrakech

Imagen tomada en el camino hacia la casa de Juan Goytisolo, en Marrakech.
Medio en broma, ya que iba a pasar unos días en Marrakech, se me ocurrió preguntarle a Brenda Escobedo, en cuyo departamento madrileño estaba hospedándome, si no necesitaba enviarle alguna cosa a Juan Goytisolo. Mi amiga acababa de contarme que unos meses atrás, cuando preparaba con el actor y director teatral José Luis Gómez la dramaturgia de La Celestina para el Teatro de la Abadía, ella y él habían entrevistado al notable escritor, que estaba de paso por la capital española. José Luis Gómez y Brenda Escobedo estaban interesados en las opiniones de Goytisolo sobre la extraordinaria obra de Fernando de Rojas (1499) ya que pretendían montar una Celestina respetuosa en lo posible de sus significados más profundos.
El gran actor español José Luis Gómez, director del Teatro de la Abadía y académico de la lengua, caracterizado como Celestina.
Para mi divertida sorpresa, Brenda me contestó que sí; el programa de lujo de la puesta en escena había sido publicado, sin bien sin la entrevista a Goytisolo –que al final no encontró espacio–, y mi amiga me extendía un sobre con un ejemplar para entregárselo a él. Así, de repente, me vi con un encargo para el novelista, desde hace un par de décadas largas vecino de la ciudad marroquí.
Con Brenda y Jesús, mi primera tarde en Madrid, el
13 de octubre de 2016, frente al Jardín Botánico.
Según me contó Jesús Cañete, compañero de Brenda y responsable de las actividades que se organizan todos los años para la entrega del Premio Cervantes, Goytisolo, a quien él había visitado hacía no mucho para ultimar detalles de la exposición sobre su vida y su obra que se abrió en Alcalá de Henares cuando le fue entregado el premio, pasaba las mañanas sentado a una mesa del Café de Francia, uno de los más visibles de la plaza de Xemaá El Fná, leyendo la prensa extranjera.
Imagen tomada de internet.
Mi primera y segunda mañanas en Marrakech me asomé al café, siempre hacia las once de la mañana, siempre siguiendo las indicaciones de Jesús. Nunca apareció Goytisolo. Para el tercer día, al no haber huella de su presencia, pregunté en francés por él a un mesero, que me informó que “don Juan” (pronunciado el nombre del novelista con una jota aspirada) llevaba al menos seis meses enfermo, y que durante todo ese tiempo no había asomado por el establecimiento. De querer verlo, la única opción era visitarlo en su propia casa.
Un muchacho moreno, de cabellos crespos y ojos saltones y vidriosos, que parecía luchar contras los estropicios causados por una ingesta alcohólica de la víspera, se alzó como un resorte de la mesa en donde estaba sentado para decirme que él podía conducirme a la casa de “don Huan”. Olvidándose del té de menta que acababan de servirle y pidiéndome con vehementes ademanes que lo siguiera, se introdujo en el café, que abandonamos en tres o cuatro zancadas por una puerta que daba a una calle lateral.
Caminamos unas cuantas calles, él delante de mí unos cinco metros o seis metros, y yo tratando de seguirle el paso entre esa multitud variopinta e intensa que a todas horas llena las calles de la ciudad. De cuando en cuando apretaba yo el paso y le daba alcance; cuando eso ocurría, mi guía repentino renovaba las promesas de que daríamos fácilmente con “Huan”. 
En una de esas ocasiones me dijo que me estaba llevando a un café cuyo dueño era como un hijo del novelista, o al menos eso fue lo que yo le entendí. En el café, sin embargo, el empleado, cuestionado como lo fue en lengua árabe, pareció decir que no sabía por quién lo estaban interrogando, a lo que mi guía hizo los ademanes que intentaban hacer alguna descripción física; de inmediato, sin embargo, me pareció a mí que aquellos gestos que dibujaban a un hombre gordo y de bigote, de ninguna manera coincidían con las señas de Juan Goytisolo.
Por suerte, otro individuo, que estaba en la calle y que vio el revuelo que estaba causando mi guía, intervino en español para decirnos que él sabía exactamente donde estaba la casa de la persona por la que preguntábamos. Con naturalidad, volviendo al árabe, le explicó al muchacho que me guiaba por dónde había que ir para dar con la calle y portal.
De esa manera, reanudamos la marcha. (Ilustro este post con las imágenes que hice más tarde, de la ruta que tomamos hasta llegar a nuestra meta.) Después de doblar dos o tres calles, llegamos a esquina en la que se anunciaba un hamman; penetramos por allí a uno de esos laberintos que invariablemente se crean en las calles interiores de la medina, y anduvimos al lado de uno de esos muros que constituyen las paredes de las casas, y que, como bien explica Canetti en su precioso libro sobre Marrakech, no parecen sino pequeñas murallas.
Mi guía, siempre en francés, me explicó que todo lo que alcanzáramos a ver de ese lado, era propiedad de “Huan”. Por fin, nos detuvimos delante de una pequeña puerta del lado izquierdo, cerca de una más, que mostraba el número 34. Si estábamos tocando en la puerta pequeña y no en la más grande, un poco más allá, siempre del mismo lado, era porque, según dijo mi guía con un súbito conocimiento preciso, Goytisolo prefería habitar la casa que ocultaba la pequeña puerta a la que habíamos tocado.

Nos abrió una mujer de aspecto agradable, pero sólo para indicarnos que el señor no estaba allí sino en la casa que se abría a la puerta grande. Tocamos, por fin, en el número 34. 
Unos momentos después apareció un hombre de lentes oscuros, de tamaño considerable y aspecto solemne y no precisamente amistoso, al que le dije que estaba interesado en saludar al señor Goytisolo. No dije más. Entrecerró la puerta diciendo que esperara allí. Volvió dos minutos más tarde, y abrió la puerta de par en par.
Di un billete a mi guía, que dijo, con su característica vehemencia, que no era necesario pero al mismo tiempo alargó la mano con una sonrisa desdentada y carismática, e ingresé a la casa por el zaguán. Doblé a la derecha y entré en un pasillo, siempre detrás del gran hombre, y casi de inmediato salí a un patio, esta vez a la izquierda. No pude ver el patio como me hubiera gustado porque de inmediato lo crucé de manera sesgada a la derecha y vi por fin, delante de mí, a Goytisolo, en el interior de un cuarto que tenía las puertas abiertas, sentado en un sillón bajo y sosteniendo un libro abierto sobre las piernas.
Me llamó la atención la belleza de sus ojos de color oliva, cansados y melancólicos, con que veía hacia mí, de manera fija e inquisitiva. Hasta ahora no había pronunciado los nombres de José Luis Gómez o Brenda Escobedo, ni tampoco había necesitado acudir al poderoso efecto de la palabra “Celestina”. A todo ello iba a ser sensible Goytisolo y bien puedo decir que no me equivoqué porque, una vez que empezamos a conversar, yo con mi nerviosismo acostumbrado, él con parsimonia impasable y desengaño evidente, con el sobre de papel manila en las manos y los ojos siempre posados en mí, con fijeza y melancolía, quedamos citados para la tarde, previa llamada telefónica de confirmación, en un café de la plaza de Xemaá El Fná. En efecto: nos vimos esa tarde, aunque no a las cuatro y media, como él propuso primero, sino a las seis. Pero se me ha acabado el espacio y debo posponer el relato del interesantísimo encuentro para una futura entrega de este blog.

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Las fotos de este post son mías, excepto la que retrata al escritor español, que es de Bernardo Pérez, fotógrafo del diario El País, y que tomo prestada de http://bit.ly/1uTqB2kTampoco es mía la que acompaña esta nota y en la que aparezco delante de la puerta de Goytiloso, que es de Lola G. Zapico. Este post está dedicado a ella y a Xavier Pascual Aguilar, quienes vivieron conmigo la aventura que se cuenta en ésta y una siguiente entrega de Siglo en la brisa.








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