Descubrí a Enrique Molina en un cassette de la colección Voz
Viva de la UNAM en que el poeta argentino leía una decena de sus poemas más
celebrados (la liga, al calce).
Aunque hace mucho perdí de vista aquel objeto, que para estas
fechas debe de resultar bastante impracticable (y eso que sólo han pasado veinte años…), la pequeña cajita con la cinta en su interior debe de seguir por allí, entre las decenas de cassettes
que conservo –y a los que alguna vez debería de dedicarles una entrega en este blog.
Me recuerdo la mañana de todos los sábados de 1996 o 1997, caminando
por las banquetas de la Plaza de Uruguay, a dos calles del metro Polanco, con
el walk-man conectado a los oídos, escuchando la voz viril, un tanto
impostada y recitativa, de Molina. En cualquier otro caso, esa voz y esa manera
de impostarla me hubieran impedido asomarme siquiera a sus poemas, y así habría sido también en esta ocasión si no fuera
porque algunos de ellos me atraparon de inmediato: sus palabras y
sus ritmos poderosos y singulares, desde luego, pero también la batería incansable de sus imágenes, de una belleza un
tanto tosca, si puedo decirlo así, salpicadas de no pocos ribetes encantadores y hasta fascinantes.
Es lo que me ocurrió con el poema que motiva este post. Lo recuerdo
de cuando en cuando como recordamos los mejores poemas, para acompañar algunos
momentos de nuestras vidas. En el caso de éste, cada vez
que sé que algún amigo va a ser padre (o madre alguna amiga, por
supuesto). Estos días he vuelto a sus versos porque mi amigo el pintor Carlos Clausell, estricto contemporáneo mío, va a serlo, por cierto por primera vez.
¿Qué me gusta de este poema? Más allá de su factura perfecta, sus
eneasílabos rimados de manera un tanto irregular, más allá de todo eso, lo que dice el poeta es muy conmovedor.
La mañana que escribo este post lo comparto por correo con una amiga que me responde de inmediato diciéndome que sus versos le arrancaron unas lágrimas. Molina
nos lleva al tiempo mismo de la vida prenatal ¿Y cómo es la experiencia del no
nacido? Al fondo se escucha un extraño tambor, consolador tanto como terrible:
mientras avanza en la lenta piragua maternal, suena el tam tam del corazón
materno, día y noche (aunque, aclara el poeta, no había día ni había noche…).
Pero no digo más: además de hermoso, el poema es muy elocuente.
La vida
prenatal
Por Enrique Molina
Era el corazón de mi madre
Aquel tam tam de las tinieblas
Aquel temblor sobre mi cráneo
En las membranas de la tierra
(La lenta piragua materna
Un ritmo de espumas en viaje
Una seda de grandes aguas
Donde un suave trópico late)
Día y noche su ceremonia
–No había día ni había noche–
Sólo un hondo país de esponjas
Toda una tribu de tambores
El corazón de un sol orgánico
Un ronco sueño de tejidos
Yo era la magia y era el ídolo
En el fondo de las montañas
Aquel tambor donde golpeaban
Las galaxias y las mareas
Aquella sangre germinada
Por el vino de la Odisea
Vivir en un huevo de llamas
Mezclando la tierra y el cielo
Vivir en el centro del mundo
Sin rostro ni odio ni tiempo
Crecía antiguo en la dulzura
Con astrales ojos de musgo
Yo era un germen lleno de estrellas
Un poder oscuro y terrible
Tu corazón –¡oh madre mía!–
Resonaba como el océano
Batía sus alas salvajes
Su insaciable tambor de fuego
Yo te besaba en las entrañas
Yo me dormía entre tus sueños
En un país de rojas plumas
Era tu carne y tu destierro
El paraíso de tu sangre
La gran promesa de tus brazos
Oía al sol en su corriente:
Tu corazón lleno de pájaros
Aquel tambor de la aventura
Aquel tambor de luna viva
La tierra ardiendo con su grito
Una vida desconocida
Afuera todo era enemigo:
Las uñas las voces el frío
Los días las rosas las uvas
El viento la luz el olvido
Aquel tam tam de las tinieblas
Aquel temblor sobre mi cráneo
En las membranas de la tierra
(La lenta piragua materna
Un ritmo de espumas en viaje
Una seda de grandes aguas
Donde un suave trópico late)
Día y noche su ceremonia
–No había día ni había noche–
Sólo un hondo país de esponjas
Toda una tribu de tambores
El corazón de un sol orgánico
Un ronco sueño de tejidos
Yo era la magia y era el ídolo
En el fondo de las montañas
Aquel tambor donde golpeaban
Las galaxias y las mareas
Aquella sangre germinada
Por el vino de la Odisea
Vivir en un huevo de llamas
Mezclando la tierra y el cielo
Vivir en el centro del mundo
Sin rostro ni odio ni tiempo
Crecía antiguo en la dulzura
Con astrales ojos de musgo
Yo era un germen lleno de estrellas
Un poder oscuro y terrible
Tu corazón –¡oh madre mía!–
Resonaba como el océano
Batía sus alas salvajes
Su insaciable tambor de fuego
Yo te besaba en las entrañas
Yo me dormía entre tus sueños
En un país de rojas plumas
Era tu carne y tu destierro
El paraíso de tu sangre
La gran promesa de tus brazos
Oía al sol en su corriente:
Tu corazón lleno de pájaros
Aquel tambor de la aventura
Aquel tambor de luna viva
La tierra ardiendo con su grito
Una vida desconocida
Afuera todo era enemigo:
Las uñas las voces el frío
Los días las rosas las uvas
El viento la luz el olvido
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La grabación
entera de Enrique Molina (Voz Viva de México, UNAM, 1993) puede
escucharse aquí: www.cecilia.com.mx/molina.htm
El retrato de Molina que acompaña esta entrega lo tomo prestado de la
red, http://bit.ly/1o4kkQy, donde se ofrece
sin crédito de autoría. El primer retrato de Carlos Clausell es de Sebastián Hoffman; el segundo, el que acompaña esta nota, es de mi primo Jose
Álvarez. Los dos fueron hechos en octubre de 2014 nada menos que en Siberia, a donde acudieron los tres a
hacer una película.
Más
poemas preferidos en este blog:
De Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U
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