Me hizo gracia que un poeta mexicano de éxito, a la pregunta de cuáles
eran los libros de poesía que tenía en mayor consideración (“los poemarios [sic] que más quería”), contestara con
una lista de títulos entre los que no hay ni uno siquiera que haya sido escrito
originalmente en español. La provocación que hay en el gesto hubiera sido eficaz
si las consecuencias de su preferencia, compuesta principalmente por
traducciones, no estuvieran a la vista. No me refiero por fuerza al trabajo de
ese escritor, cuya obra conozco apenas, sino a la triste influencia general que
las traducciones han ejercido sobre infinidad de poetas nacionales. La lectura del
artículo, como sea, me hizo plantearme una pregunta parecida. He aquí, en dos
partes, el resultado: una lista de diez libros de poesía que fueron
determinantes para mí.
1. Erótica mía: escribiré en tu espalda, de Saúl Ibargoyen
(Editorial
Signos, México, 1982)
Salido apenas de la preparatoria, donde tuve un mediocre aprendizaje
literario, cayó en mis manos, ya no sé cómo (mi firma en la primera página está
seguida de una fecha misteriosamente precisa: 23 de septiembre de 1983), este tomo
delgaducho, poco más que un folleto, en el que descubrí que la poesía podía
tener la espontaneidad de la conversación. Por esos días tempranísimos,
cuando Sergio Vela y yo hacíamos una revista literaria llamada Revista Ulterior, conseguí contagiar mi
entusiasmo a mi querido amigo y terminamos publicando en ella uno de los poemas
del librito. La soltura prosística de la versificación del poeta uruguayo
exiliado en México, salpicada de vulgaridades que no herían demasiado mi
sensibilidad todavía sin educar, me hicieron imitarlo en una época de expresión
liberadora de la que no sobrevivió ni una línea.
Muy pronto, es verdad, dejaron
de gustarme esos poemas, si es que alguna vez realmente me gustaron, pero nunca
dejé de agradecerles el haberme abierto los ojos a una
expresión suelta como no la había conocido hasta entonces. Un cuarto de
siglo más tarde, poco antes de la muerte de Ibargoyen, cuando coincidí con él
como jurado en un premio de poesía de Bellas Artes, le llevé mi ejemplar de su libro
y le conté mi historia. Aquel día, 2 de octubre de 2009, el poeta dejó su firma
estampada en él.
2. Obras, de Ramón López
Velarde
FCE, México, 1979
(Primera reimpresión de la primera edición de 1971)
No recuerdo cuándo ni de qué modo llegué a López Velarde la primera
vez. Como sea, un día de 1984, recién cumplidos mis veinte años, me vi repentinamente
subido al vagón de un tren camino a Zacatecas, en compañía del amigo que me
había descubierto recientemente a Borges. Íbamos en
peregrinaje gozoso y solemne al país del cielo cruel y la tierra colorada de
López Velarde. En las fotos que conservo del trayecto en tren llevo en las
manos un ejemplar de Cuadrivio, el volumen
de Octavio Paz que incluye su gran ensayo sobre el poeta, que estaba entre los
libros de mi padre.
En tren, camino a Zacatecas. Junio de 1985. Foto de Francisco Javier de la Mora |
Al poco de volver de aquel viaje compré el tomo de sus Obras, editado por José Luis Martínez
para el FCE; fue en la librería de Lecumberri, la vieja prisión hacía no mucho
convertida en Archivo General de la Nación, me parece que durante una visita de
consulta a ciertos fondos coloniales como discípulo de Dolores Bravo Arriaga.
Con los años, López Velarde se convirtió en una de mis máximas querencias, al
grado de que terminé escribiendo un libro sobre su obra, el cual apareció en
2014 (Ni sombra de disturbio, Auieo /
Conaculta). El misterio de unas atmósferas francamente extrañas, el poderío de un
lenguaje con ribetes de fino coloquialismo, virtudes que tardé largos
años en entender, primero, y luego en apreciar en su justa medida, me
permitieron adentrarme en el mundo de un verdadero poeta. Durante la Feria del
Libro de Guadalajara de 2010 compré una nueva edición del libro (segunda
edición, de 1990, impresión de 2004), enriquecida con nuevas erratas (algunas de
las cuales he señalado en mi libro).
3. Antología de los poetas del 27, de José Luis Cano
Espasa Calpe,
Selecciones Austral, tercera edición, Madrid, 1984
Mucho antes que a los poetas del mexicano grupo de Contemporáneos, de
quienes, por cierto, ahora me doy cuenta, no hay un solo libro en esta lista, leí
y admiré a los poetas de la Generación del 27 en este pequeño aunque robusto volumen amarillo
de Selecciones de Austral, uno de los libros que más me acompañaron durante los
años de la primera juventud.
Boleto conservado en las páginas de Antología de los poetas del 27. |
Si en sus páginas conocí a Pedro Salinas o Rafael
Alberti, por mencionar a los dos que al principio más me interesaron, de ellas
salté a los libros de esos poetas determinantes para mí, especialmente a Razón de amor y La voz a ti debida del primero de ellos, y Marinero en tierra —y acaso, sobre todo, La amante— del segundo. La plasticidad del lenguaje y el espíritu de modernidad
que había en los poemas recogidos en ese libro fueron
bebidos por el imberbe lector universitario que descubría una galaxia de
recursos y de ideas que no hicieron sino enriquecer de manera significativa su
primeriza visión de la poesía.
4. Lírica popular antigua, de Margit Frenk Alatorre
UNAM, Colección
Nuestros Clásicos, México, 1966
El salto era previsible: del Alberti de la imitación popular de Marinero en tierra a la genuina lírica
hispánica popular antigua, había solamente un paso. ¿Qué mayor gozo que extraviarse en ese universo
atomizado de minúsculas maravillas que llenan las páginas de esa vieja edición
de los años sesentas que conseguí como saldo por un puñado de pesos, ya no
recuerdo dónde? Años más tarde compré la edición de Cátedra del mismo libro,
desde luego, puesto al día por la propia Margit (quien para entonces ya no añadía
a su nombre el apellido de su marido), pero que, la verdad, jamás he consultado
casi, invitado siempre a volver a las páginas de la edición más antigua.
La gran Margit Frenk, en su casa de Tlalpan. 20 de noviembre de 2015. Foto: FF |
Aquellos
mínimos y felices poemas me animaron a intentar yo mismo, con la perspectiva proporcionada
por Alberti, quien lo había hecho con fortuna desde la adolescencia, algunos experimentos
con la lengua de mi entorno y día, y algunos resultados están ya en la primera
colección de poemas que publiqué, cosa que ocurrió en 1990, en la colección Cuadernos de
Malinalco de Luis Mario Schneider, con el título de El ciclismo y los clásicos (hay una segunda edición, hecha por
Miguel Ángel de la Calleja en 2012). Imposible, al menos para mí, acercarse a
la infinita gracia de aquella poesía en buena medida anónima, en donde vive el
espíritu de la lengua (si existe algo parecido, como debería).
El 20 de noviembre de 2015 visité, en su casa de Tlalpan, a Margit
Frenk; el propósito, entrevistarla sobre El
Quijote para mi programa de radio. Ese día le pedí que plasmara su nombre
en una de las primeras páginas de aquella vieja edición de su precioso libro.
5. Cancionero de Romances viejos, de Margit Frenk
UNAM, Nuestros
Clásicos, tercera edición, México, 1984
Sólo ahora me doy cuenta de que el siguiente libro es también una
edición de Margit Frenk. En mi descargo diré que para entonces, allá, a mis 22
años, aunque estudiaba ya en la Facultad de Filosofía y Letras, yo no tenía ni idea de quién era ella. Además, la edición a la que me
refiero se pierde en mi biblioteca entre otras, por lo menos cinco, dedicadas a
ese género portentoso de poesía en lengua castellana del que me hice asiduo
lector a mediados de la década de 1980. Fue en este preciso ejemplar, ahora
prácticamente roto, en el que estudié por vez primera las extensas tiradas de octosílabos
con rima en los versos pares que llamamos romances, y me di cuenta y gocé intensamente por vez primera de su enorme belleza.
La prueba es que todo el libro está marcado con ese tipo de anotaciones de quien, más que leer, estudia, y va dejándose señales para
volver sin pérdida de tiempo a los lugares específicos que le han impresionado.
Patrones acentuales, recurrencias vocálicas, rimas inusitadas, todo un taller
de escritura poética que resultó extraordinariamente aleccionador, mucho más
que las plúmbeas lecciones que se impartían a unos pasos de donde estaba yo leyendo. Creo recordar que fue en las páginas de este libro donde leí esos versos que tanto me gustaron, “todos son moros astrosos, / moros de poca valía…”, sobre los cuales marqué la recurrencia de la cuarta vocal, siempre acentuada... ¿Y estos otros, que luego recuperé, por razones que no vienen al caso,
en mi libro sobre López Velarde?: “las teticas agudicas / que el brial quieren
romper…”
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