viernes, 24 de mayo de 2019

Alcántara, 1986

Tuvo que ser en su velorio, la noche del 6 de mayo de 2019, en el autorretrato que su hija Martirene colocó en un atril junto a su féretro, cuando lo vi nuevamente como era la primera vez. La prestancia callada, el aire flemático, la silenciosa apostura que me llamaron la atención la tarde de 1986, cuando me lo presentó Jorge Carrión, estaban plasmados en aquel dibujo, fechado exactamente ese año, que puso humanidad y hondura al desangelado salón de Gayosso adonde acababan de traer sus restos.
Un Popocatépetl de Ernesto Alcántara, de los muchos que pintó 
en las últimas décadas de su vida.
Ernesto Alcántara según la lente de su hija, la fotógrafa Martirene Alcántara.
Todo eso estaba todavía en él, aunque de forma más reposada y madura, cuando volví a verlo hace cinco años, más de cinco lustros después de aquel primer encuentro cuando Martirene, a quien yo acababa de conocer, me llevó a visitarlo a Nepantla, en donde Ernesto Alcántara llevaba viviendo al menos un par de décadas largas en retiro de trabajo a la vista siempre del volcán Popocatépetl. Lo triste es que sólo unas semanas más tarde sufrió una caída de la que nunca se recuperó completamente.
Allá en 1986 habíamos coincidido en la sala de Carrión, aquel viejo y apasionado comunista que era padre de mi amiga Camila, y la plática transcurría ruidosa y emocionada como siempre en esa casa salvo por Alcántara, que dibujaba de cara a nosotros en un rincón junto al ventanal que daba a la ciudad, con los ojos clavados en la hoja de papel fabriano. De cuando en cuando alzaba la mirada para copiar un detalle, acaso el ángulo de un objeto, la caída de un párpado, la sombra de una mandíbula barbada. Debo de haberlo encontrado frío y arrogante, o al menos así me lo pareció durante la primera parte del encuentro, que pasó sin decir ni media palabra hiriendo la hoja con trazos nerviosos y veloces. De pronto advertí que me miraba a mí, por un instante sólo, para volver al papel. Me miró dos o tres veces más, siempre de modo fugaz, para clavarse nuevamente en el apunte. Con gesto gracioso, por último, salpicó la hoja con un poco de agua, que tomó con las puntas de los dedos de un vaso que tenía delante. Me extendió el dibujo. Mi sorpresa fue mayúscula: el retrato de mi persona que me ponía delante era perfecto.
Como sin duda Carrión le había dicho en su tono burlón característico que yo decía que era poeta, me representó metido en una toga viril, con una corona de hojas de laurel. Al calce, del lado derecho, dejó consignada la siguiente información, que conservaba, por el modo en que colocó la inicial de su apellido después del año abreviado, un aire de fecha romana remota: “Un joven poeta en 86 A.”.
Pasaron los años, muchos años. Más de un cuarto de siglo. La prueba de que el dibujo me gustó es que lo enmarqué y lo tuve expuesto durante largo tiempo en una pared de mi recámara. Hay una prueba, más rotunda todavía, de cuánto me gustó el retrato: cuando me fui a vivir a España y desmonté mi casa, lo desenmarqué con todo cuidado para conservarlo de la mejor manera posible.
En 2012, Malena Mijares me invitó a escribir sobre la obra de su padre para aquel número monográfico de Artes de México que Alberto Kalach leyó con desilusión porque no incluía ni uno solo dibujo de Carlos Mijares, ni un plano, ni una perspectiva, ni un simple croquis. Como reacción a esa carencia, Kalach me propuso que hiciéramos el libro que contuviera al menos alguna parte de todo aquello esencial que le faltaba al número. En una de las primeras reuniones para concebir y sacar adelante lo que a la postre terminó llamándose Croquis, Carlos Mijares incorporó al grupo de trabajo a quien había hecho las fotografías de aquella entrega de la revista, y así fue como entró en escena Martirene Alcántara. Durante mi segundo encuentro con ella, tuve una extraña revelación: ¿no se apellidaba de ese modo aquel pintor al que había visto una sola vez y de quien yo conservaba, nada menos que desde hacía 26 años, un apunte perfecto? Intenté la descripción de aquel hombre: alto, flemático, con la pipa y el cuaderno de… Martirene me interrumpió: no había que decir nada más: aquél era su padre.
Pronto nos organizamos para ir a visitarlo a su casa de Nepantla, para tomar con él un par de tequilas al aire libre, con el Popo siempre a la vista, conversar sobre Sor Juana o Rembrandt, comer una deliciosa cecina del vecino Yecapixtla, pasear rodeados de sus perros por el bosque aledaño. Sentí que tenía un nuevo amigo a quien, a partir de entonces, podría visitar cuantas veces yo quisiera, para imitar su retiro, buscar su consejo y su conversación —lo cual nunca pudo ocurrir por su casi inmediato accidente. 
Fue poco, muy poco lo que conseguí conversar y convivir con él. Atesoro, desde luego, el recuerdo del gesto que hizo cuando le puse delante, esta vez yo a él, el apunte de 1986, y luego todo lo que a partir de entonces vino aquel memorable fin de semana: las conversaciones sobre pintura y sus viajes a Europa, el recuerdo de Climent, un libro de Soriano Vallès… Y cuanto vi de su obra, desde luego: la serie sobre la Sierra Gorda o el propio volcán Popocatépetl, los retratos de Martirene a lo largo de los años y las esculturas con las cuales fue llenando diversos rincones de su propiedad.
Ernesto Alcántara murió la mañana del lunes 6 de mayo de 2019. Algunos amigos lamentaron de inmediato su fallecimiento. En cuanto se enteró, Mauricio Gómez Morin, por ejemplo, escribió las siguientes palabras en su cuenta de Facebook: “Fueron su calidez humana, su fina sensibilidad, su astucia pictórica y su gran dote dibujística los que influyeron determinantemente en mi decisión vital por la pintura. Aunque lo dejé de ver hace mucho tiempo, su impronta en mi espíritu ha sido imborrable” (8 de mayo de 2019).
Había visto autorretratos de Alcántara de diversas épocas de su vida. Cuando, en su velorio, la noche del primer lunes de mayo, me acerqué a posar la mano en el féretro como una manera de la despedida, me emocionó descubrir que el autorretrato que había mandado colocar Martirene en un atril para dar verdad a la presencia de su vida, estaba fechado, precisamente, en 1986, el año que yo lo conocí, el año que él me dibujó a mí. 
Ahí estaban, intactos, como si no hubiera pasado ni un solo día, la prestancia más que nunca callada, el aire flemático, la silenciosa apostura que me llamaron la atención la inolvidable tarde de 1986 cuando coincidí por vez primera con él en casa de Jorge Carrión. Fue una manera simbólica pero emotiva de decirle adiós, en aquella representación perfecta fechada el año mismo que le dije hola por primera vez.
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"Primero como" leyenda a la entrada
del comedor de la casa
de Alcántara, en Nepantla.
Foto de FF
Salvo el retrato de Alcántara hecho por su hija Martirene, las fotos que ilustran este post son mías.

Más sobre Ernesto y Martirene Alcántara en este blog:
Reencuentro con Alcántara, http://bit.ly/1Q7ANPP
Alcántara, obra escultórica, https://bit.ly/2DYNOuj
Croquis de Carlos Mijares,http://bit.ly/1F5bZ71  
Sobre una escalera de Barragán, http://bit.ly/1Q43fm2  
Un jardín para Luis Barragán, http://bit.ly/2moCVHq  
Atlatlauhcan, http://bit.ly/25jBsUq
Martirene en Nueva York, https://bit.ly/2WG3nOD







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