Tuvo
que ser en su velorio, la noche del 6 de mayo de 2019, en el autorretrato que
su hija Martirene colocó en un atril junto a su féretro, cuando lo vi
nuevamente como era la primera vez. La prestancia callada, el aire flemático, la
silenciosa apostura que me llamaron la atención la tarde de 1986, cuando me lo
presentó Jorge Carrión, estaban plasmados en aquel dibujo, fechado exactamente
ese año, que puso humanidad y hondura al desangelado salón de Gayosso adonde
acababan de traer sus restos.
Un Popocatépetl de Ernesto Alcántara, de los muchos que pintó en las últimas décadas de su vida. |
Ernesto Alcántara según la lente de su hija, la fotógrafa Martirene Alcántara. |
Todo
eso estaba todavía en él, aunque de forma más reposada y madura, cuando
volví a verlo hace cinco años, más de cinco lustros después de aquel
primer encuentro cuando Martirene, a quien yo acababa de conocer, me llevó a
visitarlo a Nepantla, en donde Ernesto Alcántara llevaba viviendo al menos un
par de décadas largas en retiro de trabajo a la vista siempre del volcán
Popocatépetl. Lo triste es que sólo unas semanas más tarde sufrió una caída de
la que nunca se recuperó completamente.
Allá
en 1986 habíamos coincidido en la sala de Carrión, aquel viejo y apasionado
comunista que era padre de mi amiga Camila, y la plática transcurría ruidosa y
emocionada como siempre en esa casa salvo por Alcántara, que dibujaba de cara a
nosotros en un rincón junto al ventanal que daba a la ciudad, con los ojos
clavados en la hoja de papel fabriano. De cuando en cuando alzaba la mirada
para copiar un detalle, acaso el ángulo de un objeto, la caída de un párpado,
la sombra de una mandíbula barbada. Debo de haberlo encontrado frío y arrogante,
o al menos así me lo pareció durante la primera parte del encuentro, que pasó sin decir ni media palabra hiriendo la hoja con trazos nerviosos y veloces. De
pronto advertí que me miraba a mí, por un instante sólo, para volver al papel.
Me miró dos o tres veces más, siempre de modo fugaz, para clavarse nuevamente
en el apunte. Con gesto gracioso, por último, salpicó la hoja con un poco de
agua, que tomó con las puntas de los dedos de un vaso que tenía delante. Me
extendió el dibujo. Mi sorpresa fue mayúscula: el retrato de mi persona que me ponía
delante era perfecto.
Como
sin duda Carrión le había dicho en su tono burlón característico que yo decía
que era poeta, me representó metido en una toga viril, con una corona de hojas de laurel. Al calce, del lado derecho, dejó consignada la siguiente información,
que conservaba, por el modo en que colocó la inicial de su apellido después
del año abreviado, un aire de fecha romana remota: “Un joven poeta en 86 A.”.
Pasaron
los años, muchos años. Más de un cuarto de siglo. La prueba de que el dibujo me
gustó es que lo enmarqué y lo tuve expuesto durante largo tiempo en una pared
de mi recámara. Hay una prueba, más rotunda todavía, de cuánto me gustó el
retrato: cuando me fui a vivir a España y desmonté mi casa, lo desenmarqué con
todo cuidado para conservarlo de la mejor manera posible.
En
2012, Malena Mijares me invitó a escribir sobre la obra de su padre para aquel
número monográfico de Artes de México
que Alberto Kalach leyó con desilusión porque no incluía ni uno solo dibujo de
Carlos Mijares, ni un plano, ni una perspectiva, ni un simple croquis. Como
reacción a esa carencia, Kalach me propuso que hiciéramos el libro que contuviera al
menos alguna parte de todo aquello esencial que le faltaba al número. En una de
las primeras reuniones para concebir y sacar adelante lo que a la
postre terminó llamándose Croquis, Carlos
Mijares incorporó al grupo de trabajo a quien había hecho las fotografías de aquella entrega de la
revista, y así fue como entró en escena Martirene Alcántara. Durante mi segundo
encuentro con ella, tuve una extraña revelación: ¿no se apellidaba de ese modo
aquel pintor al que había visto una sola vez y de quien yo
conservaba, nada menos que desde hacía 26 años, un apunte perfecto? Intenté la
descripción de aquel hombre: alto, flemático, con la pipa y el cuaderno de… Martirene
me interrumpió: no había que decir nada más: aquél era su padre.
Pronto
nos organizamos para ir a visitarlo a su casa de Nepantla, para tomar con él un
par de tequilas al aire libre, con el Popo siempre a la vista, conversar sobre Sor Juana o Rembrandt, comer una deliciosa cecina del vecino Yecapixtla, pasear
rodeados de sus perros por el bosque aledaño. Sentí que tenía un nuevo amigo a
quien, a partir de entonces, podría visitar cuantas veces yo quisiera, para imitar
su retiro, buscar su consejo y su conversación —lo cual nunca pudo ocurrir por su
casi inmediato accidente.
Fue poco, muy poco lo que conseguí conversar y convivir con él. Atesoro,
desde luego, el recuerdo del gesto que hizo cuando le puse delante, esta vez yo
a él, el apunte de 1986, y luego todo lo que a partir de entonces vino aquel
memorable fin de semana: las conversaciones sobre pintura y sus viajes a
Europa, el recuerdo de Climent, un libro de Soriano Vallès… Y cuanto vi de su
obra, desde luego: la serie sobre la Sierra Gorda o el propio volcán Popocatépetl,
los retratos de Martirene a lo largo de los años y las esculturas con las
cuales fue llenando diversos rincones de su propiedad.
Ernesto
Alcántara murió la mañana del lunes 6 de mayo de 2019. Algunos amigos lamentaron de inmediato su fallecimiento. En cuanto se enteró, Mauricio Gómez Morin, por ejemplo, escribió las siguientes palabras en su cuenta
de Facebook: “Fueron su calidez humana, su fina sensibilidad, su
astucia pictórica y su gran dote dibujística los que influyeron
determinantemente en mi decisión vital por la pintura. Aunque lo dejé de ver
hace mucho tiempo, su impronta en mi espíritu ha sido imborrable” (8 de mayo de
2019).
Había
visto autorretratos de Alcántara de diversas épocas de su vida. Cuando,
en su velorio, la noche del primer lunes de mayo, me acerqué a posar la mano en
el féretro como una manera de la despedida, me emocionó descubrir que el
autorretrato que había mandado colocar Martirene en un atril para dar verdad a
la presencia de su vida, estaba fechado, precisamente, en 1986, el año que yo
lo conocí, el año que él me dibujó a mí.
Ahí estaban, intactos, como si no
hubiera pasado ni un solo día, la prestancia más que nunca callada, el aire
flemático, la silenciosa apostura que me llamaron la atención la inolvidable
tarde de 1986 cuando coincidí por vez primera con él en casa de Jorge Carrión. Fue
una manera simbólica pero emotiva de decirle adiós, en aquella
representación perfecta fechada el año mismo que le dije hola por primera vez.
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"Primero como" leyenda a la entrada del comedor de la casa de Alcántara, en Nepantla. Foto de FF |
Salvo el retrato de Alcántara hecho por su hija Martirene, las fotos que ilustran este post son mías.
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