Arrogante de mí: pensé que podría escribir sobre
el volcán nada más traerlo conmigo a mi casa. Como me había propuesto comprar una
obra de Vicente Rojo, dirigí mis pasos hacia una galería de arte. Unas damas circunspectas
exhibieron para mí unas cuantas serigrafías y grabados; cuando vi un soberbio volcán
geométrico, trazado con una mezcla de control y azar armonizados como si fueran
música, decidí que aquello y no otra cosa era lo que estaba buscando: se llamaba “Volcán colorido Z”, era una aguatinta al azúcar fechada
en 2003 y poseía unas dimensiones un tanto mayores a la gráfica que conocía de Vicente (83 por 80 centímetros).
Volví a mi casa seguro de poder escribir algo que explorara la emoción que a golpe
de vista me producían su forma, su colorido, su tamaño.
Verdad de Perogrullo: sin su presencia física,
es imposible valorar el trabajo de los artistas que nos gustan. Es preciso, además,
contar con el espacio, la distancia y la luz –y las variaciones de luz, distancia
y espacio–, todo aquello, en fin, que nos permita conocerlas mejor. Para apreciar la obra de Vicente Rojo necesito algo más que los innumerables libros
que tengo a mano, diseñados o ilustrados por él, o aquellos que se refieren a su labor como artista plástico o diseñador gráfico, incluido el volumen dedicado a hacer
el recuento general de su trayectoria en el mundo del arte y que el propio Vicente,
en un gesto de generosidad característico, me envió, acompañado de un precioso grabado,
en cuanto le conté que pensaba escribir algo sobre el volcán que acababa de traer
a mi casa (Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato, El Colegio
Nacional y Ediciones ERA, 2010). (1)
Y es que una cosa es repasar su trabajo, atomizado en los
cientos de libros diseñados por él a lo largo de las últimas décadas, y otra muy
distinta tener a la vista, dispuestos siempre a los ojos, su fino descernimiento
estético y su perfecto buen gusto.
Tuvo que pasar más tiempo del que yo hubiera creído
para sentirme capaz de penetrar en lo que aquel volcán quería decirme, y todavía
antes debió de ocurrir una serie de pequeñas experiencias relacionadas con los volcanes
como tema plástico. Y es que, sin que haya habido un propósito deliberado o consciente,
durante los últimos años me he rodeado de ellos. Fue primero una hermosa reproducción
de una miniatura de José María Velasco, regalo que me hizo el INBA allá por
2007, cuando acababa yo de regresar a México (“Erupción”, óleo sobre cartón, 14
por 9 centímetros, ca. 1900).
Después, un pequeño óleo pintado en lino por Ernesto
Alcántara, quien durante más de dos décadas ha plasmado el Popocatépetl, a la vista
siempre desde su casa en Nepantla, en todos los formatos a su alcance (véanse las
dos o tres entregas de este blog dedicadas
a mostrar su retiro en el sorjuanesco poblado). De entre los que me fueron ofrecidos,
escogí un maravilloso volcán azul en estado de efervescencia, que da la espalda
al sol del amanecer precisamente como ocurre con el Popo visto desde Nepantla.
Llegó luego uno más: otro Popocatépetl, esta vez
del pintor oaxaqueño Armando García Núñez. No es que lo tenga físicamente conmigo
pero ocupa un lugar destacado en mi memoria (que también tiene paredes, que sirven también para admirar obras de arte): como conté en este espacio, lo vi en Villaviciosa
de Odón, en Madrid, en la casa de mis amigos Antonio Carreira y Teresa Moreno; la
pareja lo adquirió en una tienda de la Zona Rosa y luego propuso al Fondo de Cultura
Económica que fuera la portada de la primera edición en español del libro de Hans
Friedrich Gadow sobre el sur de México, que tradujo ella y él prologó.
Por último, hace cinco semanas, cuando tuve que
atravesar un escollo médico, uno de esos peñascos disimulados a flor de agua en
el fluir de los días, de anestesia general, noche de hospitalización y convalecencia
doméstica, pensé en regalarme un libro, que le entregué, debidamente envuelto para
regalo, a la dueña de mis más escondidos pensamientos pidiéndole que me lo entregara, ella a su vez a mí, al salir yo del quirófano.
Escogí un libro sobre Hokusai editado
por Thames and Hudson (A life in drawing);
mientras escribo, ya recuperado, lo tengo abierto a mi lado en las páginas en las
que se da cuenta cómo y cuándo nacieron esas dos fantásticas series de “imágenes sobre
el mundo flotante” en las que vemos el monte Fuji (volcán al fin), al fondo de los más diversos motivos –que no son sino pretextos para apreciarlo desde las
más singulares perspectivas.
Llego, por fin, al volcán de Vicente. Larga es
la relación de este artista con el tema, como lo demuestran los registros de las exposiciones, los catálogos y los libros; si no es éste el lugar de reseñar esa relación, aprovecharemos
para ver un ejemplo a detalle. Lamento que las fotos que reproduzco con este texto
sean algo peor que malas; me consuela creer que dan una idea de cómo es
mi volcán.
Como puede verse, se trata de una composición geométrica: de abajo para
arriba, en este orden, la figura está formada por un trapecio, un triángulo y un
círculo. Sobre el trapecio, que es ligeramente irregular, se asienta el triángulo
equilátero; de la punta del ápice superior del triángulo sale un círculo que hace
primero un amago de alejamiento a la derecha de quien observa, pero que de inmediato
retorna, fiel a su naturaleza circular, para internarse hacia la mitad del triángulo... sólo para atravesarlo por su parte media y salir nuevamente de él, con línea
curva ascendente.
Sin embargo, en vez de reencontrarse con su punto
de partida original y cerrar de esa forma el círculo en el ápice superior del triángulo, donde se ha originado, se abre ligeramente para encontrarse (y fundirse) con una línea que ha salido de la
cara izquierda del triángulo (siempre desde la posición de quien observa), la cual,
ensayando una ligera curva hacia esa misma dirección, termina por torcerse
hacia el lado opuesto. En cuanto gana altura, la línea que ha salido del lado
izquierdo del triángulo, y que ha recibido la del círculo imperfecto, se dobla
hacia la derecha y transcurre en línea recta y en sentido horizontal… La parte superior de la figura geométrica compuesta aparece salpicada
por una veintena de puntos de colores.
Lo que primero que atrapa la mirada es, por supuesto,
la forma misma de volcán, que se compone de todas las partes de conjunto, en especial
el triángulo, en el corazón mismo del dibujo; su perfección, entre las formas
imperfectas de trapecio y círculo, llama a la felicidad. Luego atrapa la atención
la voluta superior, que hace las veces de humo volcánico, exhalado del “cráter”
y barrido hacia la derecha de quien mira, por un viento que, según la colocación
de la pieza en la pared de mi estudio, sopla del suroeste.
Pronto, sin embargo, la figura del volcán
se oculta, por decirlo así, en el esplendor de los colores: primero, las dos decenas de puntos
rojos, verdes y azules que dan animación al conjunto; no menos que ellos, el
poste rojo que atraviesa de manera vertical el centro del trapecio y que se corta
para reiniciarse un poco más arriba, ya en la superficie del triángulo, cambiado sutilmente del rojo al anaranjado, hasta acabar en forma de “T”.
En el nombre mismo de la aguatinta, “Volcán colorido
Z”, hay una suerte de escamoteo de lo que ocurre en la realidad; porque una vez
que se ha convivido con ella, llega el día en que uno se da cuenta de que lo más
importante de la figura ocurre no en los colores que acaparan nuestra atención inmediatamente
sino ese gris plata elegante, discreto, sabio, que es exactamente en donde en este caso está, me parece a mí, la profunda
impronta de Vicente. Su sobriedad, su buen gusto, incluso su elegancia –si la palabra
proviene de “elegir” y ésta, a su vez, como nos recuerdan quienes saben etimologías, del saber escoger entre unas cosas y otras, colores, figuras, flores, personas, ideas, paisajes, técnicas, voces, formas.
En suma: no son los colores en sí mismos sino el
contrapunto que crean con el gris de la línea básica del dibujo, lo que da emoción
al volcán de Vicente. Vuelvo a la felicidad que mencioné más arriba: la que me proporciona, en la parte superior
del dibujo, la perfección del triángulo, única forma pura entre formas que no lo
son, o que comienzan y que no acaban, víctimas quizás del movimiento que da vida
a la forma.
Tres detalles más: el eco, la reverberación, el contrapunto que se crea entre la línea curva que remata de manera horizontal el poste que parte en dos al trapecio, con la curva gris del círculo, por un lado; por otro, el segundo triángulo, también equilátero, ¡casi perfecto!, que se crea en la parte superior del triángulo principal de la figura. Y algo más, no menos sorprendente: el que tanto el círculo imperfecto como el trazo que sale del lado izquierdo del triángulo, al practicar el mismo movimiento de derecha a izquierda que de inmediato se tuerce hacia el lado contrario, subrayan la voluta que da sensación de vida a la exhalación.
Tres detalles más: el eco, la reverberación, el contrapunto que se crea entre la línea curva que remata de manera horizontal el poste que parte en dos al trapecio, con la curva gris del círculo, por un lado; por otro, el segundo triángulo, también equilátero, ¡casi perfecto!, que se crea en la parte superior del triángulo principal de la figura. Y algo más, no menos sorprendente: el que tanto el círculo imperfecto como el trazo que sale del lado izquierdo del triángulo, al practicar el mismo movimiento de derecha a izquierda que de inmediato se tuerce hacia el lado contrario, subrayan la voluta que da sensación de vida a la exhalación.
Después de un plazo suficiente dedicado a apreciarlo,
de forma atenta o distraída, cuando entro en la regadera, desde donde lo veo mientras
me cae el agua en la cabeza y los hombros; cuando subo las escaleras y pongo los
ojos por encima de la línea horizontal de la mirada; cuando los levanto del libro
para reflexionar en lo que acabo de leer en la página...
Es en el momento en que el gris plata emerge y reasume el papel rector de la pieza, cuando el volcán de Vicente me ha dicho, completa, su verdad. Así, cuando me veo en cualquiera de esas circunstancias y vuelvo a mirarlo, allá, sobrio y espléndido, y todo él vuelve a hablarme con una sola multifacética y colorida voz, es cuando me doy cuenta, por fin, de todo lo que el volcán de Vicente Rojo posee, todo aquello que puedo pedirle a una obra de arte –si el oximoron es tolerable– en toda su volcánica serenidad.
Es en el momento en que el gris plata emerge y reasume el papel rector de la pieza, cuando el volcán de Vicente me ha dicho, completa, su verdad. Así, cuando me veo en cualquiera de esas circunstancias y vuelvo a mirarlo, allá, sobrio y espléndido, y todo él vuelve a hablarme con una sola multifacética y colorida voz, es cuando me doy cuenta, por fin, de todo lo que el volcán de Vicente Rojo posee, todo aquello que puedo pedirle a una obra de arte –si el oximoron es tolerable– en toda su volcánica serenidad.
(1) No sólo eso: cuando, adentrados ya en este
año, acudo a darle un abrazo a un homenaje que le rinde la Universidad,
me dice: “Ven a verme, quiero completar
tus volcanes”. Así, una mañana lo visito en su estudio en Coyoacán: Vicente me regala nada menos que dos nuevas piezas,
dos cráteres resueltos en ese lenguaje geométrico suyo que tanto me entusiasma,
esa complejidad que hay en la simplicidad aparente de las formas geométricas que
me prometen una larga relación de gozo estético y estudio reflexivo.
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Más sobre Vicente Rojo en este blog:
En septiembre de 2013, entrevisté a Vicente Rojo sobre su libro Diario abierto (ERA). Aquí la conversación: http://bit.ly/2eLvtUH
Más sobre artes plásticas en este blog:
Duelo, de Francisco Toledo, http://bit.ly/1Uh1btb
El museo imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/V3ICep
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