Durante
los últimos años de su vida, Juan Almela regaló algunos libros de su biblioteca
a los amigos que acudíamos a visitarlo. Como relataba con irónica resignación, el
hijo de una empleada doméstica llamada Natalia (el nombre importa al caso)
había sacado copia de la llave de su departamento, y, aprovechando que el poeta
ya no vivía allí, porque convalecía en casa de su mujer y su hija menor, se
dedicó a saquear lenta pero implacablemente sus libreros.
Juan Almela, en una de las últimas fotos que le hice. Otoño de 2014. |
La plática
se fue oscureciendo paulatinamente con las listas de los títulos faltantes, conforme
Almela se fue dando cuenta del daño. Ensanchando la ironía con elegancia, solía
referirse a aquellos libros como parte de una biblioteca que bautizó como Nataliana, un depositorio ubicado en un
espacio y un tiempo ideales en el que podrían consultarse todos aquellos volúmenes
que lo habían formado como lector y lo habían acompañado a lo largo de los años,
y que ahora, cerca de los 80 de su edad, tenía que conformarse con volver a hojear
en su extraordinaria (pero ciertamente envejecida) memoria.
Como es
natural, también a mí me regaló algunos libros, que conservo con enorme cariño:
su ejemplar de Orígenes de las lenguas
neolatinas de Carlo Tagliavini, por ejemplo, traducido por él mismo para el
Fondo de Cultura Económica; el grueso testimonio sobre la guerra civil española
titulado Todos fuimos culpables de
Juan Simeón Vidarte, también del Fondo, que si bien nunca leyó completo, como
me dijo una vez, hojeó en innumerables ocasiones; unos cuantos tomos, delgados
y con imágenes, casi siempre en lengua alemana, sobre ciertos músicos de su
predilección: Bartók, Schubert, Debussy…
Como
sabía que me interesaba especialmente todo lo que tuviera que ver con las
culturas prehispánicas, un día me puso delante, con la idea de que me los
llevara conmigo, nada menos que los cinco volúmenes sobre literatura náhuatl de
Ángel María Garibay Kintana (tres de ellos de poesía), editados por la UNAM.
Del Padre Garibay se expresaba con simpatía aunque nunca dejara de señalar algunas
peculiaridades de su manera de traducir. Para él, Garibay participaba de esa
idealización que ha sido tan perniciosa para nuestra apreciación del pasado
indígena (y que no hizo sino empeorar con algunos especialistas que vinieron a
continuación). Almela contaba algunos detalles de la peculiar escritura de aquel “camarero
secreto del Papa Pío XII”, como afirmaba que Garibay aparecía descrito en una
antigua edición de Sepan Cuantos; entre otros, que tenía la costumbre de decir de ciertos
temas que aquél no era el lugar donde se ocuparía de ellos, aunque el libro en
que leíamos esas palabras llevara como título el del asunto mismo y el
volumen abultara las 300 o 400 páginas.
El Padre Garibay. Fuente: internet. |
También
refería con gracia aquel pasaje en el que Garibay cuenta que el náhuatl es riquísimo
en desinencias para dar todos los matices imaginables y para ilustrar esa afirmación ponía el
ejemplo de la palabra “viejo”, que podía utilizarse con las más delicadas y
misteriosas gradaciones, las equivalentes a viejito, viejecito, viejecillo, vejete,
viejitito, viejititito… Para Almela, sin embargo, como siempre que andaba de
paso por aquellos territorios lingüísticos, que le eran tan caros, lo peor
estaba en los riesgos de considerar como poéticas en sí mismas a ciertas
lenguas, entre ellas, por supuesto, las indígenas de México…
En otra
ocasión me regaló el Diccionario de la
lengua náhuatl o mexicana de Rémi Siméon, editado por Siglo XXI. Noté que
me lo ofrecía con un cierto mohín desdeñoso; la cosa se aclaró cuando me dijo, en
tanto lo recogía yo de la mesita que teníamos delante y me paseaba por vez
primera por sus páginas, que aunque se trata de un diccionario náhuatl-español, es una traducción del francés. Eso le parecía más sospechoso que el hecho de que el
libro hubiese sido publicado originalmente en 1885…
Como lo
tengo delante, puedo decir con precisión que en México apareció en 1977 bajo el sello de
Siglo XXI, traducido por Josefina Oliva de Coll, en una edición al cuidado de
Martí Soler. Ciento treinta años después de su primera publicación, aquel
diccionario, basado en buena medida en el de Fray Alonso de Molina, sigue
siendo una referencia obligada para los estudiosos de los temas mexicanos
antiguos, según me confirma mi amigo Leonardo López Luján.
Almela, como
sabe todo el que lo trató o ha leído sus libros, fue un gran conocedor de
diccionarios y por eso no es raro que tuviera en su biblioteca el volumen de Rémi
Siméon (jamás sabremos las razones por las que fue excluido de los fondos que enriquecen
la Biblioteca Nataliana). Por un lado, por supuesto, era un especialista del
diccionario de la Academia, del que había frecuentado diversas ediciones a lo
largo de los muchos años que trabajó en el mundo de las editoriales como
corrector de pruebas de imprenta, algunas de cuyas definiciones, modificadas o
suprimidas con el tiempo, comentaba y celebraba con humor y entusiasmo
eruditos.
María Moliner. Fuente: internet. |
Si le gustaba consultar el “de uso” de María Moliner (al que él se
refería en casa, sin que las razones nunca hubieran estado claras, como “de María
Sarmiento”), gravitaba siempre en la charla aquel otro de Louis Tolhausen, un extrañísimo
diccionario alemán-español que abunda en definiciones delirantes que lo
divertían enormemente, y del que acabó expurgando una larga serie de entradas
hasta conformar un divertido y originalísimo volumen que se mantiene inédito.
Pero
había una razón más poderosa (y por cierto, más simple) que explicaba que el
diccionario de Rémi Siméon estuviera en su poder: Almela fue uno de los tres
empleados de la editorial Siglo XXI que leyó el libro en pruebas, lo que hizo
que acabara por conocerlo a detalle, y por último, incluso, que hubiera merecido
el honor de recibir un ejemplar.
De tarde
en tarde, a lo largo de los últimos dos o tres años de su vida, en las llamadas
telefónicas que intercambiábamos algunas semanas hasta diariamente, Juan me
pedía que consultara aquel diccionario para satisfacer algunas dudas que de
pronto lo asaltaban, sobre todo en aquellos tiempos en los que, aunque ya no
podía leer, su portentosa cabeza no dejaba de ir y venir, entrando y saliendo por
los más diversos temas: episodios de su vida pasada, lecturas a veces remotísimas,
evocaciones de personajes y situaciones, reflexiones del día a día… Yo
emprendía en su nombre aquellas consultas con curiosidad sincera, pero fortuna
variable. En una ocasión me preguntó que si ya había advertido yo cuál era la
palabra más larga que aparecía en las páginas de aquel diccionario; me hizo la pregunta,
desde luego, porque él sí lo sabía, y porque creía con toda la razón que el
asunto tenía (y tiene) mucha gracia. Procedió a dictarme la palabra: altepetlatquicaichtequilitzli.
Fui a consultar la página que correspondía, y sí, en efecto, ahí estaba.
Lo más
sorprendente es que me la dijo de memoria, por teléfono, con una sola letra fuera de lugar (como
puede comprobarse en el pedazo de hoja de papel que reproduzco junto a estas
líneas, donde la anoté para acudir a buscarla…)
¿Es la
más larga del libro? No lo dudo. Lo que está fuera de toda sospecha es que su
significado, “robo de los bienes públicos” (o “malversación”, como recordaba el
poeta), coincide perfectamente con una bien enraizada idiosincrasia que no ha
dejado de marcar el derrotero patrio.
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Más
sobre Juan Almela / Gerardo Deniz en Siglo en la brisa:
Cómo y
cuándo nació el seudónimo, http://bit.ly/1RTMiXd
Una vida con el Fondo de Cultura Económica, http://bit.ly/1TNgNSM
Una vida con el Fondo de Cultura Económica, http://bit.ly/1TNgNSM
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