Desde que
me adentré en sus páginas, por fin, después de largos años de espera en mi librero –yo, que
había leído con verdadero entusiasmo Auto de fe, su única novela, y poco más tarde El otro proceso de Franz Kafka, y que luego todavía anduve algún trecho en sus memorias, todo siempre hacia 1984–, desde que me adentré por fin en sus páginas, quiero decir,
una vez que volví de mi viaje a Marruecos, marqué algunos pasajes de mi ejemplar de Las voces de Marrakech de Elías Canetti.
Lo hice, por supuesto, pensando en volver a ellos, y también, por qué no, con el propósito de reproducir algunos de esos pasajes en este blog. Eso fue así hasta que llegué a uno de los últimos relatos del volumen, el que en español lleva el título de “El asno lúbrico”. Me parece tan bueno que no necesito copiar (ni decir) nada más. Todo me gusta de él. Para los intereses de este post me limitaré a apuntar que representa a las mil maravillas los alcances del bellísimo libro. El final de esta breve narración, me parece a mí, es particularmente conmovedor –en especial la última frase–. Aquí estas dos páginas del gran Canetti, de viaje por la fantástica ciudad roja.
Lo hice, por supuesto, pensando en volver a ellos, y también, por qué no, con el propósito de reproducir algunos de esos pasajes en este blog. Eso fue así hasta que llegué a uno de los últimos relatos del volumen, el que en español lleva el título de “El asno lúbrico”. Me parece tan bueno que no necesito copiar (ni decir) nada más. Todo me gusta de él. Para los intereses de este post me limitaré a apuntar que representa a las mil maravillas los alcances del bellísimo libro. El final de esta breve narración, me parece a mí, es particularmente conmovedor –en especial la última frase–. Aquí estas dos páginas del gran Canetti, de viaje por la fantástica ciudad roja.
por Elías Canetti
De mis paseos nocturnos por las callejas de la ciudad
cuidaba regresar por el Xemaá El Fná. Era extraordinario deambular por la
plaza casi vacía. No quedaba ningún acróbata, ni bailarín, ni encantador de
serpientes, ni tragafuegos. Un hombrecillo desamparado se agazapaba en el
suelo ante una cesta de huevos muy pequeños. A derecha e izquierda suyas no
había nada. Lámparas de acetileno prendían aquí y allá; la plaza olía así. En tienduchas
y bodegones todavía era posible ver hombres solos que sorbían sopa a
cucharadas. Parecían solitarios, como si no tuviesen dónde ir. En las esquinas
de la plaza se veía gentes durmiendo. Algunos tumbados, la mayoría en
cuclillas, todos llevaban puestas las capuchas de sus abrigos sobre la cabeza.
Dormían inmóviles, nadie habría sospechado que bajo las chilabas, respiraba
algo.
Una noche vi en medio de la plaza un espeso corro de
gentes, iluminado de la manera más caprichosa por lámparas de acetileno. Todos
puestos en pie. Las oscuras sombras sobre rostros y figuras, unidas a la fría
luz que las lámparas vertían sobre ellas, les daban un aspecto lúgubre e
inquietante. Oía el sonido de dos instrumentos tradicionales, además de la voz
de un hombre que animaba vivamente a alguien. Cuando estuve más cerca y
encontré un hueco por el que poder mirar a través del corro, advertí en el
centro a un hombre de pie con un bastón en la mano, que formulaba acuciantes
preguntas a un asno.
El borrico era, de todos los miserables asnos de esta
ciudad, el más mísero. Los huesos le sobresalían, estaba muerto de hambre, su
pellejo raído, a buen seguro que ya no era capaz de soportar la menor carga. Se
preguntaba uno cómo se sostrendría todavía sobre sus patas. El hombre
entablaba con él un cómico diálogo. Intentaba persuadirle de algo. Como el
jumento persistiera en su tenacidad, le hacía preguntas. Y dado que no quería
contestar, aquellos hombres alumbrados reían a mandíbula batiente. Tal vez se
trataba de una historia en la que el burro jugaba algún papel. Pues tras un prolongado
parloteo comenzó el triste animal a girar muy lentamente al compás de la
música. El bastón se blandía continuamente sobre él. El hombre hablaba más
rápido y más alto cada vez, se enfurecía en apariencia para mantener al asno en
movimiento, pero sus palabras me sonaban como si también él mismo encarnase una
figura cómica. La música seguía y seguía; los hombres no salían ya de la
carcajada y se conducían como antropófagos o comedores de asnos.
Permanecí sólo por poco rato y así es que no puedo decir
lo que ocurrió después. Mi horror sobrepasó mi curiosidad. Hacía tiempo que
tenía a los asnos de esta ciudad clavados en el corazón. Paso a paso tuve
oportunidad de comprobar su comportamiento levantisco, y era, en verdad, harto
desvalido. Pero aspecto tan lamentable en una criatura jamás lo había tenido
delante; y en mi camino hacia casa procuré firmemente, para poder
tranquilizarme con ello, que no quedase en mí memoria de esta noche.
El día siguiente era sábado y bien temprano me dirigí al
Xemaá. Era uno de los días más concurridos. Mirones, expositores, cestos y
tiendas se superponían, resultaba difícil abrirse camino entre la multitud.
Llegué al lugar donde se encontraba el asno la noche anterior. Miré y no pude
dar crédito a mis ojos: ahí estaba de nuevo. Completamente solo. Lo observé
detenidamente, imposible no reconocerlo, era él sin duda. Su dueño, muy cerca,
conversaba apaciblemente con un par de personas. Todavía no se había formado ningún
corro a su alrededor. Los músicos no estaban, la representación aún no había
comenzado. El burro estaba allí al igual que la noche anterior. El pellejo
parecía bajo un sol radiante aún más raído que por la noche. Lo encontré más
miserable, más famélico y más viejo todavía.
De súbito, sentí alguien a mis espaldas y escuché unas
palabras fuertes, pero que no comprendía, dichas al oído. Me di la vuelta y
perdí de vista por un instante al animal. El hombre que había podido oír, se
apretaba estrechamente a mí entre la multitud; pero parece ser que había
amenazado a algún otro y no a mí. Me volví de nuevo hacia el asno.
No se había movido de su sitio, pero sin embargo no era
ya el mismo pollino. De entre sus patas traseras, sesgado, colgaba de pronto un
miembro descomunal. Parecía más duro que el garrote con el que se le había
amenazado la noche anterior. En el breve intervalo en el que me diera la
vuelta, se había operado en él una prodigiosa transformación. No sabía lo que
hubiera podido ver, oír u olfatear. Tampoco lo que le habría pasado por su
cabeza. Con todo, a esa miserable, vieja y débil criatura, ahora a punto de
reventar, aún se la seguía utilizando para diálogos insensatos; se la trataba
peor que a un asno de Marrakech, cuya exigua existencia era menor que nada;
sin carnes, sin fuerza, sin pellejo adecuado, aún poseía tanta voluptuosidad en
su interior para que su mera estampa me liberase del efecto de su miseria.
Pienso con frecuencia en él. Y me repito a mí mismo, cuánto quedaba aún de él
cuando yo ya nada veía. Deseo para todo ser atormentado semejante disposición
en la desgracia.
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La traducción de este fragmento de Las voces de Marrakech de Elías Canetti, que tomo de internet, es de José Francisco Yvars. La foto que acompaña estas notas es mía.
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La traducción de este fragmento de Las voces de Marrakech de Elías Canetti, que tomo de internet, es de José Francisco Yvars. La foto que acompaña estas notas es mía.
Más
sobre Marrakech en este blog:
Imágenes de Marrakech (fotos), http://bit.ly/2j6SH8x
Tras la huella de Goytisolo en Marrakech
(crónica), http://bit.ly/2jipjeP
Conversación con Juan Goyitisolo, http://bit.ly/2jWYxMu
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