De manera
repentina, sin darme cuenta cómo, llegó agosto; a continuación, sin un instante para meditarlo, septiembre. Algo parecido me sucedió con enero y
junio; no así, por cierto, con el áspero febrero de este año. Los días pasan
volando y cada vez más aprisa… A veces también, por supuesto, con un filón de angustia. Recientemente, en una comida en su
casa, le pregunté a Fernando Vallejo si tenía alguna teoría sobre
las razones por las que nos parece que, conforme nos vamos haciendo viejos, el
tiempo pasa con más velocidad. El novelista colombiano contestó que era cuestión
ardua pero que él pensaba que se debía a que, cuando somos pequeños, no hemos
vivido sino un tiempo breve y todo el que transcurre es siempre una parte
importante de aquel de nuestra vida que ya es pasado: un año,
en un niño de cuatro, es una cuarta parte del total de su existencia, es mucho. Para un
hombre de cincuenta como yo, o de setenta como él, ¿qué es un año sino un respiro apenas, una exhalación?
¿Y qué
hacer ante la fuga de la edad, como dirían los clásicos? (¡qué imagen más gráfica!: que el tiempo se fugue, huya…) Creo que la mejor respuesta
la he leído en Séneca. He creído leerla, digo, porque cuando volví a sus palabras
con el propósito de repasarlas, me ocurrió lo que en otras ocasiones con otros autores y
libros: que en ellas no está lo que yo había creído ver. En mi libro Contra la fotografía de paisaje conté el proceso de desaparición de mi memoria de un aspecto determinante de El barón rampante, la novela de Calvino,
así que, al menos en el aspecto memorioso, de mí ya sé que sólo puede esperarse lo peor.
A pesar de eso, el desencuentro con Séneca ha sido de lo más provechoso porque me ha permitido aclarar alguna cosa, aunque aún hoy esté lejos de poner en práctica las
conclusiones que vinieron con esa (llamémosla) parcial claridad. Pronto
publicaré un post al respecto.
De momento,
me he detenido, siquiera un instante fugacísimo, en el tramo final de agosto. Mi propósito: echar un vistazo a mi alrededor. Fue el sábado pasado: me forcé a hacer un alto en la descontrolada carrera hacia el domingo, y hacia septiembre de este año,
y hacia 2017, y me dediqué a retratar algunos detalles que me rodean.
Aquí el resultado. Se trata de ocho
estaciones de paso, si puedo describirlas así. Ocho rincones o detalles que funcionan como referentes, como señales en el camino, en
tanto paso entre ellas. Paso yo, pasan mis días repletos de actividades, pasan
mis horas y mis días. Como estos rincones y detalles hablan de quien
soy, incluso de una manera natural y elocuente, supongo que puedo decir que ellos, a su vez, me retratan a mí en el instante en que me
detengo a contemplarlos. Los ocho tienen algo solar, de resplandor solar quiero decir:
porque me dan su luz, en apariencia detenida, pero también, sin tanta prisa
como lo hago yo, igual que el sol, corren apresuradas hacia un desconocido lugar.
Librero donde está Borges; a la derecha, un volcán en ebullición de Ernesto Alcántara. |
Retrato del natural, 1968. |
A la izquierda, con Juan Almela en el Zócalo, en una foto de 1991; a la derecha, el retrato más célebre de Stendhal, de Olof Johan Södermark (1840) en un póster que me regaló Sergio Vela hace largos años. |
Madrina, un tanto escéptica de mis esfuerzos por retratar la fugacidad. |
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Las notas de Malena, http://bit.ly/2bz47Al
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