Primero me pareció, a juzgar por la fecha escrita en mi viejo ejemplar de las Rimas, que el
episodio tenía que haber ocurrido en 1979, durante el último curso de la secundaria
–o cuando mucho, el primero de la preparatoria–. Después, cuando recordé que la
rima que me tocó memorizar fue la número IX, por ser el nueve mi número en la
lista del salón de clase, se me ocurrió echar un ojo a las memorias escolares de esos años, que están entre mis libros. Al llegar a la del curso 1978-1979, me produjo una
amplia sonrisa de satisfacción encontrar mi foto efectivamente ubicada en el noveno lugar, por detrás de Aguilar, Aguilar, Álvarez,
Arteaga, Bolio, Calderón, Carrillo y Cuevas.
Así, gracias al memorioso documento, y al establecimiento irrefutable
del año y el grupo, puedo fijar sin sombra de duda el nombre del personaje a
quien acabé debiendo, por empedrados caminos, una relación de casi cuarenta
años con la rima número IX de Gustavo Adolfo Bécquer. A aquel profesor Maya, uno
de esos burócratas de la enseñanza de los que abundan en todas partes, harto
bien capacitados para hacer pedazos el interés genuino por cualquier asunto o
materia, le pareció buena idea que cada uno de nosotros se aprendiera una de
las rimas que conforman el famoso libro, y no encontró mejor criterio para
asignarlos que el orden alfabético de la lista de alumnos del Salón 31 del
tercer año de secundaria del Colegio México de Acoxpa. (Conste que mi reparo a
su método de enseñanza nada tiene que ver con el noble y provechoso ejercicio,
al parecer perdido para siempre, de aprenderse las cosas de memoria.)
No recuerdo ni media palabra de lo que dijo sobre el libro
en clase. ¿Intentaría explicar en qué consiste la genialidad de un poeta que
tiene algunos de los versos más manoseados y cursis de toda la poesía en
español? Lo dudo. Lo más probable es que dictara, de sus propias notas, un par
fechas, las de nacimiento y la muerte del poeta sevillano, y mencionara unas
cuantas veces de manera atropellada y confundida, la palabra “romanticismo”… Y
nada más.
Por mi parte, no sé si habré sido capaz de ocultar mi alivio
cuando vi el tamaño de mi rima, una
de las breves del volumen; si había que encomendarle algo a la memoria, yo, que
nunca la tuve sino imperfecta e insuficiente, agradecí que no me hubiera tocado
alguna de las largas –que ya asoman entre las primeras de libro según su orden
tradicional, el que establecieron los amigos de Bécquer después de su muerte.
Luché toda la tarde; a la tarde siguiente, reanudé la lucha;
al final, después de tres o cuatro jornadas consecutivas, me declaré vencido y decidí
encomendarme a la suerte. ¿Cómo podía ser de otra manera si ni siquiera
entendía lo que decía el poema, empezando por la primera frase, que corría
impune a lo largo de los dos primeros versos? ¿Cómo podía ser de otra manera si
no era capaz de explicarme su artificiosa forma, para mí, que nada sabía, perfectamente
caprichosa e injustificada? Sólo ahora, a casi cuarenta años del episodio, me
siento capaz de apreciar en su justa dimensión el poema –y por cierto las 77
rimas, que he releído estas semanas por vez primera con verdadero placer–. ¿Mi
opinión sobre la entonces inasible rima número IX? No exagero: una auténtica maravilla.
¿Las razones? Procedo a explicarme.
Copiemos primero el poema:
IX
Besa el aura que gime blandamente
las leves ondas que jugando riza;
el sol besa a la nube de occidente
y de púrpura y oro la matiza;
la llama en derredor del tronco ardiente
por besar a otra llama se desliza
y hasta el sauce, inclinándose a su peso,
al río que le besa, vuelve un beso.
Como se ve, se trata de un poema conformado por ocho endecasílabos,
en el que se enuncian cuatro frases (relativas al aire, al sol, al tronco y al
árbol). Las rimas son consonantes y están organizadas ABABABCC. Si buscamos en
cualquier manual o consultamos la primera página en línea que tenga información
de esa naturaleza, sabremos que este género de estrofa se conoce como octava rima italiana y más
frecuentemente como octava real (“de
sus ocho endecasílabos, los seis primeros riman de manera alterna y los últimos
dos son pareados”, dice Navarro Tomás). Las palabras que riman son, por un lado:
“blandamente”, “occidente” y “ardiente” (A); por el otro, “riza”, “matiza” y “desliza”
(B). Las últimas dos líneas son un pareado,
es decir dos versos que riman entre sí: en este caso “peso” con “beso” (C).
Evidentemente, el tema de la rima número IX es el besar, el
beso: en específico, la manera en la que la naturaleza entera besa y se besa. En el caso de nuestro poema: el
aire, el sol, un tronco que arde, un árbol a la vera de un río, el río mismo. Como
adelanté más arriba, el primer tropiezo y seguramente el mayor de todos los que
enfrenté aquellas tres tardes de mis quince años, empezaba con la primera
oración del poema: “Besa el aura que gime blandamente / las leves ondas que
jugando riza”. Yo no fui capaz de desentrañar el significado de aquel galimatías.
Lo leí varias veces; al final, quitándole importancia a un asunto que no me
interesaba en realidad, renuncié a comprenderlo.
Hagamos una glosa del poema: el aire, que produce un cierto
gemido, besa los ligeros movimientos
de la superficie del agua, sobre los que al mismo tiempo va trazando algunos
dibujos en forma de rizos; el sol besa
a la nube en el poniente, iluminándola con un matiz del color de la púrpura y
el oro; la llama de un tronco que se quema se desplaza para besar a otra llama; en fin, incluso el
sauce, cuyo considerable follaje cae sobre el río a cuya vera está plantado, besa al río, al tiempo que es besado por el agua que pasa…
¿Por qué me parece que la rima IX es un pequeño portento? Por
su traza, desde luego; por su economía y su precisión; por la belleza de
algunas de sus imágenes (quizás sobre todo la de la llama que se desliza para
besar a otra llama); por la magistral manera en que están aprovechadas las
características de la octava real; sobre todo, por la inteligencia en que está
resuelto el ritmo de las apariciones del verbo “besa”; por la manera, en fin,
en la que está representado, ya desde la sintaxis (enrevesada para el
adolescente que fui), el beso correspondido entre el sauce y el río.
Si el poema retrata cuatro maneras de beso que, a los ojos
del hombre, ocurren en la naturaleza, el verbo “besar” en tercera persona se
repite ese mismo número de veces. Pero la repetición no cansa; todo lo
contrario: es parte fundamental del ritmo de la estrofa.
Aislemos esas apariciones. Insistamos, primero, en que el
poema está compuesto por cuatro frases, cada una de las cuales ocupa dos
versos. Si nos fijamos bien, la palabra “besa” abre la primera frase (es la
primera palabra del poema); en la segunda frase, aparece ligeramente desplazada,
todavía en el primer verso pero ocupando ya el lugar de la tercera palabra; la
tercera frase, su aparición se retrasa al grado de aparecer colocada hasta el
segundo de los versos en que se desarrolla. Por último, “besa” aparece el final
del poema, en la última línea, y sólo para anticipar la palabra “beso” –idéntica
a ella, sí, pero con una letra cambiada.
Digámoslo en otros términos: de entrada, se nos anuncia la
palabra clave del poema; a partir de entonces, su aparición se va retrasando
cada vez más para terminar rematando el poema con dos apariciones consecutivas,
que satisfacen, por un lado, nuestro sentido del equilibrio, y por el otro, la
necesidad que se ha creado en nosotros con su primera aparición y luego su
retraso–. Aquí el poema, con las apariciones de la palabra “besa” subrayadas en
negras:
Besa
el aura que gime blandamente
las leves ondas que jugando riza;
_________
el sol besa a la
nube de occidente
y de púrpura y oro la matiza;
_________
la llama en derredor del tronco ardiente
por besar a otra
llama se desliza
_________
y hasta el sauce, inclinándose a su peso,
al río que le besa,
vuelve un beso.
Parecería que todo el poema está armado para enunciar, con
toda la intención, y con el deseo postergado, la palabra “beso”, que late (sin
decirse) desde primer momento. Nótese que todas las apariciones del acto de
besar han sido verbales (“besa” y “besar”) y sólo en la última ocasión aparece
convertido en un sustantivo (“beso”), que late, sin decirse –en silencio, sin
ser pronunciado–, en todo el poema. Al final, con su mención, quedamos
complacidos.
Esa mención aparece precedida (y anunciada) por la palabra
con la que va a rimar “peso”, con que termina el penúltimo verso de la rima. Es
un perfecto aprovechamiento del característico pareado de los últimos dos
versos: la rima “peso” / “beso” nos proporciona una sensación de redondez. Esa
sensación se hace más completa cuando advertimos que el poema es redondo
también porque empieza y acaba en el agua. Y no sólo eso: por el sauce se mira
en ella: hay un sauce que mira a otro sauce, que aparece retratado en el agua.
En las últimas semanas, mis amigos me han oído decir el poema de memoria como una
forma de hacerle justicia a Bécquer, pero sobre todo como una forma de reconciliarme con el
adolescente que intentó aprendérsela durante tres tardes o cuatro consecutivas de 1979 sin
conseguirlo jamás.
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Más sobre besos en Siglo
en la brisa:
Catulo y el origen de la palabra “beso”, http://bit.ly/OTy5Ry
Mis
poemas preferidos en este blog:
Cuando lees o escuchas algo con verdadero placer y gozo, hasta lo memorizas sin querer.
ResponderEliminarUn recuerdo mío que más atesoro y quiero es el del mejor día del año. Para mí, desde que comencé a ir a la escuela, el mejor día del año no era la navidad, ni el cumpleaños, ni el día de reyes. Para mí, el día más feliz de todo el año, era el día en que me entregaban mis libros de textos gratuitos. Nada se comparaba a esa maravilla de tener 5 libros nuevecitos sólo para mí. Era lo máximo.
Mi libro favorito era el de lecturas. Creo que fui la única que los leyó todos completos, en la soledad de mi habitación, que compartía con mis hermanas, pero cuando ellas no estaban por las tardes, yo disfrutaba mucho esos libros ilustrados, y claro, no faltaron las frases, poemas o fragmentos que me aprendí sin proponérmelo, sólo porque me gustaban, porque me hacían reír, porque me hacían feliz.
Eso era para mí la vida.