Aparecía por el colegio
todos los años hacia el mes de marzo, cuando el curso estaba tan avanzado que nadie podía ser dejado fuera de la Memoria impresa, y montaba su pequeño
estudio fotográfico en un rincón del auditorio escolar. No era precisamente lo
que se dice un hombre agradable: la frente empapada de sudor, sobre la que caía
un mechón rebelde y graso; los ojos saltones y quizás un tanto alcohólicos; las
carnes flojas y pálidas, asomadas desvergonzadamente por la camisa desabotonada hasta
el abdomen… Por si fuera poco, su persona desprendía un insufrible tufillo
ácido.
¿Cuántas veces me senté
delante de su cámara? ¿Unas doce? No es imposible porque El Chile era ya el
fotógrafo de los alumnos de las escuelas maristas en 1970, cuando entré a primero
de primaria en el Colegio México de la colonia Roma, según leo en los créditos
de la Memoria de ese curso, que dice, en la última página: “Fotografías
individuales: Estudio Elpidio, Madero 8”.
También puedo aventurar que formé parte de la
última generación a la que él (o gente de su estudio) retrató, porque en la contraportada del
anuario del curso 1981-1982, que fue el último de la preparatoria para mí, su
crédito, “Foto Alumnado: Elpidio Hernández”, aparece seguido de las iniciales “DEP”.
Como sea, jamás escuché que
nadie se refiriera a él con ninguna de las posibilidades que ofrecía su nombre:
como Elpidio, quiero decir, o don Elpidio, o Señor Hernández. Nunca oí que
nadie hablara de él si no era utilizando el escueto apelativo de El Chile. Y es
que entre las cosas que todos los años desplegaba para armar su pequeño estudio
portátil (un par de lámparas de considerable potencia, un banquito y un espejo,
un peine y un recipiente con agua), el fotógrafo de los estudiantes de las
escuelas maristas se acompañaba nada menos que de un chile de plástico, hueco,
de unos veinte centímetros, que utilizaba con los más diversos propósitos,
especialmente para distender la situación, relajar el gesto de los retratados y
poner un cierto toque de humor al momento solemne de la toma fotográfica. Lo
golpeaba contra una mesa o una silla, o contra su propia mano, o lo agitaba en
el aire, para hacer reír o amenazar siempre con buen ánimo, aunque su aspecto
polémico, revestido de la seriedad de aquellos cómicos que nunca se ríen, tiñera
la circunstancia de un tono ciertamente inquietante.
Por supuesto, como ya se
habrá imaginado el lector, aquel objeto le daba al Chile interminables ocasiones
para lucir su infinito talento para todos los géneros de albures, práctica en la cual era un consumado maestro. Acaso había sustituido con ese juguete algún
objeto más cándido de sus tiempos de retratista de niños, antes de ser
contratado como fotógrafo oficial del Colegio y el Instituto México, qué sé yo,
quizás un oso de peluche o un avión de plástico, y hubiera tenido que armarse de
aquella manera para introducirse en la selva de los cientos de niños y
adolescentes entre los que los cábulas, arropados por el anonimato de la tropa,
se afilaban los colmillos para destazar a quien osara ponerse delante.
La crueldad del alumnado se
probó siempre en su capacidad para poner apodos, y de mis tiempos recuerdo algunos:
el lunático profesor de taller de electricidad y artes plásticas que usaba
zuecos y gorra, y se dejaba largos los bigotes ralos, y sucias las uñas largas,
que había sido bautizado con el apelativo, por cierto no carente de misterio, de El Abedul; la maestra que daba, si no me equivoco, matemáticas,
tan delgada y antipática que era universalmente conocida como la Huesenia; el
marista en cuyo vestuario imperaba el verde, lo que lo hacía lucir inacabables tonos
de ese color en sacos, corbatas y pantalones, y que era llamado, con perfecta
naturalidad, El Aguacate.
Al final, la osadía de
presentarse con un objeto tan repleto de aristas le terminó ganando al Chile
uno de los apodos más justamente propinados. Como sea, los directivos de la congregación,
que debían de estar al tanto, lo toleraron porque era un buen fotógrafo, puntual
y cumplido… Y sobre todo quizás, me parece a mí, porque era una persona inofensiva.
Lo que no quiere decir que
no me hubiera obligado yo mismo a comportarme ejemplarmente delante de su
cámara, y la prueba es que nunca fue necesario que El Chile agitara aquel
triste objeto delante de mis ojos.
Pero muchas veces lo vi hacerlo, formado yo en la fila de quienes esperaban para colocarse delante de las lámparas, siguiendo siempre el orden alfabético de la lista del salón del clases. Blandía o tremolaba en el aire el chile de juguete para imponerse a los alumnos, para amenazarlos si no fijaban la mirada en el objetivo, torcían el rostro hacia el lado equivocado o bajaban excesivamente los ojos.
Con pies ligeros, a pesar de su preocupante palidez, y de su claudicante flojedad física, y de aquel olorcillo nauseabundo, se acercaba al alumno en turno y mascullaba alguna cosa sobre el fleco (El Chile odiaba los flecos), reacomodaba las puntas de las solapas del saco y corregía algún brillo en la nariz o la frente.
Después, practicaba un ligerísimo contacto con las puntas de los dedos de las dos manos contra los costados de la cabeza del retratado, a la altura de las orejas, eso sí con delicadeza exquisita, para retocar la posición de la cara, acaso más como una manía que como una legítima necesidad de corrección de postura.
Al final, aparentemente satisfecho, dando la
espalda a la cámara para no perder de vista el rostro de quien quedaba paralizado
unos segundos posando de aquella manera, se alejaba para accionar el disparador,
siempre él mismo.
Pero muchas veces lo vi hacerlo, formado yo en la fila de quienes esperaban para colocarse delante de las lámparas, siguiendo siempre el orden alfabético de la lista del salón del clases. Blandía o tremolaba en el aire el chile de juguete para imponerse a los alumnos, para amenazarlos si no fijaban la mirada en el objetivo, torcían el rostro hacia el lado equivocado o bajaban excesivamente los ojos.
Con pies ligeros, a pesar de su preocupante palidez, y de su claudicante flojedad física, y de aquel olorcillo nauseabundo, se acercaba al alumno en turno y mascullaba alguna cosa sobre el fleco (El Chile odiaba los flecos), reacomodaba las puntas de las solapas del saco y corregía algún brillo en la nariz o la frente.
Después, practicaba un ligerísimo contacto con las puntas de los dedos de las dos manos contra los costados de la cabeza del retratado, a la altura de las orejas, eso sí con delicadeza exquisita, para retocar la posición de la cara, acaso más como una manía que como una legítima necesidad de corrección de postura.
A nadie debe de sorprender
que tenga todos los retratos que me hicieron en los doce años de mi vida como estudiante de escuelas maristas, no sólo porque en mi biblioteca está
la serie casi completa de los Anuarios entre los años de 1970 y 1982 sino
también porque la escuela entregaba a los alumnos un pequeño sobre con unas
cuantas impresiones para uso doméstico.
El propósito de este post es mostrar una selección de algunas de las mías. Pero sobre
todo, esta entrega de Siglo en la brisa
pretende servir de modestísimo homenaje al recuerdo de aquel fotógrafo que
retrató, con paciencia y profesionalismo, y un toque de discutible folclor, a
unas cuantas generaciones perecederas y multitudinarias.
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Más sobre mi paso por las escuelas maristas en este blog:
Colegas humanistas, http://bit.ly/1XAI4YH
Caricaturista (1979-1980), http://bit.ly/1SZf0c3
La Revolución y el fracaso
educativo en México, http://bit.ly/hbMJUo
Borges y el prestigio del
sistema decimal, http://bit.ly/1fdQ6RC
Otros chiles en este blog:
El chile de Tobeyo, primera
parte, http://bit.ly/2cqwUrw
El chile de Tobeyo, segunda
parte, http://bit.ly/2cj5np2
Mi estimado ex compañero aunque no de generación. La famosa Huesenia alas Irma Teran era de literatura iberoamericana
ResponderEliminarUna perfecta Hija de la Chingada, forrada y rellena de lo mismo. La única que me envió a e. extraordinario. Ojalá sus miserables huesos, que de carnes no había nada, se los haya comido un perro callejero.
Eliminar"Una imagen dice mas que mil palabras", y por supuesto todas las fotografías de los nuestros retratos ( de todos y cada uno de nosotros como ex-alumnos Maristas que tuvimos oportunidad de ser fotografiados por “El chile” Elpidio Hernández” DEP ) se mantendrán por siempre con los muchos recuerdos de nuestra infancia y juventud .
ResponderEliminarRecuerdo que cada vez que recibíamos nuestros apreciados “Anuarios" buscábamos con rapidez como había quedado nuestra fotografía.
Actualmente soy fotografo profesional y veo que el excelente trabajo y labor realizada por “El chile” Elpidio Hernández”DEP se mantendrá presente cada vez que disfrutemos mirar estos Anuarios. … Iluminación adecuada, poses, tonalidades de el fondo, cabello, ropa y demás elementos capturados a través de la experta mano de este Fotografo.
Gerardo Saavedra (Fotografo)
Excelente reseña, recordar es vivir. En mi caso fueron cuatro años en los que "el chile" me tomo la foto para el anuario escolar. De 1879-1982 en el Colegio Mexico de Merida 50, hasta ahora me entero que fallecio en el 82'. Sin embargo, tengo la impresion de recordar que cuando no llego a tomar la foto al siguiente año, a varios nos llamo la atencion su ausencia pues, a pesar de todo, fue un grato personaje y una buena excusa para sentir nostalgia por esos años. Gracias por permitirme recordarlo.
ResponderEliminarA mi también me mandó a extraordinario. Literatura mexicana. Mala onda la huesenia.
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