Vivo en una
pequeña calle céntrica que no alcanza siquiera un kilómetro de extensión. Atravesada
por otras tres de importancias diversas, empieza en una vía rápida de movimiento
incesante —una de esas arterias animadas veinticuatro horas del día por el
fluir de coches y camiones— y acaba en una de las avenidas más importantes y hermosas
de la ciudad. A pesar de que en ambos lados de la calle hay árboles (colorines, liquidámbares, jacarandas, truenos), es difícil encontrar individuos que no presenten muestras de algún género de agresión.
Un mediodía de hace dos años, a la puerta misma de mi casa, me tocó presenciar una “poda” —por
llamarla de alguna manera— y la triste experiencia quedó plasmada en un informe
sobre la estupidez que publiqué en este espacio (http://bit.ly/15caa0i).
Hace menos de quince días me di cuenta con ojos verdaderamente atónitos que echaban abajo un bellísimo hule a sólo unas cuantas cuadras de mi casa. Ahora que remuevo entre mis fotos descubro
que tengo una imagen de cómo era el árbol en octubre de 2010.
A plena luz del día y a lo largo
de dos jornadas de trabajo (el jueves y el domingo de una misma semana), un grupo de supuestos jardineros que
parecían más bien trabajadores de la industria pesada agredieron a hachazos al corpulento ficus elastica hasta
convertirlo en un lamentable montón de leña. En la imagen que reproduzco a continuación, y que fue conseguida por mi hermano Jose la tarde misma que le dieron la puntilla,
puede verse cómo lo dejaron.
Lo peor de
todo es que los vecinos no sólo no se opusieron al derribo del árbol sino que, en cuanto se dio por terminada la funesta tarea, con
repugnante rapacidad corrieron a llevarse a sus casas los pedazos más grandes de su tronco y los troncos secundarios, ya no sólo como meros testigos impasibles de la
aberración. Véase lo que quedó del árbol en esta fotografía que tomé hoy mismo:
Como casi
cualquier otra calle de la colonia en la que vivo, la mía resulta un muestrario
bastante rico de agresiones contra los árboles. Es verdad que aquí y allá se ve
algún apretado follaje que puede hacer pensar que exagero.
Pero no debemos engañarnos: se trata de esos grupos de ficus que quién sabe por qué razones se escapan del machete municipal y logran formar pequeñas masas de follaje contra el absurdo imperante, pero que, necesitados de la poda inteligente que nunca han tenido, no consiguen sino ejemplificar la estupidez desde el extremo opuesto. Basta con ajustar un poco la mirada para descubrir heridas profundas, crecimientos absurdos, troncos truncos, a todo lo largo de la calle.
Pero no debemos engañarnos: se trata de esos grupos de ficus que quién sabe por qué razones se escapan del machete municipal y logran formar pequeñas masas de follaje contra el absurdo imperante, pero que, necesitados de la poda inteligente que nunca han tenido, no consiguen sino ejemplificar la estupidez desde el extremo opuesto. Basta con ajustar un poco la mirada para descubrir heridas profundas, crecimientos absurdos, troncos truncos, a todo lo largo de la calle.
Las formas
de los árboles son con frecuencia inexplicables o ridículas: acusadamente oblongos, con alopecias a distintas alturas, a veces sin ramajes intermedios. Hacia
la mitad de la calle hay una gran oficina pública y delante de ella es donde el
error de la política gubernamental es más burdo: dos jacarandas
plantadas delante de su fachada, que bien pudieron dar a ese tramo de la calle
la sombra y la belleza que le faltan, han sido castigadas sistemáticamente hasta
hacerlas cada vez más imposibles y monstruosas: el resultado es un par de troncos
telescópicos y débiles que prácticamente no tienen nada que ostentar.
Durante
la pasada primavera, por los días en que sus congéneres a lo largo y ancho de
la ciudad de México destacaban por su floración, me pareció más que nunca que
carecían de razón de vivir, y aun así, con una increíble nobleza y contra todo
pronóstico, todavía alcanzaron a expectorar unos cuantos ramilletes de flores
raquíticas.
Por si
fuera poco, no hay una cuadra que no tenga muestras de tala: me refiero a esos
dramáticos enanos extrañamente llamados tocones. Según el diccionario, “tocón”
viene de “tueco” —palabra que se forma de la onomatopeya “toc, tuc”,
seguramente el ruido que se produce al golpear el tronco del árbol.
El tocón
es el pie muerto de un árbol que ha sido talado por la parte inferior, es decir
la parte visible de la raíz que ha quedado enterrada en el suelo a
profundidades variables. Mi calle, por más que sea pequeña, abunda en
ellos, a veces disimulados entre el pasto que crece en las jardineras de las
banquetas.
Sin embargo, cuando llegué a la puerta de mi casa, caminadas las
dos terceras partes del trayecto, decidí concluir la tarea cualquier otro día.
No pudo ser: dos meses más tarde, nada menos que la noche del 24 de diciembre, mi cámara, que era relativamente nueva, se
descompuso sin remedio. Algunas de las fotos que ilustran este post son una selección mínima de las que conseguí hacer aquella tarde. No
reproducen todas las aberraciones que hay en la calle pero dan bastante
idea de ellas.
_____________________
Informe
sobre la estupidez, http://bit.ly/oSklUj
Más sobre
árboles en este blog:
Casas en
los árboles, http://bit.ly/WwVYhL
La casita
en el árbol, http://bit.ly/115KVjn
El árbol de
Giovanna, http://bit.ly/WwW7BI
El
tejo de Bermiego (en la foto de la derecha), http://bit.ly/9NE36k
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