El libro
Cabrales, de Vicente Fernández
Posada, ensaya una recuperación de aspectos históricos y heráldicos del concejo
asturiano del que proviene mi familia paterna, tomando como punto de partida
una trova satírica escrita en México en el siglo XVIII. En el volumen, una amplia
colección de nombres y árboles genealógicos, no hay rastro de mis antepasados.
Labradores, hijos y nietos de labradores como tantos otros,
es natural que sus pequeñas biografías, por apasionadas y nuestras que hayan
sido, no tengan ninguna relevancia en la historia de la comarca. Hasta finales
del siglo XIX y la llamada masiva de la emigración, ninguno destacó entre ellos
como para figurar en un libro de esta naturaleza. Que yo sepa, y lo que sé
proviene de Pepe Luis, el hermano de mi padre que vive en Australia, que
durante un tiempo investigó el asunto, el primero en estar en tierras americanas fue el
padre de un tatarabuelo. Y los últimos, quitando a dos tíos abuelos que
acabaron volviendo a Asturias, y a mi abuelo, que murió en México, fueron mis
dos bisabuelos de Cabrales. Si uno de ellos estuvo en América de manera fugaz, el otro vivió en México casi
cuarenta años.
A
finales de 2004, poco después de que Lola me regalara un ejemplar del libro, un
robusto volumen editado por la Consejería de Cultura del Principado de Asturias
casi una década antes, me propuse buscar a su autor. Mi propósito era
preguntarle si tenía noticia de alguno de los dos personajes, cosa bastante
posible en una pequeña región en la que todo el mundo se conoce, con más razón porque ambos ocuparon un lugar
destacado en la vida de la comarca: el primero de ellos, Aquilino Fernández
Berridi, fue maestro de escuela de varios pueblos de Cabrales durante veinticinco años; el segundo, Fernando Bueno Díaz, nada más volver de México, se
convirtió en uno de sus mayores terratenientes. ¿Era perceptible desde su
perspectiva el papel de cualquiera de ellos en algún aspecto de la vida del
concejo de la primera mitad del siglo XX? ¿Oyó siquiera de pasada alguna cosa
de alguno de los dos?
Un par
de llamadas bastaron para conseguir su teléfono y unos días más tarde me vi en
la sala de su departamento en Gijón. Hacia 2005, Vicente Fernández Posada era un
hombre calvo que debía de andar por los cuarenta y cinco
años. Aquí y allá, alrededor de nosotros, posados en el suelo, sobre un armario
y encima de un escritorio, había pilas de papel en forma de volúmenes
independientes, como si fueran libros de buen tamaño que estuvieran sin
encuadernar. Sumergido en la investigación de Pepe Luis, que le puse delante,
ni siquiera escuchó mis preguntas. En cambio, me dijo que se situaba
perfectamente en los datos que leía en ella. Fue y sacó del armario un volumen,
idéntico a los otros, que abrió y cerró por cierta página y volvió a abrir y a
cerrar por una de más allá. Estaba buscando, añadió al cabo de un rato de
concentrado silencio, dos nombres que pescó en mis papeles y que le sonaron
especialmente: los hermanos Santos y Ángel Bueno Prieto. Uno estaba; el otro,
no. “Debe faltar una página”, concluyó.
Ahora no
lo recuerdo pero quizás llegué tarde a la cita, seguramente cerca de la hora de la cena,
porque me pareció que Vicente no disponía de mucho tiempo. De la cocina llegaba un
intenso y delicioso olor a chorizo friéndose. Quizás para no alargar el encuentro me
pidió que le mandara, por correo postal porque no tenía computadora ni se comunicaba
de ninguna otra manera, copia de las conclusiones de Pepe Luis. Por esa misma
vía, me dijo, me devolvería mi árbol genealógico. No había ido
a verlo para solicitarle nada parecido, pero ya que me lo ofrecía no podía
decirle que no. Experto en ese género de trabajos, de pronto me pareció que la sala de su casa era una especie de vivero de
frondas impresas. La mano áspera que me ofreció para despedirme era más la de
un jardinero de plantas de gran tamaño que la de un investigador de árboles de
papel.
Al día
siguiente le envié la información de que disponía y unas dos semanas después
me llegó su respuesta. Un verdadero banquete: una hoja de tamaño considerable,
dibujada tanto como escrita, con nombres en tinta azul y roja. Los apellidos
Fernández y Bueno, motivo del rastreo, aparecen destacados con marcador
amarillo conforme se despliegan en ramas ascendentes. Si el punto de arranque
son mis abuelos paternos, Santos Fernández Bueno y Fernanda Bueno Bueno, las
ramificaciones conducen a una serie de nombres fantasmales para mí: Franciscos
y Marías, Juanas y Catalinas, Melchores y Tomases… Y apellidos, muchos
apellidos, que no estaban ni de lejos en el acercamiento de Pepe Luis: Ordóñez,
Sánchez, Rodríguez, De la Torre, De la Bárcena, Pérez, De Intriago, De Ruenes…
El
Berridi más antiguo se llama, con cierta lógica, Aparicio; es vasco, de
Guipúzcoa, y el asentamiento en el que aparece en Cabrales es El Escobal, en la
punta norte del concejo: un hijo suyo se casó con una cabraliega llamada
Dominga. Por su parte, el Fernández más lejano es un Juan del que sólo sabemos
que era padre de un remoto Pedro, nacido en Sotres de Cabrales, que ya tenía
localizado Pepe Luis. En Sotres, me dice Vicente, no ha sobrevivido archivo así
que la cosa de ese lado muere allí.
En el
documento veo también de dónde me viene el nombre de Santos, que yo mismo llevo, en
recuerdo de mi abuelo. Hay que ir al tiempo de la Trova: nada menos que la
bisabuela de un tatarabuelo, nacida en Asiego en 1741, se llamaba María de
Todos los Santos. El suegro de aquella antediluviana tocaya mía resulta el
primer Bueno de que da cuenta el árbol. Aquel hombre, de quien ya no es posible
establecer la fecha de nacimiento, se llamaba Ventura. Así que mis antepasados
más antiguos, de los que puedo saber siquiera el nombre, se llamaban Aparicio y
Ventura. Considerando los tres siglos que van de ellos a mí, un par de nombres
suficientemente significativos y explícitos.
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Más sobre Asturias en este blog:
“Ocios de 1946”, http://bit.ly/JImW1Q
“Alfonso Camín en el Campo San Francisco”, http://bit.ly/IRN4qV
“La calle Paraíso de Oviedo”, http://bit.ly/rRi3Cu
“El tejo de Bermiego”, http://bit.ly/9NE36k
Sobre las dos fotos antiguas: en la primera aparece Aquilino Fernández Berridi, quien fuera maestro de la escuela de Asiego durante poco más de veinte años. En el extremo de la derecha de la segunda de ellas, con boina y barba blanca, está mi tatarabuelo Santos Bueno Prieto, uno de los hombres más longevos de su tiempo. Los retratos de Pepe Luis conversando con su tío Florentino en Puertas de Cabrales, y de Santos Fernández Bueno asomado a la ventana en su casa de la ciudad de México en la última época de su vida, son de mi primo
José Luis Fernández Tolhurst (http://bit.ly/JpQjpA). La foto que acompaña esta nota fue hecha en un lugar de la Amazonia peruana el
primer día de 2008.
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