Hace unos años me referí por escrito al
momento preciso en que descubrí la belleza de la poesía de Gerardo Deniz. Como relataba entonces, ocurrió leyendo un poema de “Fosfenos”, la serie que abre su libro de 1988, Grosso modo. Recogí el ensayo en donde conté
ese momento en mi libro Contra la
fotografía de paisaje, editado por Libros Magenta y Conaculta en 2014. Como
estos meses emprendo la escritura de los últimos capítulos de un extenso y ambicioso libro
sobre Deniz, vuelvo a echar un ojo a lo que he escrito sobre el tema. A
continuación reproduzco el fragmento en el que
cuento el momento en el que, en un poema en particular y específicamente en un par de versos en concreto, supe con absoluta certeza que estaba delante de un enorme poeta.
Deniz:
la dichosa cubatura de la marrana auténtica (fragmento)
Un amigo me contó que había descubierto
en el índice de un libro un poema que se llamaba como uno suyo, y que por eso
lo había comprado; sorprendido por el hallazgo, me lo ponía delante e insistía
en leerme algo de él. El poema se llamaba “Vivisección” y era de un autor de
nombre extraño: Gerardo Deniz. Imposible mayor diferencia entre los dos poemas:
mientras el de mi amigo describía, con recursos aprendidos a Octavio Paz, el
recorrido de un caracol por el filo de una navaja, el de Deniz, no obstante que
comenzaba con un par de versos atractivos,
Guapo de Rakotis, ahora sí que
delinquiste
(y la justicia helenística es cruel),
me pareció que se desarrollaba con
excesiva complejidad, acaso demasiado caprichosamente. No me sorprendió que Julio se sintiera atraído por ese poeta: si bien compartíamos una filia por
encima de las demás, la de la poesía del Siglo de Oro español, él sentía
debilidad por ciertas debilidades barrocas como aquella que citaba de tarde en
tarde, el retrato de Júpiter escrito por Góngora:
Ministro, no grifaño, duro sí,
que en Líparis Stéropes forjó
(piedra digo bezahar de otro Pirú).
El Góngora de Velázquez que está en Boston. Fuente: Wikipedia |
Mi amigo estaba encandilado sobre todo
con otro poema de ese mismo libro, llamado nada menos que “Cultura”. Daba el
penúltimo sorbo a su café exprés, encendía el enésimo Delicados oscuro, y leía:
Silla de montar sudada, de cuero rojo
incrustado de canicas y piedras
únicas;
puerca albina maxmordona (sin la dichosa
cubatura de la marrana
auténtica) con
un ojo azul y otro saltado, con huesos
de un marfil que sólo ataca el disolvente
universal del fanatismo.
De
entrada, el poema parecía, aun más que “Vivisección”, caprichoso, lleno de
referencias extrañas, innecesariamente complejo. A pesar de eso, picado por mi
vivo sentido editorial, conseguí el teléfono de su autor, le llamé para pedirle
una colaboración para la revista universitaria que hacía con aquél y otros
amigos, y un viernes gris fui a visitarlo a su departamento, en el número 36 de
la calle de San Antonio, en la colonia Ciudad de los Deportes.
Foto tomada de la contraportada de la antología Mansalva |
Esquivo,
áspero, huraño: los adjetivos con los que se me describió su persona, que bien
correspondían con su retrato en la contraportada de Mansalva, donde aparece casi escuálido, con aire de laboratorista y
cara de pocos amigos, encarnaron en un hombre de gran tamaño que vivía en un
departamento pequeñito y oscuro que daba al Eje vial, entre estanterías
metálicas cargadas de libros, en compañía de un gato de nombre ruso todavía más
huraño que él.
Foto: Roberto Portillo |
Pasados unos instantes de embarazo, Juan Almela, como me dijeron
que se llamaba en realidad, y como me cuidé de llamarlo desde aquella noche, se
acomodó en un sillón más bien incómodo debajo de un retrato de Dumézil y otro
de Bartók, en tanto me ofrecía ocupar otro al lado de él.
Foto: Roberto Portillo |
De
aquel primer encuentro lo que más me llamó la atención no fue la peculiarísima
manera de expresarse, cargada de ironía y sentido común, sino su impresionante
memoria, que luego confirmé que se extendía al resto de los temas de este
mundo, pero que entonces, quizá como respuesta a preguntas mías, hizo alarde en
el relato de algunos pasajes de su vida de los que daba fechas casi siempre
para situar infortunios y desengaños, una suerte de cronología de la desdicha
que fue desgranando a lo largo de tres horas largas y que me hizo irme de aquel
departamento con una mezcla de simpatía súbita, curiosidad y sorpresa,
desconcierto y entusiasmo.
Entre
otras cosas, aquella vez Almela me contó que no hacía mucho había sufrido un
desprendimiento de retina y que durante las largas horas de los interminables
días que el accidente le hizo pasar en cama con los ojos cerrados, que
precisaba con lujo de segundos, había concebido un puñado de poemas que había
pasado al papel prácticamente sin vacilaciones nada más recuperada la posición
vertical. Grosso modo, el cuarto de
sus libros, aparecido poco después, abría con esa serie que había bautizado
“Fosfenos”, echando mano de una palabra que él mismo definía, me parece que
mejorando el diccionario, como “falsas sensaciones lumínicas producidas en la
retina”. Fue en uno de aquellos dieciocho fosfenos
donde leí los primeros versos suyos que realmente me atraparon.
Foto: Roberto Portillo |
La
imaginería de la serie, que sitúa al poeta lo mismo en Aguascalientes que en
Roma, en Siracusa que en el Distrito Federal, atravesando la frontera soviética
en una alfombra voladora que en la consulta del Doctor Freud, nos lo muestra al
lado de su musa Rúnika recorriendo una calle de la colonia San Rafael. Al
llegar al lugar donde antaño estuvo una tienda de disfraces llamada El Suplente, en el poema “Trabajeros”, escribe:
Allí alquilaban ropas insólitas, fraques
y futraques,
atuendos de odalisca suripanta, de
margrave.
Foto: FF |
¿Qué
fue lo que tanto me gustó de estos versos? De entrada, su ritmo perfecto. Las
palabras, por otro lado, hacen un conjunto claro y legible, quizás porque la
deriva entre términos usuales e inusuales resulta muy lograda. Incluso creo que
está conseguida la rima, en un autor en el que ése es un recurso apenas entre
otros muchos. Quizás porque son un buen ejemplo, si se quiere a pequeña escala,
de algunos de sus mejores recursos, y porque éstos aparecen en ellos de manera
serenada –puestos en orden, hasta diría que dotados de un cierto aliento clásico–,
esos versos fueron la grieta desde donde pude asomarme a su obra con la
perspectiva correcta por primera vez.
Foto: Nicola Lorusso |
Pero
vayamos por partes. El planteamiento no puede ser más claro: “Allí alquilaban
ropas insólitas”. Esta oración nos prepara para escuchar un pequeño catálogo de
palabras que representan disfraces conformes con lo insólito de su realidad. El
primer par es “fraques y futraques”. La relación entre estas palabras da cuenta
del tipo de subversión lingüística que acostumbra Deniz. Se trata voces
emparentadas por su sonido y su origen y hasta porque significan algo similar;
así, la primera da pie a la segunda y se enlaza con ella en un movimiento que
se antoja de oscilación.
“Fraques”,
que ejemplifica el casticismo a veces exagerado de la Academia, que pretende
que todo puede ser adaptado al español, es el plural, incorporado en Deniz por
el coloquialismo irónico, de la palabra “frac”; lo estupendo es que antecede a
otra, “futraques”, que tiene toda la pinta de ser un neologismo y que sin embargo,
porque significa “levita”, no lo es. Es decir que mientras que la palabra que
nos suena conocida, siquiera por el uso coloquial, no existe sino de manera
irónica, la que le sigue, que nos resulta novedosa, extraña, loca, tiene un
pequeño historial documentable dentro del desarrollo de la lengua, su propia
entrada en el diccionario y un lugar en la tradición.
Muy
en su estilo, Deniz aprovecha el desfiguro que ha provocado al combinar una
palabra que usa en forma irónica con otra que parece en desuso, para introducir
un verso de medidas y acentuación canónicas, “atuendos de odalisca suripanta”,
que es un ejemplo de claridad tradicional en medio del desconcierto, si puedo
decirlo así, del habla contemporánea. Aunque en otro sentido, es lo mismo que
sucede en el retrato de Júpiter que fascinaba a mi amigo Julio, donde a los
complejos versos “Ministro, no grifaño, duro sí, / que en Líparis Stéropes
forjó / (piedra digo bezahar de otro Pirú)”, Góngora hace
seguir uno de perfecta sencillez:
las hojas infamó de un alhelí.
Foto: Nicola Lorusso |
Pero
el último momento del segundo verso, el que remata el conjunto, “de margrave”,
es ya el que me fascina, y, puedo decirlo con toda exactitud, el que me hizo admirador de este poeta. Venimos de escuchar “futraques”, “atuendos”,
“odalisca”. Esas palabras están en el mundo; en principio, no son poesía; sin
embargo, no son del todo prosaicas. La palabra “margrave”, adaptación al
español de un título principesco alemán, me resulta, en ese contexto, sumamente
poética. Escúchese si no:
Allí alquilaban ropas insólitas, fraques
y futraques,
atuendos de odalisca suripanta, de
margrave.
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La foto que abre este post es de Nicola Lorusso. El crédito de autoría del resto de las imágenes aparece debajo de cada foto. El resto procede de mi archivo.
Más sobre Juan Almela (Gerardo Deniz) en este
blog:
Un soneto sobre Octavio Paz, https://bit.ly/2BanKe4
Cómo y cuándo nació el seudónimo, http://bit.ly/1RTMiXd
Deniz en Buenos Aires, http://bit.ly/1N37oAb
En sus 80 años, http://bit.ly/1sDZm8f
Una vida con el Fondo de CulturaEconómica, http://bit.ly/1TNgNSM
Sobre Red de agujeritos, http://bit.ly/12RrW9H
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