A José Manuel Mateo
Lo
digo sin falsa modestia: lo mejor de Contra
la fotografía de paisaje, mi libro de 2014, no lo escribí yo, sino Federico
Álvarez. Cuando proyectaba el índice de aquel volumen, armado a partir de
materiales publicados a lo largo de los años anteriores, decidí incluir
las notables respuestas que mi viejo maestro de Teoría Literaria dio por
escrito al cuestionario que le propuse cuando aparecieron sus memorias de
infancia y primera juventud.
En aquellas respuestas, Federico se muestra como era
en persona: un hombre luminoso y vital, de una extraordinaria inteligencia, que
se expresaba con una envidiable transparencia. Pude constatar que conservó esas
virtudes hasta el final de su vida porque me reencontré con él en un par de ocasiones
un año antes de su lamentable fallecimiento, ocurrido ahora hace tres meses, el
pasado 18 de mayo. ¡Dos ocasiones apenas! Muy pocas, es verdad, pero harto suficientes para
disfrutar de nueva cuenta de su resplandeciente y evocadora conversación, de su
generosidad y su buen talante, todo aquello que ayudó a encender el amor por la
literatura en tantos estudiantes que, como yo, asistimos a sus clases en la
Facultad de Filosofía y Letras en las últimas décadas del siglo pasado.
Federico Álvarez. Foto de Javier Narváez. |
Fue
gracias a José Manuel Mateo, el fiel amigo de Federico que se mantuvo siempre a su lado, que volví a verlo, primero una tarde de sábado en su pequeño
departamento de Copilco, por cierto en el mismo conjunto de edificios donde
visité en repetidas ocasiones al arquitecto Carlos Mijares en sus últimos años,
cuando Alberto Kalach y yo hicimos las entrevistas que cristalizaron en nuestro
libro Croquis.
Carlos Mijares y Alberto Kalach. Foto: FF |
Ahí vivía Federico (o
Fede, como le gustaba que lo llamaran), en un espacio más bien oscuro pero
repleto de libros y recuerdos, y ahí nos recibió a Daniela y a mí aquella tarde
de mayo de 2017 de la que volví tan entusiasmado por haber
charlado de nuevo con mi querido maestro como ella conmovida con la
personalidad de aquel anciano carismático y entrañable al que veía por primera
vez.
Dos
semanas más tarde volvimos a encontrarnos con él, en esta ocasión para comer en
una marisquería de Miguel Ángel de Quevedo, donde Federico dio rienda suelta a
su gusto por los camarones, y lo oímos nuevamente hablar del exilio español, al que pertenecía,
de la Guerra Civil y de la España contemporánea, con el mismo aire ligero y corazón alegre que lo caracterizaban.
Nunca, ni en aquellos momentos de felicidad compartida, dejé de tener presente aquello que dejó
escrito en sus memorias, de que la extrema vejez, como la suya, en su caso
agravada por un cáncer lento e inexorable que le llenaba de piedras el camino
de casi todos los días, era como estar frente a un pelotón de fusilamiento, a la
espera de la inminente descarga final. Si le fallaba la memoria a corto plazo y
podía confundir los nombres de algunos conocidos y colegas de toda la vida, o de pronto se veía incapaz de recordar los lugares exactos donde ocurrieron las anécdotas a que hacía
referencia, o de decir el título exacto de éste o aquel libro, la memoria que
tenía que ver con los tiempos más apartados de su larga vida de noventa años se
afinaba hasta el último detalle con absoluta precisión. Pero lo que hacía más sabrosa
la plática era aquello con que invariablemente la salpimentaba, todas esas observaciones
agudas y sonrientes que delataban un españolísimo gozo vital que era como una
segunda naturaleza en él.
En
su casa, además de otros temas, hablamos de libros. Entre los que estaban a la
vista había un ejemplar de la edición de Anagrama de Habla, memoria, el maravilloso conjunto de evocaciones de infancia
de Nabokov que yo acababa de leer precisamente por esos días, por cierto con el mismo entusiasmo que él
experimentó al pasar por sus páginas, según contó aquella tarde –ejemplar que yo
me cuidé de fotografiar, y en cuya última hoja Fede dejó anotados los pasajes que
más le impresionaron.
Si
nos recomendó la lectura, entre otros libros, de Los muchachos de la vía Pal de Ferenc Molnar, que por razones que
ahora no consigo recordar él tenía en edición italiana, yo le pregunté por
Miguel Prieto, de quien vi en uno de sus libreros una bella edición española,
el catálogo de su exposición en España y México, un gran libro sobre la
vida y la obra de aquel artista plástico y diseñador gráfico al que Fede
trató y con quien puso en contacto a Vicente Rojo en los años de la
mocedad de ambos amigos. Como se dio cuenta de que tenía dos ejemplares, creo
recordar que uno impreso en México y el otro en España, me regaló uno de los
dos.
Pero
lo que más gracia me hizo fue algo poco menos que mágico y misterioso que repentinamente me
devolvió a los primeros tiempos de la juventud, cuando lo conocí en persona en las circunstancias que están relatadas en mi libro.
De pronto, José Manuel Mateo me
hizo notar que sobre la repisa de uno de los libreros, encima de otras
publicaciones, había unos ejemplares de Alejandría,
la revista que fundé con unos amigos de la Facultad a mediados de los años
ochentas. Los ejemplares estaban allí, arriba del todo, cerca de la puerta, al lado de las llaves
del coche y del periódico de la mañana, como si yo se los hubiera entregado unas
horas antes en uno de los pasillos de la Facultad al final de una de sus
clases, sin importar que de ello hubieran pasado tres largas décadas.
Como
le pregunté por la edición que prologó del libro de Max Aub, su suegro, sobre
Luis Buñuel, me contó que le había prestado su único ejemplar a Miguel Ángel
Flores, quien nunca se lo había devuelto, lo cual, me dijo, le dolía particularmente.
Yo me ofrecí a conseguirle el teléfono de Flores, cosa que hice a día siguiente
de nuestro segundo encuentro solicitando el dato en la revista Proceso, de la que aquel escritor
y periodista era colaborador.
Unas semanas más tarde le llamé a Federico para ver si había conseguido
recuperar el libro, pero él ya no se acordaba de mi ofrecimiento de ayudarlo ni mucho menos de que le hubiera dado ningún teléfono de nadie. Como sacaba
yo el tema, aprovechó entonces para volver a contarme el predicamento y a exponerme
de paso el dolor de haber prestado irresponsablemente su único ejemplar de aquel
libro tan valioso para él. No mucho después de nuestra conversación telefónica,
leí en la prensa la noticia de la muerte de Miguel Ángel Flores, ocurrida el 18
de enero de 2018, cinco meses exactos antes que Federico.
Si
no pude ayudarle a recuperar ese libro, me queda la satisfacción de haber
formado parte de la afortunada y algo providencial cadena que permitió que la
biblioteca de Federico, quien estaba muy preocupado por el destino de sus libros,
haya quedado en posesión de la Universidad, después del acuerdo que el antiguo
maestro de la Facultad de Filosofía y Letras firmó con el Instituto de
Investigaciones Filológicas de la UNAM, gracias a la voluntad y los buenos
oficios de Mario Ruz, su actual director, y Fernando Rodríguez Guerra, su
secretario académico.
Por cierto, como se lo dije en su momento a Federico, en
mi biblioteca, por causas que ahora no vienen al caso, hay dos ejemplares de las Conversaciones
con Luis Buñuel de Max Aub, que es como se llama ese libro, por
lo que me he prometido donar uno de ellos a la suya, ahora en Ciudad Universitaria,
como una manera, simbólica y tardía si se quiere, de reparar aquella pérdida
que tanto le dolió.
Veo las fotos que tomamos Daniela y yo durante las dos últimas tardes con Federico y me
permito escoger un par de ellas para cerrar este post. Ambas imágenes fueron hechas en su departamento, que él me permitió
recorrer y fotografiar en libertad. Son reproducciones fotográficas de fotos
que estaban en lugares estratégicos de sus muchos libreros, apoyadas en los lomos
de los libros.
La primera es un retrato de él mismo: Fede aparece en ella en la
flor de la vida: de barba, maduro y estupendo; se apoya en el letrero que está
a la entrada de Lezama, aquel pueblo alavés de unas apenas cuantas decenas de
habitantes, llamado como un admirado poeta cubano, delante de un Seat 127 con
placas de Madrid.
La otra es un retrato de la bellísima Elena Aub, su
exmujer, a la que me parece que nunca dejó de amar, y de cuya dolorosa separación tal vez jamás se recuperó.
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Las últimas tardes con Federico Álvarez fueron el 27 de mayo y el 15 de junio de 2017.
Las fotos del segundo de esos encuentros las hizo
Daniela Carranza en el pasillo de conduce al restaurante
Pardiños de Miguel Ángel de Quevedo, en Coyoacán; fue la última vez que estuvimos con él.
José Manuel Mateo editó, bajo su propio sello, un hermoso libro de ensayos de Federico Álvarez: Vaciar una montaña. 134 glosas. Ediciones Obranegra, México, 2009.
El libro de Max Aub
sobre Luis Buñuel se llama Conversaciones
con Luis Buñuel, seguidas de 45 entrevistas con familiares, amigos y
colaboradores del cineasta aragonés. Aguilar, Madrid, 1985. Prólogo de
Federico Álvarez.
Más sobre Federico
Álvarez en este blog:
Sobre Contra la fotografía de paisaje, https://bit.ly/2MsVWVX
Entrevista
con Federico Álvarez (fragmento), https://bit.ly/2M5THMo
Caro Fernando, tienen las entradas de tu blog un rasgo que --entre otros también virtuosos-- las hacen espléndidas y siempre gozosas: propicias que se reúnan en ellas asuntos, personas, circunstancias, libros y recuerdos en apariencia inconexos, pero que en realidad están unidos secretamente y son cada uno de ellos interesantes, como aquí es el caso de las vidas de Federico Álvarez, Max Aub y Buñuel, la circunstancia del exilio (y las menos visibles de la amistad, la familiaridad y el amor) como hilo que los une y la presencia de libros significativos en los que al fin todos los personajes confluyen: el que recoge las memorias de Álvarez, el inconcluso de Aub sobre Buñuel ¿no sólo prologado sino armado por el mismo Álvarez?, el tuyo que se ocupa del primero. Y en fin. Dejo aquí la sugerencia de incorporar también al legado de don Federico a la UNAM el libro de asunto buñueliano que sí se atrevió a adoptar el título original de Aub: "Luis Buñuel, novela", que como sabes editó Carmen Peire en 2013 y viene a ser complemento necesario a "Conversaciones con Buñuel" (sin el "Luis") de 1985. Un abrazo grande. CUML.
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