Una dedicatoria en un viejo ejemplar de una novela
de Milan Kundera me permite saber con exactitud la fecha: 9 de febrero
de 1985. La tarde de aquel día, mi amigo Sergio Vela y yo asistimos a una inolvidable
representación teatral: la Orestiada
de Esquilo, dirigida por José Solé. Éramos unos muchachos de veinte años que se
habían hecho amigos al final del último curso de la preparatoria y compartíamos
el entusiasmo por la literatura.
Foto: José María Fernández Figueroa. |
Él ya era, además, el erudito melómano de los
días que corren y por encima de otros muchos intereses vivía con pasión la tragedia
y el mundo clásicos, contagiados por su temprano amor a Richard Wagner.
Su propuesta de asistir a la escenificación de la trilogía de Esquilo en sábado o domingo, cuando las tres partes se representaban de una sola vez, una
detrás de la otra, a lo largo de poco más de seis horas (al
revés de lo que ocurría en la semana, cuando se hacía entre el jueves y el
viernes), me pareció que tenía algo de travesura y me apunté sin pensarlo dos
veces.
Ahí estuvimos, sentados uno al lado del otro en el teatro Juan Ruiz de
Alarcón del Centro Cultural Universitario, con nuestros respectivos ejemplares de Sepan cuantos de las tragedias
de Esquilo en los que seguíamos los textos del Padre Garibay que se iban
desgranando en escena, y durante los dos largos intermedios, y a la salida, cuando
nos dirigimos a cenar al Sanborns de San Ángel, embebidos de una poderosa experiencia, rica tanto como insólita.
En el foro de La Ruta del Teatro. Diciembre de 2016. Foto de Jesús Sánchez Maldonado |
Poco más de tres décadas después, a finales
de 2016, cuando participé en la grabación de la serie televisiva La Ruta del
Teatro, tuve la oportunidad de entrevistar al viejo director de escena. Al
final de la charla, que al principio versó sobre Edipo Rey pero que luego se fue prolongando largamente hasta llegar a los orígenes de su amor al teatro, le conté que había
presenciado aquella representación y le extendí el programa de mano original, que
yo había conservado todos aquellos años, solicitándole su autógrafo. Solé murió un mes y medio más tarde.
He enviado el siguiente cuestionario a Sergio
Vela con preguntas sobre aquel director que acabó siendo su maestro, y sobre
aquella extraordinaria puesta en escena que marcó su propio trabajo artístico y dio a nuestra
primera juventud el sabor genuino de la tragedia griega. ¿Cómo era aquella representación? ¿Hasta qué punto marcó su idea del teatro? ¿Qué tanto aprendió de ella? Ha aquí su invaluable testimonio.
José Solé. Foto de Francisco Daniel. Revista Proceso |
Sergio Vela evoca a José Solé
Por FF
¿Quién fue José Solé para ti?
Pepe fue un amigo entrañable y sincero, un
generoso mentor involuntario y un referente en mi adquisición del oficio de
director escénico. Su versatilidad, su amplia cultura y su bonhomía iban a la
par de su sentido práctico para resolver los problemas y las necesidades
específicas de cada obra. Nunca escatimó un consejo ni dejó de festejar los
buenos trabajos ajenos. Su sentido del humor era afiladísimo, sin menoscabo de
una estupenda educación; por otra parte, su refinada galantería, rayana en el
mejor donjuanismo, suscitaba la simpatía de las damas y el respeto de los
caballeros, y yo siempre celebré los encuentros con Pepe y nuestra cercanía
afectiva.
Hace poco menos de dos años, al estrenar con la Compañía Nacional de
Teatro mi puesta en escena de La
colaboración, de Ronald Harwood, me encontré con el querido Pepe al término
de la función, y recibí de él un abrazo y una cálida, detallada y larga
felicitación que me conmovió y me honró profundamente; por fortuna, pude
decirle que buena parte de los méritos que hallaba en mi trabajo correspondían
con lo que yo más apreciaba de sus mejores escenificaciones. ¡Qué feliz me
sentí con el fuerte abrazo de Pepe, y con cuánta alegría lo recuerdo!
¿Viste otros trabajos suyos que recuerdes ahora con gusto o admiración?
Ciertamente. Desde La vida es sueño con Rosenda Monteros, en nuestra adolescencia, o El alcalde de Zalamea hasta su Otelo en el Teatro Julio Castillo o,
últimamente, El arrogante español. Siempre
respeté, y admiré, su honda comprensión del texto dramático, a la par de sus
soluciones prácticas en torno al hecho escénico. Pienso que la circunspección,
el comedimiento, la fecundidad, la inteligencia y la versatilidad eran
características esenciales del trabajo de Pepe.
¿Trabajaste, por cierto, alguna vez con él?
Sólo indirectamente. En los albores de mi
carrera en el ámbito del teatro lírico, cuando fui gerente artístico y luego
director de la Ópera de Bellas Artes, frecuenté a Pepe, cuya colaboración como
director de escena de diversos títulos fue siempre valiosa. Hizo un precioso Elíxir de amor, en el que dio rienda
suelta a sus recuerdos de un teatrino
de su infancia. Al año siguiente de haber dejado la dirección de la Ópera de
Bellas Artes, Pepe hizo una estupenda Elektra,
que queda gratamente impresa en mi memoria.
¿Cómo describirías aquella puesta en escena de la Orestiada que vimos juntos en 1985?
Ese trabajo fue especialmente logrado, si
bien algunos de sus rasgos distintivos parecían provenir de la escenificación
de Peter Hall en el National Theatre de Inglaterra y Epidauro, en 1981. Esa Orestiada estaba marcada por un
artificioso y elegantísimo historicismo: todos los personajes eran
interpretados por varones (a la manera en que, suponemos, se representaba la
tragedia en tiempos de Esquilo); todos portaban máscaras distintivas; la concepción
escenográfica era sencilla, nítida y funcional; el estilo, arcaizante, era
igualmente contemporáneo sin incurrir en la mera actualización de la trama
(algo que, en términos generales, encuentro vacuo y hasta ridículo); el ritmo
nunca decaía y, por si fuera poco, la complejísima trama resultaba felizmente
nítida.
¿Recuerdas algunos detalles que te llamaran especialmente la atención?
Nunca olvidaré el aroma de las teas ardientes
en escena, la intensidad de Clitemnestra, el cadáver de Agamenón, la altura del
atalaya, el estambre de las cabelleras de las máscaras, la formidable magnitud
de los ojos, el elegantísimo trazo escénico, los desplazamientos casi
coreográficos del coro, el espanto que suscitaban las erinias y la intervención
final de Atenea.
¿Se cumplía el propósito de esa puesta en escena, el que mencionaba
explícitamente Luis de Tavira en el programa de mano, diciendo que se trataba
de “aproximarnos lo más fielmente que la documentación nos permite, al
irrepetible y misterioso mundo perdido de la tragedia de Esquilo […] en un
hecho teatral […] actual y vigente”?
Sí, sin la menor duda. Qué maravilla que
puedas citar la nota del queridísimo Luis de Tavira para el programa de mano
—que yo no tengo y que querría ver de nuevo, así que te emplazo a que me
procures una copia—, y cuánta razón había en esas líneas.
Quizá tú no lo
recuerdes, pero tras la función dominical de la trilogía completa, tú y yo nos
fuimos a cenar al Sanborns de Avenida de la Paz, donde te robaste un libro —El libro de la risa y el olvido, de
Milan Kundera, en la edición de Seix Barral— que me regalaste. Eres tú quien puede
responder, con aquella dedicatoria exagerada de antaño, la pregunta que ahora
me has formulado: sé que desde entonces compartimos el amor por Grecia.
Figúrate que mientras cenábamos unas enchiladas suizas me reclamaste
—grandísimo cabrón— que no te hubiera abierto antes las puertas del teatro
griego. También me dijiste, lo recuerdo perfectamente, que nunca te alejarías
de la tragedia ateniense. ¡Algo impagable le debemos a Pepe, que supo
interpretar a Esquilo! ¿O no?
¿Cómo eran la escenografía, la
iluminación o el vestuario? ¿Y el trabajo actoral?
La escenografía era, ante todo, funcional.
Había, al fondo, como skené, una
estructura modular de metal, recubierta de madera clara, estática salvo que
permitía abrir y cerrar puertas. La altura no era excesiva, y se empleaba un
nivel superior para el vigía. No había un ciclorama iluminado, sino que el
espacio estaba delimitado por una cámara negra tradicional. Al frente, el
espacio actoral recordaba la orchestra
de los teatros griegos, y creo recordar que el tránsito del coro, sus entradas
y salidas —párodos y eísodos— eran, como en las antiguas
representaciones, laterales. El vestuario, también funcional, evocaba un pasado
griego un tanto imaginario; la iluminación no era efectista, sino que atendía a
las necesidades dramáticas. El conjunto del dispositivo escénico era de una
eficacia notable, que permitía el flujo verosímil, armonioso y diáfano de la
representación.
¿Cómo se oían los parlamentos traducidos por el Padre Garibay? ¿Cómo
juzgas tú mismo los textos traducidos por él?
Conservo un especial cariño por las
traducciones del Padre Ángel María Garibay, porque las leí desde mi más
temprana juventud y, consecuentemente, fueron el punto de partida de mi
acercamiento al teatro griego. La labor del Padre Garibay fue más que
encomiable —era un políglota excepcional—; sin embargo, al cabo de los años
encuentro que el tono elegido por él es demasiado rebuscado, y prefiero
versiones más claras (por ejemplo, la línea inicial de Edipo rey es traducida así por el Padre Garibay: “Hijos, progenie
renovada del remoto Cadmo”, cuando con mayor sencillez podría decirse: “Hijos,
descendencia nueva del antiguo Cadmo”. Es un mero ejemplo, que puede
multiplicarse página tras página.)
José Solé firma mi ejemplar del programa de mano de La Orestiada de Esquilo. Fotos de Paulina Franch. |
¿Influyó aquel montaje, de alguna manera, en tu concepción del teatro?
¿Lo has recordado al trabajar tú mismo los temas de la tragedia griega en
algunas de tus puestas en escena de ópera?
Supongo que sí hay una influencia benéfica de
aquella Orestiada en mis trabajos, y
no sólo los que se refieren a los temas grecolatinos: la sobriedad, la
austeridad y la fidelidad textual son premisas que asumo como propias, y hallo
esos mismos puntos de partida en esa puesta en escena de Pepe.
En la raigambre
de mis preferencias formales y de mi estética teatral puede advertirse, de modo
más o menos evidente, las enseñanzas de Wieland Wagner y sus ancestros —Adolphe
Appia y Edward Gordon Craig—, así como las Robert Wilson y Peter Brook; sin
embargo, me reconozco deudor de Juan Ibáñez, de Peter Hall y también de José
Solé: los tres me enseñaron, de una u otra manera, a evitar la
sobreinterpretación y a mantener con rigor las convenciones escénicas que uno
mismo ha elegido.
¿Qué recuerdo tienes de nosotros, de ti y de mí, veinteañeros
impresionados por el rito, la solemnidad e incluso la duración de aquella
representación?
¡Cuánta complicidad ha habido entre nosotros
a lo largo de tantos años! Ha transcurrido más de media vida y, sin embargo,
conservo en la memoria nuestro azoro mutuo, el deslumbramiento compartido en
ocasión de nuestra primera Orestiada en
vivo. La fascinación que suscitó en nosotros esa puesta en escena de Pepe puede
explicarse con una sola palabra que cuento entre mis predilectas: entusiasmo (enthousiasmós significa algo así como “albergar
a los dioses en el alma”). Ese es mi mejor recuerdo de entonces: nuestro
entusiasmo.
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El retrato de José Solé es de Francisco Daniel; lo tomo prestado del portal de la revista Proceso.
La Ruta del Teatro, http://bit.ly/2DudbC1
Más sobre Sergio Vela en este blog:
Entrevista para Quodlibet, http://bit.ly/1U25whD
Siluetista de músicos, http://bit.ly/1wrk385
¿Por qué Contra la fotografía de
paisaje?, http://bit.ly/1xS2jpo
Textos para La mujer sin sombra, http://bit.ly/1IraPP6
Trasfondo de época, http://bit.ly/1qNLLbP
Primera tumba de Borges, http://bit.ly/14vLgjq
La colaboración, de Sergio Vela, http://bit.ly/2onOobd
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