¿A qué gozo
secreto
se
asoma
fugazmente
el
niño
que
aparece
en
la
foto?
¿A
cuál
pensamiento
agradable
o
intenso
sabor?
¿Qué
avistarán
sus
ojos
echados
hacia
adentro
en
el
instante
que
capta
el
fotógrafo? La fecha, octubre
de
1969; el sitio, el
pequeño
parque
público
que
con
el
tiempo
acabará
llamándose
Plaza
de
Uruguay,
y
a
la
que
Efraín
Huerta,
nada
menos,
que
vivía
a
unas
calles,
dedicó
un
poema
(“Plaza Uruguay. Zamba
lenta
pero
esperanzada”,
en
Poesía completa,
FCE,
segunda
edición,
México,
1995, pág. 392).
Si abrimos
un
poco
la
imagen,
comprobaremos
que prácticamente no
había
árboles
siquiera;
las
fuentes
de
las
cuatro
esquinas
del
rectángulo
que
forman
las
calles
de
Hegel,
Lope
de
Vega
y
Horacio
habían
sido
instaladas
probablemente
no
hacía
mucho,
y
todavía
no
estaba
la
fuente
central,
el
horroroso
mazacote
de
concreto
que
ha
terminado
por
gustarnos
por
costumbre
o
cansancio.
De
hecho,
la
pequeña
calle
que
cierra
el
rectángulo
por
el
sur
aún
no
había
sido
bautizada
como
Juana
de
Ibarbourou,
como
ocurrió
en
cuanto
alguien
decidió
que
el
pequeño
jardín
dirigiera sus
fuerzas
simbólicas
a
servir
de
gesto
amistoso
a
la
hermana
república
del
Uruguay.
La
foto
es,
por
eso,
muy
anterior
a
los
tiempos
en
que
trajeran
la
estatua
de
Artigas,
que
estuvo
primero
en
la
esquina
de
Masarik
y
Arquímedes,
y
la
colocaran
en
el
frente
principal
del
parque,
el
que
da
a
Horacio,
sobre
un
zócalo
lleno
de
inscripciones
con
frases
suyas
(“La causa de
los
pueblos
no
admite
la
menor
demora”,
“No venderé el
rico
patrimonio
de
los
orientales
al
bajo
precio
de
la
necesidad”,
etc.).
De ese modo,
la
pequeña
calle
sobre
la
que
estaba
la
casa
de
mis
abuelos
entonces
no
tenía
el
nombre
de
Juana
de
América
y
aún
se
llamaba
Pascal,
que
es
como
aparece
mencionada,
por
cierto,
en
el
poema
de
Efraín.
Y
así,
Pascal,
la
casa
de
Pascal,
es
como
todo
mundo
llamaba
a
la
casa
de
mis
abuelos,
que
estuvo
frente
al
joven
parque,
cuando
vivieron
un
tiempo
en
ese
sitio,
por
los
días
exactos
en
que
yo
aprendí
a
caminar.
Como hemos abierto
el
cuadro,
hemos
descubierto
al
resto
de
los
personajes
de
la
estampa
que
atrapa
la
foto:
primero
Pepe
Luis,
nuestro
tío
trotamundos, sempiterno pasajero
de
los
aeropuertos
y
las
estaciones
de
trenes
y
autobuses
de
los
cinco
continentes,
antiguo
funcionario
público
especializado
en
aerolíneas
y
puertos
aéreos,
que
se
toma
un
respiro
en
su
infatigable
ir
y
venir
por
el
orbe
conocido
para
posar
un
momento
con
los
tres
hijos
de
su
hermano
Fernando.
Para
el
otoño
de
1969, cuando se hace
la
foto,
luce
aquellos
bigotes
y
esas
patillas
que
son
la
marca
de
la
época,
pero
que
en
su
caso
testimonian
también
su
voluntad
de
libertad
y
singularización
dentro
del
férreo
marco
familiar,
características
que
han
determinado algunos
actos
significativos
de
su
vida.
Hijo
y
nieto
de
emigrantes,
Pepe
Luis
terminará
echando
raíces
lejos
de
México,
en
Australia,
en
la
remota
Oceanía.
La
camisa
amplia,
de
grandes
cuellos;
el
anillo
de
oro,
que
le
nada
un
poco
en
el
dedo;
la
mano
posada
en
el
globo…Y
esa
vitalidad
y
empatía
tan
suyas que
hacen
difícil,
si
no
es
que
imposible,
captarlo
en
un
momento
de
serenidad,
cuando
no
esté
aportando
alguna
aguda
observación,
haciendo
una
broma
o
contando
un
chiste.
Y mis hermanos:
José
María,
quien,
a
juzgar
por
el
color
de
sus
mejillas,
acaba
de
pegar
una
carrera
de
punta
a
punta
del
parque,
o
ha
vivido
algún
género
de
pasión,
o
ha
hecho
un
pequeño
disgusto
doméstico.
Los
ojos
enormes
y
hermosos
de
sus
tres
años
y
medio
son
los
mismos
con
los
que
me
mira
el
día
de
hoy,
casi
medio
siglo
más
tarde,
siempre
con
algo
de
candor
y
de
sorpresa,
cuando
le
extiendo
la
fotografía
y
lo
invito
a
que
la
vea
conmigo.
Covadonga,
que
tiene
poco
más
de
un
año,
está
en
el
arduo
proceso
de
conocer
el
mundo
llevándoselo a
la
boca,
tal
y
como
se
espera
de
su
edad,
y
prueba
a
probar
el
cabo
del
hilo
de
uno
de
esos
globos
un
poco
tristes que alegraron nuestra infancia,
recubiertos
de
plástico,
que
no
saben subir ni
flotar,
que
acaban
de
regalarle.
Al fondo, sobre
la
calle
de
Hegel,
aquel
auto
de
láminas
largas
que
se
ve
entre
nosotros,
¿es
el
Impala
familiar?
¿Por
qué
está
estacionado
en
sentido
contrario?
Si
es
nuestro
coche,
no
deben
de
quedarle
muchos
días
antes
de
que
otro
coche
lo
alcance
con violencia por
el
lado
izquierdo,
precisamente
el
que
vemos
en
la
imagen,
a
unas
cuadras
apenas
de
donde
estamos
retratados,
sobre
Horacio,
unas calles
hacia
Mariano
Escobedo,
en
la
esquina
con
Sudermann,
un
mediodía
al
volver
del
supermercado
con
todos
a
bordo
y
mi
madre
al
volante,
aun
cuando
nosotros
circulemos
a
velocidad
moderada
por
la
avenida
principal,
la
que
tiene
camellón,
y
por
lo
tanto
tengamos
“preferencia”, como se
decía
entonces.
El niño que
aparece
en
el
extremo
derecho
de
la
foto,
digamos
que
se
interna
¿en
qué
cosa?
El
gesto
es
inequívoco:
el
de
quien
se
deleita
con
un
agudo
placer
o
experimenta
una
feliz
inspiración.
La
luz
cenital
que
lo
baña
parece
confirmarnos
que
vive
un
segundo
de
plenitud.
En
el
momento
en
que
mi
padre
hace
click, sus
ojos
se
cierran
un
instante,
asomados
no
sabemos
a
cuál
disfrute
secreto,
un
gozo
que
la
foto
comunica,
y
que,
sin
tener
ni
la
más
remota
idea
de
qué
se
trata,
podemos
apreciar
con
una
extraordinaria
precisión.
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