viernes, 13 de abril de 2018

Gonzalo Celorio, 70 años

(El domingo pasado se hizo un homenaje al escritor y académico de la lengua Gonzalo Celorio en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, con motivo de sus 70 años. Mi querido amigo y maestro de otros tiempos tuvo a bien invitarme a participar en la mesa de homenaje al lado de Malena Mijares, Eduardo Casar y Juan Villoro. Aquí el texto que leí en la ocasión. Las fotografías de ese día son de Rodulfo Gea, de la Coordinación Nacional de Literatura del INBA.)

En 2008, acompañé al presidente de Conaculta a una visita oficial a Jerez que era parte de un ambicioso recorrido de reconocimiento por los teatros centenarios del paísCuando escuché que en la pequeña ciudad zacatecana iba a recibirnos una comitiva compuesta por las autoridades culturales locales, recordé de pronto con espanto que mi viejo maestro Gonzalo Celorio había publicado, nada menos que en la edición más importante de la poesía de López Velarde, la que apareció en la colección Archivos acompañada de bibliografía, esbozo biográfico, manuscritos reproducidos fotográficamente, y una parte considerable de lo más importante que se había escrito sobre el poeta hasta 1988, que un joven amigo suyo llamado Fernando Fernández le había dicho, al volver de su primera visita a la localidad velardiana, que Jerez de Zacatecas era unpueblo inmundo”.
Casi sólo por sentido de sobrevivencia, de inmediato ideé una respuesta más o menos convincente por si se daba al caso de que alguno de los funcionarios, entre quienes no dejaría de haber alguno que conociera lo que la crítica había dicho sobre la ciudad natal del poeta, me pidiera las debidas explicaciones. Por suerte, más abajo en ese mismo texto Gonzalo añadía que yo le había dicho también que Jerez no era una ciudad habitable a menos de que se tuviera en ella a una tía que le ofreciera a unocalabazate”, palabra que yo no había oído nunca en la vida. Así que, si alguien me llamaba a cuentas sobre aquella ofensiva opinión, yo me aferraría al argumento de que Gonzalo Celorio había puesto en mis labios unas palabras que yo no podía haber pronunciado, entre las cuales había incluso alguna que era totalmente nueva para . Dicho de otra forma, que me había convertido en personaje.
Gonzalo Celorio, en su casa de Mixcaoc, a mediados de los ochentas. 
Foto: FF
Conocí a Celorio a la mitad de la década de 1980, cuando fui su alumno en la Facultad de Filosofía y Letras. Imagínese mi deslumbramiento juvenil. Era, nada menos, el primer escritor que conocía en persona. Culto, agradable, articulado (como se decía ya entonces, en expresión que le gustaba a Gonzalo), el titular de la materia de literatura hispanoamericana de la carrera de Letras Hispánicas explicaba, entre otros autores, a dos de sus grandes amores literarios, Alejo Carpentier y Julio Cortázar, y lo hacía con una enorme capacidad para contagiar su entusiasmo.
Ya se sabe que una estela de suspiros femeninos, que removía los aires de otro modo un tanto inconmovibles de los pasillos de la Facultad, quedaba suspendida largamente después de que pasaba él, siempre unos minutos tarde, hacia el salón donde impartía su clase. Al acabar una comida en su casa en Mixcoac, más bien ya de noche, invariablemente en aquella terraza que daba al jardín, cuando nos despedíamos después de una sobremesa colmada de anécdotas, carcajadas, citas literarias, él nunca dejaba de desaparecer en el interior de su estudio de donde volvía con un ejemplar de alguno de sus libros, que dedicaba con elegancia y afabilidad.
Gonzalo Celorio y yo, en su casa de Mixcoac, alrededor de 1985. 
Foto: Archivo FF 
Para fue una sólida confirmación de mi vocación literaria el que él me distinguiera en clase con sus comentarios más entusiastas, el guiño de una idea que habíamos discutido previamente, las risas más sinceras a cuanta broma o cruel comentario y juego de palabras pudiera ocurrírseme, y luego, conforme pasó el año escolar, que acabara por abrirme las puertas de su amistad y de su casa. El día de la última clase del semestre, Celorio solía invitar a sus alumnos a tomar un trago a aquella vieja casa que él ha descrito inmejorablemente en diversos lugares de su obra, con su glicina, su pérgola y sus cuartos dispuestos en hilera como vagones de un tren.
Recuerdo que cuando entré en aquella ocasión en un grupo en el que seguramente también estaban Dzazil y Mario, y Jessica y Leonor, yo, que había visitado ya la casa, conocía el lugar de la cocina en donde estaban los hielos y el mueble en el que se servían las cubas, y la pila de discos en la que se encontraba el LP de Bola de Nieve que el maestro ponía en los momentos cumbre, e incluso podía decir en cuál exacto rincón del librero estaba Borges.
En el extremo izquierdo de la imagen, Malena Mijares.
Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA
Pero el día que sentí que éramos amigos fue cuando tuve el honor de ser invitado a su fiesta de cumpleaños, en el velardiano 1988, cuando él cumplió 40 años. ¡Cuarenta años! Hace casi quince que yo mismo rebasé esa edad. Es fácil sacar la cuenta: hoy que celebramos sus 70, puedo decir sin equivocarme que han pasado tres décadas exactas desde aquel día de su cumpleaños cuando entré en su casa y percibí en un golpe de vista la singular estampa de aquellos Celorio hechos todos con el mismo cuño, aunque uno fuera más largo que el otro, éste más elegante que aquél, el de más allá un tanto más regordete que los demás, pero todos miraran con esos ojos como tirando a rubios y desprendieran un aire de calidez que en Gonzalo alcanzaba su máxima expresión. Por ahí estaba la mayor, Virginia, y también la menor, Rosa. Por ahí estaba aquel cuñado con aquel característico aire de su anglosajona nacionalidad. Por ahí andaba Miguel, quien significativamente había sido maestro de mi padre.
Los Celorio rodeando a su madre, doña Virginia, antes de 1988. 
Foto: Archivo de Rosa Celorio.
Y entre todos ellos, estaba nada menos que la madre de Gonzalo, una anciana me parece que no precisamente frágil de piel blanquísima y lentes de subidas dioptrías a la que le quedaba menos de un año de vida, y que era el núcleo sensible de todos aquellos Celorios entre los que destacaba con luz propia, magnificada por mi admiración sincera, mi brillante amigo, nada menos que el penúltimo de sus doce hijos. Creo que fue en esa ocasión, en medio de la pachanga, la música, las voces y los entusiasmos siempre crecientes, una vez que habían corrido copiosamente las cubas, y la fiesta había arribado, jubilosa y radiante, a los territorios de la noche promisoria, cuando de repente, tal y como ocurre en una película de Fellini, se fue la luz eléctrica
Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA.
En la Semana Santa del año siguiente viajé a Nicaragua. Yo sabía que su hermano Eduardo, a quien nunca había visto, vivía allí, así que le pedí a Gonzalo sus datos. No pude buscarlo, aun cuando estuve casi una semana entre Managua, Granada, León, Masaya. La última noche de mi viaje, cuando nos despedíamos de aquel país en la ciudad de León, vi cruzar la calle, confusamente porque había anochecido, sin poder estar seguro, ya que por todas partes había un estrépito fiestero, con la imposibilidad de aclararlo con certidumbre porque yo había bebido, a un hombre tan parecido a Gonzalo que me pareció que no podía no ser sino su hermano Eduardo
A la izquierda, Eduardo Celorio; a la derecha, Héctor Ramírez Williams. 
Foto: Archivo de Rosa Celorio
Como ocurre en las novelas, era él. Lo abordé, le dije quién era yo y me invitó una cerveza en la casa en la que pasaba unos días de vacaciones, y en donde me enseñó a dos niños pequeños dormidos que no se parecían en nada, de quienes me contó que eran hermanos entre , de la misma exacta edad, cosa que no fui capaz de entender sino pasado un rato de suspicaces razonamientos.
Aspecto del Homenaje a Gonzalo Celorio en la Sala Manuel M. Ponce
del Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México.

Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA.
Casi desde siempre, de cuando en cuando le escuché decir a Gonzalo, de alguno de los amigos que estuvieron en sus clases antes que yo, que eran el mejor alumno que había tenido en las aulas. Luego, con los años, seguramente por la continuidad de nuestra amistad, lo dijo también de , en las más distintas ocasiones y a diversos grupos de personas, y todavía lo repitió hace unos días en la fiesta de sus 70 años al presentarme al doctor Sarukhán. La prueba de que es imposible que eso sea verdad la tendrá cualquiera que eche un vistazo a la impresionante lista de quienes me precedieron como alumnos suyos
Habla Juan Villoro, quien cerró las participaciones del Homenaje a Celorio.
Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA.
Pero esa manifestación sostenida de Gonzalo me ha permitido tener presente el aprecio seguro y la confianza que me ha tenido durante todos estos años. No menos que eso, me ha permitido sospechar que fui convertido nuevamente en personaje, esta vez de la novela de su vida, en específico del crucial capítulo universitario de su biografía. Nadie como un novelista puede vivir la vida como si se tratara de un fragmento desgajado de la realidad, con autonomía e independencia de ella. ¿Qué mejor que escoger a un amigo de carne y hueso, tomarlo de los hombros y presentarlo a la concurrencia como parte de la trama narrativa de su vida?
Lo mismo ocurrió unos años más tarde, cuando la lealtad al maestro y las largas conversaciones sobre todos los temas, sobre literatura, desde luego, pero también sobre las ciudades que nos gustan, y la historia de nuestros amores desafortunados, y los orígenes asturianos comunes, lo tentaron a adoptar el nombre y el menos algún rasgo de su discípulo, e incluso el nombre de su novia de esos tiempos, para acabar de redondear el mundo de su personaje Juan Manuel Barrientos, el profesor universitario que recorre los vestigios virreinales del centro de la ciudad de México que están aplastados por las sucesivas capas de la posterior ciudad de México, y va haciendo paradas intermedias en las cantinas de la ruta conforme va emborrachándose, como si fueran las estaciones de un vía crucis, en su novela Y retiemble en sus centros la tierra.
Ahora que han pasado los años, me gusta recordar, entre todo lo que he vivido con mi amigosiquiera por habérselo oído contar, esto es, de manera vicaria, como diría él mismo–, su amistad con Edmundo OGorman. Gonzalo era el hombre maduro que acompañaba de cuando en cuando las horas de vejez del maestro
Edmundo O'Gorman.
Archivo fotográfico IIE-UNAM.
Ojalá tuviera yo, aunque sólo fuera por añadir un nuevo eslabón de la cadena del conocimiento empírico que asegura la cercanía amistosa con quienes han sido nuestros maestros, la oportunidad de seguir acompañando por largo tiempo, de escuchar, de seguir las peripecias intelectuales y sobre todo de reír con mi antiguo maestro como una manera entusiasta, empática, calurosa de compartir la vida, como hizo él, en su oportunidad, con el viejo OGorman.
Veo a Gonzalo ahora que cumple los 70 y sin ningún esfuerzo vuelvo a verlo el día que lo acompañé en la celebración de sus 40 en su casa de Mixcoac, y también en sus 50 en La Habana (cuando nos mandó una carta de invitación entusiasta en la que nos decía, con un hermoso candor, que había llegado a la mitad de vida…). 
Si no estuve en sus 60, en Madrid, fue por muy poco tiempo, ya que viví en España hasta unos meses antes de su aniversario, y porque estaba ya en México, trabajando por cierto para Conaculta, en aquel año de 2008, precisamente por los días en que me aferraba para mi defensa de lo indefendible, como si fuera a un ensalmo, a la palabracalabazate”, que nunca había visto sino leída en uno de sus textos, cuando la puso en mis labios la primera vez que me hizo un personaje de una de sus imaginaciones.
Interviene Malena Mijares. En el extremo izquierdo de la imagen, 
Geney Beltrán Félix, Coordinador Nacional de Literatura del INBA, 
quien moderó la mesa. Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA.
Veo a Gonzalo modelado por los años, pero siempre el mismo: el mismo amigo exigente, jaspeado de pruritos, ocasionalmente áspero, y al mismo tiempo generoso, certero, divertido, gratísimo, luminoso, y oigo de nuevo al narrador que hay en él, al que he escuchado nada menos que durante los últimos treinta años describir personajes, atmósferas, episodios invariablemente con una sonrisa en los labios, en los suyos quiero decir, porque siempre hay una condición gozosa y aun riente en su trabajo con las palabras, y los míos, por supuesto, una sonrisa en mis labios, la misma con la que he asistido, con todo lo que tiene de privilegio, y con mi enorme agradecimiento, a la fiesta resplandeciente de su conversación.
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Las fotos del homenaje a Celorio son de Rodulfo Gea y pertenecen a la Fototeca de la Coordinación Nacional de Literatura del INBA, fotógrafo e institución a quienes agradezco que me permitan utilizarlas para ilustrar este post. Agradezco a Rosa Celorio las fotos de su familia. El retrato de Edmundo OGorman procede del Archivo Fotográfico IIE-UNAM, y lo tomo prestado de la red.

Más sobre Gonzalo Celorio en este blog:
El tequila, según Gonzalo Celorio, https://bit.ly/2IPQLx0


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