(El domingo pasado se hizo un homenaje
al escritor y académico de la lengua Gonzalo Celorio en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas
Artes, con motivo de sus 70 años. Mi querido amigo y maestro de otros tiempos tuvo a bien invitarme a participar en la mesa de homenaje al lado de Malena Mijares, Eduardo Casar y Juan Villoro. Aquí el texto que
leí en la ocasión. Las fotografías de ese día son de Rodulfo Gea, de la
Coordinación Nacional de Literatura del INBA.)
En 2008, acompañé al
presidente
de
Conaculta
a
una
visita
oficial
a
Jerez
que
era
parte
de
un
ambicioso
recorrido
de
reconocimiento
por
los
teatros
centenarios
del
país. Cuando
escuché
que
en
la
pequeña
ciudad
zacatecana
iba
a
recibirnos
una
comitiva
compuesta
por
las
autoridades
culturales
locales,
recordé
de
pronto
con
espanto
que
mi
viejo
maestro
Gonzalo
Celorio
había
publicado,
nada
menos
que
en
la
edición
más
importante
de
la
poesía
de
López
Velarde,
la
que
apareció
en
la
colección
Archivos
acompañada
de
bibliografía,
esbozo
biográfico,
manuscritos
reproducidos
fotográficamente,
y
una
parte
considerable
de
lo
más
importante
que
se
había
escrito
sobre
el
poeta
hasta
1988, que un joven
amigo
suyo
llamado
Fernando
Fernández
le
había
dicho,
al
volver
de
su
primera
visita
a
la
localidad
velardiana,
que
Jerez
de
Zacatecas
era
un
“pueblo inmundo”.
Casi sólo
por
sentido
de
sobrevivencia,
de
inmediato
ideé
una
respuesta
más
o
menos
convincente
por
si
se
daba
al
caso
de
que
alguno
de
los
funcionarios,
entre
quienes
no
dejaría
de
haber
alguno
que
conociera
lo
que
la
crítica
había
dicho
sobre
la
ciudad
natal
del
poeta,
me
pidiera
las
debidas
explicaciones.
Por
suerte,
más
abajo
en
ese
mismo
texto
Gonzalo
añadía
que
yo
le
había
dicho
también
que
Jerez
no
era
una
ciudad
habitable
a
menos
de
que
se
tuviera
en
ella
a
una
tía
que
le
ofreciera
a
uno
“calabazate”, palabra que
yo
no
había
oído
nunca
en
la
vida.
Así
que,
si
alguien
me
llamaba
a
cuentas
sobre
aquella
ofensiva
opinión,
yo
me
aferraría
al
argumento
de
que
Gonzalo
Celorio
había
puesto
en
mis
labios
unas
palabras
que
yo
no
podía
haber
pronunciado,
entre
las
cuales
había
incluso
alguna
que
era
totalmente
nueva
para
mí.
Dicho
de
otra
forma,
que
me
había
convertido
en
personaje.
Gonzalo Celorio, en su casa de Mixcaoc, a mediados de los ochentas. Foto: FF |
Conocí a
Celorio
a
la
mitad
de
la
década
de
1980, cuando fui su
alumno
en
la
Facultad
de
Filosofía
y
Letras.
Imagínese
mi
deslumbramiento
juvenil.
Era,
nada
menos,
el
primer
escritor
que
conocía
en
persona.
Culto,
agradable,
articulado
(como se decía
ya
entonces,
en
expresión
que
le
gustaba
a
Gonzalo),
el
titular
de
la
materia
de
literatura
hispanoamericana
de
la
carrera
de
Letras
Hispánicas
explicaba,
entre
otros
autores,
a
dos
de
sus
grandes
amores
literarios,
Alejo
Carpentier
y
Julio
Cortázar,
y
lo
hacía
con
una
enorme
capacidad
para
contagiar
su
entusiasmo.
Ya se
sabe
que
una
estela
de
suspiros
femeninos,
que
removía
los
aires
de
otro
modo
un
tanto
inconmovibles
de
los
pasillos
de
la
Facultad,
quedaba
suspendida
largamente
después
de
que
pasaba
él,
siempre
unos
minutos
tarde,
hacia
el
salón
donde
impartía
su
clase.
Al
acabar
una
comida
en
su
casa
en
Mixcoac,
más
bien
ya
de
noche,
invariablemente
en
aquella
terraza
que
daba
al
jardín,
cuando
nos
despedíamos
después
de
una
sobremesa
colmada
de
anécdotas,
carcajadas,
citas
literarias,
él
nunca
dejaba
de
desaparecer
en
el
interior
de
su
estudio
de
donde
volvía
con
un
ejemplar
de
alguno
de
sus
libros,
que
dedicaba
con
elegancia
y
afabilidad.
Gonzalo Celorio y yo, en su casa de Mixcoac, alrededor de 1985. Foto: Archivo FF |
Recuerdo que
cuando
entré
en
aquella
ocasión
en
un
grupo
en
el
que
seguramente
también
estaban
Dzazil
y
Mario,
y
Jessica
y
Leonor,
yo,
que
había
visitado
ya
la
casa,
conocía
el
lugar
de
la
cocina
en
donde
estaban
los
hielos
y
el
mueble
en
el
que
se
servían
las
cubas,
y
la
pila
de
discos
en
la
que
se
encontraba
el
LP
de
Bola
de
Nieve
que
el
maestro
ponía
en
los
momentos
cumbre,
e
incluso
podía
decir
en
cuál
exacto
rincón
del
librero
estaba
Borges.
En el extremo izquierdo de la imagen, Malena Mijares. Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA |
Los Celorio rodeando a su madre, doña Virginia, antes de 1988. Foto: Archivo de Rosa Celorio. |
Y entre
todos
ellos,
estaba
nada
menos
que
la
madre
de
Gonzalo,
una
anciana
me
parece
que
no
precisamente
frágil
de
piel
blanquísima
y
lentes
de
subidas
dioptrías
a
la
que
le
quedaba
menos
de
un
año
de
vida,
y
que
era
el
núcleo
sensible
de
todos
aquellos
Celorios
entre
los
que
destacaba
con
luz
propia,
magnificada
por
mi
admiración
sincera,
mi
brillante
amigo,
nada
menos
que
el
penúltimo
de
sus
doce
hijos.
Creo
que
fue
en
esa
ocasión,
en
medio
de
la
pachanga,
la
música,
las
voces
y
los
entusiasmos
siempre
crecientes,
una
vez
que
habían
corrido
copiosamente
las
cubas,
y
la
fiesta
había
arribado,
jubilosa
y
radiante,
a
los
territorios
de
la
noche
promisoria,
cuando
de
repente,
tal
y
como
ocurre
en
una
película
de
Fellini,
se
fue
la
luz
eléctrica…
Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA. |
A la izquierda, Eduardo Celorio; a la derecha, Héctor Ramírez Williams. Foto: Archivo de Rosa Celorio |
Como
ocurre
en
las
novelas,
era
él.
Lo
abordé,
le
dije
quién
era
yo
y
me
invitó
una
cerveza
en
la
casa
en
la
que
pasaba
unos
días
de
vacaciones,
y
en
donde
me
enseñó
a
dos
niños
pequeños
dormidos
que
no
se
parecían
en
nada,
de
quienes
me
contó
que
eran
hermanos
entre
sí,
de
la
misma
exacta
edad,
cosa
que
no
fui
capaz
de
entender
sino
pasado
un
rato
de
suspicaces
razonamientos.
Aspecto del Homenaje a Gonzalo Celorio en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA. |
Habla Juan Villoro, quien cerró las participaciones del Homenaje a Celorio. Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA. |
Lo mismo
ocurrió
unos
años
más
tarde,
cuando
la
lealtad
al
maestro
y
las
largas
conversaciones
sobre
todos
los
temas,
sobre
literatura,
desde
luego,
pero
también
sobre
las
ciudades
que
nos
gustan,
y
la
historia
de
nuestros
amores
desafortunados,
y
los
orígenes
asturianos
comunes,
lo
tentaron
a
adoptar
el
nombre
y
el
menos
algún
rasgo
de
su
discípulo,
e
incluso
el
nombre
de
su
novia
de
esos
tiempos,
para
acabar
de
redondear
el
mundo
de
su
personaje
Juan
Manuel
Barrientos,
el
profesor
universitario
que
recorre
los
vestigios
virreinales
del
centro
de
la
ciudad
de
México
que
están
aplastados
por
las
sucesivas
capas
de
la
posterior
ciudad
de
México,
y
va
haciendo
paradas
intermedias
en
las
cantinas
de
la
ruta
conforme
va
emborrachándose,
como
si
fueran
las
estaciones
de
un
vía
crucis,
en
su
novela
Y retiemble en sus centros la tierra.
Edmundo O'Gorman. Archivo fotográfico IIE-UNAM. |
Veo a
Gonzalo
ahora
que
cumple
los
70 y sin ningún
esfuerzo
vuelvo
a
verlo
el
día
que
lo
acompañé
en
la
celebración
de
sus
40 en su casa
de
Mixcoac,
y
también
en
sus
50 en La Habana
(cuando nos mandó
una
carta
de
invitación
entusiasta
en
la
que
nos
decía,
con
un
hermoso
candor,
que
había
llegado
a la mitad de vida…).
Si no estuve en sus 60, en Madrid, fue por muy poco tiempo, ya que viví en España hasta unos meses antes de su aniversario, y porque estaba ya en México, trabajando por cierto para Conaculta, en aquel año de 2008, precisamente por los días en que me aferraba para mi defensa de lo indefendible, como si fuera a un ensalmo, a la palabra “calabazate”, que nunca había visto sino leída en uno de sus textos, cuando la puso en mis labios la primera vez que me hizo un personaje de una de sus imaginaciones.
Si no estuve en sus 60, en Madrid, fue por muy poco tiempo, ya que viví en España hasta unos meses antes de su aniversario, y porque estaba ya en México, trabajando por cierto para Conaculta, en aquel año de 2008, precisamente por los días en que me aferraba para mi defensa de lo indefendible, como si fuera a un ensalmo, a la palabra “calabazate”, que nunca había visto sino leída en uno de sus textos, cuando la puso en mis labios la primera vez que me hizo un personaje de una de sus imaginaciones.
Interviene Malena Mijares. En el extremo izquierdo de la imagen, Geney Beltrán Félix, Coordinador Nacional de Literatura del INBA, quien moderó la mesa. Foto: Rodulfo Gea, de la CNL del INBA. |
________________________
Las fotos del
homenaje
a
Celorio
son
de
Rodulfo
Gea
y
pertenecen
a
la
Fototeca
de
la
Coordinación Nacional de Literatura
del
INBA,
fotógrafo
e
institución
a
quienes
agradezco
que
me
permitan
utilizarlas
para
ilustrar
este
post. Agradezco
a
Rosa
Celorio
las
fotos
de
su
familia.
El
retrato
de
Edmundo
O’Gorman
procede
del
Archivo
Fotográfico
IIE-UNAM,
y
lo
tomo
prestado
de
la
red.
Más sobre Gonzalo Celorio en este blog:
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