La Casa del Poeta, por la amable mediación de Hernán
Bravo Varela, me invitó a conversar en público con Mario Lavista sobre las
relaciones entre la poesía y la música. La charla se llevó a cabo el jueves
24 de agosto de 2017, como parte de un ciclo titulado “Versus”. Aquel ciclo tenía como
objetivo animar diálogos sobre las relaciones del arte poético con las más diversas
disciplinas.
Mario Lavista Foto de Pascual Borzelli Iglesias |
Por FF
A Mario Lavista
Suelo advertir a mis alumnos de la Escuela de
Escritores, una vez que hemos estudiado la naturaleza de las vocales y las
consonantes, y distinguido las sílabas tónicas de las átonas, y resaltado el
contraste que se crea entre las medidas silábicas de cada verso y sus patrones
acentuales, que es conveniente no confundir la poesía con la música, y que una
y otra tienen poco que ver entre sí, por no decir que nada. Es importante no
perder de vista que, cuando hablamos de la música de las palabras (o como le
gustaba decir a Borges: “la música verbal”), en cierto modo estamos haciendo
uso de una metáfora, de una figura retórica.
Foto de Pascual Borzelli Iglesias |
En mi página preferida de El arco y la lira, Octavio Paz explica cómo el prosista hace un
acto de violencia al sacrificar los posibles significados de cada palabra para
privilegiar sólo uno, y de esa manera hacerse entender con toda claridad: al
pan lo llama pan; al vino, vino. El poeta, en cambio, “jamás atenta contra la
ambigüedad del vocablo”, lo que quiere decir que cada vez que coloca una palabra
en un lugar determinado, la deja vibrando, abierta a sus posibilidades –con lo
cual enriquece la lectura de cada palabra y del papel que juega en el poema.
Pero intentemos ir un poco más allá,
adentrándonos en las posibilidades “musicales” de las palabras, aun cuando
hollemos levemente el territorio de la música con nuestras botas metafóricas. Y
es que el sonido mismo de las palabras nos conduce forzosamente a un territorio
en el que reina la música. Finalmente, si algo comparten música y poesía, es
que el sentido corporal que atañe a ambas es el oído. Así como es imposible un
músico sin un desarrollado sentido del oído, un poeta sin oído no es nada. La
pregunta es: ¿cómo intentar hacer con las palabras algún efecto parecido al que
produce en nosotros la música? Quiero decir: ¿cómo aspirar a un cierto control
de los sonidos para que digan, o acompañen, o subrayen lo que queremos
trasmitir con las palabras?
Antes de seguir conviene echar un ojo al
diccionario, con el propósito de aclarar qué es lo que queremos decir con “música”.
No comento los detalles que aprecio en la entrada de esa palabra, de la que se
ofrecen hasta 13 acepciones. Me fijo en la cuarta: música es, dice el
diccionario, “melodía, ritmo y armonía, combinados”. Es una definición pobre,
paupérrima, un poco triste; así definía la música un viejo maestro de la
secundaria, un hombre atrabiliario y levemente corrupto que ofrecía subir la
calificación si se asistía a sus conciertos de piano.
A aquella definición, que es la de los académicos, la falta algo esencial: nada menos que el sonido mismo. Y algo no menos importante: el silencio. Como sea, en ella no puede caber la poesía, a pesar de que tiene ritmo, ya que carece de los demás elementos y sobre todo no tiene esa supuesta “combinación” entre ellos. Hay que acudir a la quinta acepción de la palabra: música es, sigue diciendo el diccionario, una “sucesión de sonidos modulados para recrear el oído”. Ahí parece que nos acercamos a la poesía, aunque no deje de hacernos ruido ese uso del verbo “modular”, que nos obliga a beber nuevamente de las jabonosas aguas de la metáfora… Si no para “recrear” el oído (porque no siempre se trata de deleitar o de dar gozo), sino para recrear realidades y emociones, la poesía ha utilizado desde siempre algunos recursos que siguen tan frescos como lo fueron el primer día. No entraremos en aburridos glosarios o definiciones, ni clasificaremos sus modos y variantes, todo eso que tanto alborozo proporciona a los académicos. Pero podemos ver tres o cuatro ejemplos, algunos de los que suelo utilizar en mi clase de la Escuela de Escritores. Se trata de la capacidad de reproducir, con el sonido mismo de las palabras, la experiencia del poeta; se trata de copiar, con el sonido de los versos, la voz de sus objetos y de sus emociones.
A aquella definición, que es la de los académicos, la falta algo esencial: nada menos que el sonido mismo. Y algo no menos importante: el silencio. Como sea, en ella no puede caber la poesía, a pesar de que tiene ritmo, ya que carece de los demás elementos y sobre todo no tiene esa supuesta “combinación” entre ellos. Hay que acudir a la quinta acepción de la palabra: música es, sigue diciendo el diccionario, una “sucesión de sonidos modulados para recrear el oído”. Ahí parece que nos acercamos a la poesía, aunque no deje de hacernos ruido ese uso del verbo “modular”, que nos obliga a beber nuevamente de las jabonosas aguas de la metáfora… Si no para “recrear” el oído (porque no siempre se trata de deleitar o de dar gozo), sino para recrear realidades y emociones, la poesía ha utilizado desde siempre algunos recursos que siguen tan frescos como lo fueron el primer día. No entraremos en aburridos glosarios o definiciones, ni clasificaremos sus modos y variantes, todo eso que tanto alborozo proporciona a los académicos. Pero podemos ver tres o cuatro ejemplos, algunos de los que suelo utilizar en mi clase de la Escuela de Escritores. Se trata de la capacidad de reproducir, con el sonido mismo de las palabras, la experiencia del poeta; se trata de copiar, con el sonido de los versos, la voz de sus objetos y de sus emociones.
Pienso, primero que nada, en aquellos versos de
la Égloga tercera de Garcilaso en los cuales, para reproducir el sonido de las
abejas en una colmena, el poeta soldado echó mano del sonido como de bisbiseo,
en cierto modo como sibilante, de la letra s (¡hasta siete veces en sólo dos
versos!), para acompañar la descripción del trabajo de nuestras nobles amigas himenópteras:
En el silencio sólo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba.
un susurro de abejas que sonaba.
Estos versos garcilasianos me conducen a uno
de los máximos ejemplos de ese recurso, que es de Pablo Neruda. Presencié el
milagro (no hay otra forma de describir su efecto) por vez primera en palabras
del poeta Eduardo Casar. Ocurre en unos versos de un poema llamado nada menos
que “Deber del poeta”, que está en la primera página del libro Plenos poderes.
En ellos podemos
escuchar, con una extraña fidelidad, los sonidos del mar: el eco estrellado de la
ola que se levanta para caer; el quebranto de la ola que se rompe en la orilla;
el susurro de la ola que vuelve al mar, y por último el grito del ave, que
marca ese instante de milagroso silencio que ocurre entre la fabricación de dos
olas idénticas. Escribe Neruda:
Y yo transmitiré sin decir nada
los ecos estrellados de la ola,
un quebranto de espuma y arenales,
un susurro de sal que se retira,
el grito gris del ave de la costa.
los ecos estrellados de la ola,
un quebranto de espuma y arenales,
un susurro de sal que se retira,
el grito gris del ave de la costa.
Uno de los más viejos y más hermosos recursos de
la poesía es el de la rima. Yo no soy capaz de entender la poesía sin ella, y
me refiero a la que a mí me gusta y a la que intento imitar. Machado, quien la
cultivó con tan buen gusto, escribió que la rima proporciona “el encuentro de
un sonido y el recuerdo de otro, elementos distintos y, acaso, heterogéneos,
porque el uno pertenece al mundo de la sensación y el otro al del recuerdo”.
Demos un caso de rima feliz, siquiera uno, de
esta afortunada manera de producir ritmo. Se me ocurre que puede ser aquel
soneto de Lope de Vega en el cual el gran poeta madrileño cuenta que, en
aquellos tiempos en los que la castidad lo era todo (siquiera como tópico
literario), tiene el deseo de llamar Juanilla a su amiga Juana, cosa que a ella
no le hace ninguna gracia. Para convencerla, esgrime este formidable argumento,
cuyo poderío está en la graciosísima rima. En un cierto nivel acaso
inconsciente, si se quiere entre bromas y veras, esta afortunada rima parece asegurarnos
que, detrás de estas palabras, hay una profunda verdad:
Créeme, Juana, y llámate Juanilla;
mira que la mejor parte de España,
pudiendo Casta, se llamó Castilla.
mira que la mejor parte de España,
pudiendo Casta, se llamó Castilla.
Pienso también en un pasaje de Juan Rulfo que
me viene como anillo al dedo para ejemplificar la manera en la que los
prosistas bebieron de los viejos recursos de la poesía para volverse más
expresivos. El pasaje proviene del cuento “Acuérdate”, que es un verdadero
portento de ritmo verbal, en este caso hecho a partir de una reconstrucción
literaria del habla cotidiana.
Exposición sobre Juan Rulfo en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional. Foto de FF |
Una muchacha tan chaparrita como para ser
apodada La Arremangada, que ha sido descubierta haciendo travesuras sexuales con
su primo, es sacada del aljibe seco en donde se habían ocultado. Rulfo utiliza los sonidos de las y-griegas y las dobles-eles para
contagiarnos los sentimientos de indignación que la sobrepasan a ella: “Y
después [la sacaron] a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada [escuchen
ustedes:] raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un
chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de
coyote”.
Ya que estamos en su casa, el último ejemplo quiere
ser de López Velarde. Como saben mis amigos, uno de los trabajos que forman
parte de mi libro sobre el poeta de Zozobra
se ocupa a detalle de su enigmático poema “El sueño de los guantes negros”. Es significativo
que ese poema, que es un verdadero portento, haya quedado inconcluso y que por
lo tanto Ramón no lo haya publicado en vida.
El poema cuenta el encuentro del
poeta con su vieja amada, que está muerta, en un espacio y un tiempo muertos,
en la ribera de la muerte, todo lo cual termina formando una mortuoria estampa
del Apocalipsis. El ritmo del poema está resuelto así: 34 versos de once
sílabas, todos ellos rimados de manera asonante, lo que quiere decir que riman sólo
las vocales de las palabras finales de cada verso, en la combinación de é-o. No hay, por cierto, ningún otro
poema de López Velarde que tenga esa característica.
Para terminar, se me ha ocurrido que quizás
sería interesante mostrar algo de mi propio trabajo. Como todos mis colegas,
también yo me he visto en la necesidad de trabajar con esos recursos, que,
forzando un poco el tropo, podemos calificar de musicales. El primero de ellos
se llama “Boda en Jaén”. La situación es la siguiente: un hombre acaba de
conocer a una mujer en un bar y se siente atraído por ella.
Ella, para esquivarlo, le dice que no puede verlo al día siguiente, como él le ha propuesto, porque se va a Jaén, a una boda. El poeta también tiene un viaje en puerta: a la mañana siguiente, se va él mismo a Lisboa. El poema me enfrentó al problema de utilizar esas dos palabras esenciales para mi historia (palabras, por cierto, bellísimas), “Lisboa” y “Jaén”, y replicarlas todas las veces posibles, en distintos contextos, tratando de hacer ecos, si no simétricos, sí equilibrados, unos con una palabra y otros con la otra. Éste es el resultado:
Ella, para esquivarlo, le dice que no puede verlo al día siguiente, como él le ha propuesto, porque se va a Jaén, a una boda. El poeta también tiene un viaje en puerta: a la mañana siguiente, se va él mismo a Lisboa. El poema me enfrentó al problema de utilizar esas dos palabras esenciales para mi historia (palabras, por cierto, bellísimas), “Lisboa” y “Jaén”, y replicarlas todas las veces posibles, en distintos contextos, tratando de hacer ecos, si no simétricos, sí equilibrados, unos con una palabra y otros con la otra. Éste es el resultado:
Boda en Jaén
Mi novia con su novio
a una boda a Jaén.
¡Y yo a Lisboa!
El bar es el paraje
de nuestra despedida
camino de Lisboa y de Jaén.
Y una vega florida era la barra
y unas hayas crecidas y unas ondas
también.
La música, las copas.
Ella dijo:
“La
boda es de una prima mía, en Jaén.
Y tú, a Lisboa”,
me
dice, “vas ¿con quién?”.
¡A solas yo, a Lisboa!
“Cuando vea la Cazorla, cuando vea
la campiña
camino de la boda
y las yeguas pardeando la montiña,
me acordaré de ti”,
me dice, en la memoria,
mi novia en parabién.
Y cómo sea aquel sitio ya no importa
ni en dónde esté.
¡Es Jaén, y no Lisboa!
O si es desierto o puerto de montaña
o costa.
Si avasallan sus aguas procelosas
por las márgenes anchas, o suplican a gotas
como linfas de ayer.
(Aquel sitio, Jaén, y no Lisboa,
¡debía ser portugués!)
Y dijo más: “Ya nos veremos, que sólo voy y
vengo
y esto no es un desdén”.
Y mientras yo a Lisboa,
mi novia con su novio
a una boda camino de Jaén.
“Los olivos del monte,
los olivos”,
pensando en no volver,
le habrá dicho a su novio, camino de la boda,
mirando los olivos de Jaén.
¡Ir detrás de mi novia a aquella boda!
Al menos volvería
con una idea clara,
si ya no de Lisboa, no sé si de mi novia
o de Jaén.
Por aire o vía de tren
o carretera,
recorriendo la geografía española,
¡quisiera ir a Jaén
y no a Lisboa!
Por último, leeré otro poema, también de mi
libro Palinodia del rojo, que
apareció en el año 2010. Aquí el intento de musicalidad es más libre, pero no
por ello resulta (o intenta resultar) menos ceñido. En él, un personaje contempla
a una muchacha que habla por teléfono celular en una sala de espera. Pero ella
está nerviosa porque resulta que se ha puesto un escote que de pronto le parece
excesivo, y, en tanto habla, hace todo lo posible porque no se vea más de la cuenta. Me despido y
les doy las gracias con este poema, que explora las posibilidades de la
antiquísima rima en un lenguaje contemporáneo. Habla el poeta:
Sala de espera
Uno, sí, la estoy
viendo
de cuando en cuando, y
después vuelvo a verla,
la espío y oteo
y quedo en vilo
y más tarde la miro
todavía, y sí, es verdad,
finjo cierta demencia
tras los lentes
aun cuando la mire
fijamente
y hasta usted se dé
cuenta.
Y sin embargo, dos, no se
ve nada,
cosa que usted que debe
haberse visto
cientos de veces,
bien que debe saber, nada
de nada,
ni un amago siquiera de
tirante,
por más que esté
pendiente que nada se le asome,
y una y otra vez, y luego
una vez más
se componga el escote.
Pero la culpa,
tres,
es sólo suya,
de usted sentada frente a
mí en esta sala de espera
que al tiempo que
conversa por teléfono,
con tres dedos precisos y
nerviosa insistencia,
se retoca insegura usted
consigo
sopesando sus dos pechos
opimos
pudorosa y quizás algo
coqueta.
Es por esa razón que,
cuatro, espío y asomo
y oteo e insisto
y quedo en vilo
aunque finja demencia
tras los lentes,
fascinado de ver cómo
remueve, y hace pender,
y agita, racimo tal de
frutos semejantes,
manifiestos al aire
aunque escondidos,
apegados a usted pero
volantes.
–––––––––––––––––––
Las fotos de la mesa redonda en la Casa del Poeta son de Pascual Borzelli Iglesias.
Más
sobre Palinodia del rojo en este blog:
La
edición, http://bit.ly/1bLNQ65
La
presentación, http://bit.ly/HAijY6
Palinodia del rojo según Eduardo Casar, http://bit.ly/1pYw2MoLectura
del poema “Paloma y no”, http://bit.ly/lKlTwP
“Milagro
en la playa”, http://bit.ly/W7y222
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