viernes, 16 de febrero de 2018

La palabra y el sonido

La Casa del Poeta, por la amable mediación de Hernán Bravo Varela, me invitó a conversar en público con Mario Lavista sobre las relaciones entre la poesía y la música. La charla se llevó a cabo el jueves 24 de agosto de 2017, como parte de un ciclo titulado “Versus”. Aquel ciclo tenía como objetivo animar diálogos sobre las relaciones del arte poético con las más diversas disciplinas. 
Mario Lavista
Foto de Pascual Borzelli Iglesias
Como Mario Lavista tuvo la amabilidad de mostrarme anticipadamente el texto que preparó para la ocasión, en el que se refirió a los vínculos que guardan la música y la poesía, y a la manera en la que él ha enfrentado la composición musical a partir de algunas obras literarias, yo quise escribir un texto que fuera en cierto modo complementario del suyo. Si el título de su ensayo es “El sonido y la palabra”, el mío, con toda la intención, terminó llamándose “La palabra y el sonido”. Los lectores pueden conocer el texto de Mario Lavista en el número de otoño pasado de la revista Quodlibet, la revista de la Academia de Música del Palacio de Minería, de la que soy editor. Reproduzco aquí mi texto para compartirlo con los amigos que se asoman a este cuaderno en línea. Las fotos de ese día son de Pascual Borzelli Iglesias, a quien agradezco que me haya permitido reproducirlas en este lugar.

La palabra y el sonido
Por FF
A Mario Lavista

Suelo advertir a mis alumnos de la Escuela de Escritores, una vez que hemos estudiado la naturaleza de las vocales y las consonantes, y distinguido las sílabas tónicas de las átonas, y resaltado el contraste que se crea entre las medidas silábicas de cada verso y sus patrones acentuales, que es conveniente no confundir la poesía con la música, y que una y otra tienen poco que ver entre sí, por no decir que nada. Es importante no perder de vista que, cuando hablamos de la música de las palabras (o como le gustaba decir a Borges: “la música verbal”), en cierto modo estamos haciendo uso de una metáfora, de una figura retórica.
Foto de Pascual Borzelli Iglesias
Y es que lo primero que caracteriza a la música es la posibilidad de que convivan distintos sonidos, a veces contrapuestos, y que lo hagan de manera armónica (sea lo que sea lo que entendamos por armonía). Condenada a una sola voz, la poesía lírica no puede, al menos en términos sonoros, sino permanecer en un solo plano. Tiene, es verdad, una poderosa defensa a esa limitación: y es que esa única voz es capaz de crear, por medio del significado de las palabras, diversos sentidos (a veces, por qué no, contrapuestos), que gravitan suspendidos sobre el corazón del poema.
En mi página preferida de El arco y la lira, Octavio Paz explica cómo el prosista hace un acto de violencia al sacrificar los posibles significados de cada palabra para privilegiar sólo uno, y de esa manera hacerse entender con toda claridad: al pan lo llama pan; al vino, vino. El poeta, en cambio, “jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo”, lo que quiere decir que cada vez que coloca una palabra en un lugar determinado, la deja vibrando, abierta a sus posibilidades –con lo cual enriquece la lectura de cada palabra y del papel que juega en el poema.
Pero intentemos ir un poco más allá, adentrándonos en las posibilidades “musicales” de las palabras, aun cuando hollemos levemente el territorio de la música con nuestras botas metafóricas. Y es que el sonido mismo de las palabras nos conduce forzosamente a un territorio en el que reina la música. Finalmente, si algo comparten música y poesía, es que el sentido corporal que atañe a ambas es el oído. Así como es imposible un músico sin un desarrollado sentido del oído, un poeta sin oído no es nada. La pregunta es: ¿cómo intentar hacer con las palabras algún efecto parecido al que produce en nosotros la música? Quiero decir: ¿cómo aspirar a un cierto control de los sonidos para que digan, o acompañen, o subrayen lo que queremos trasmitir con las palabras?
Antes de seguir conviene echar un ojo al diccionario, con el propósito de aclarar qué es lo que queremos decir con “música”. No comento los detalles que aprecio en la entrada de esa palabra, de la que se ofrecen hasta 13 acepciones. Me fijo en la cuarta: música es, dice el diccionario, “melodía, ritmo y armonía, combinados”. Es una definición pobre, paupérrima, un poco triste; así definía la música un viejo maestro de la secundaria, un hombre atrabiliario y levemente corrupto que ofrecía subir la calificación si se asistía a sus conciertos de piano. 
A aquella definición, que es la de los académicos, la falta algo esencial: nada menos que el sonido mismo. Y algo no menos importante: el silencio. Como sea, en ella no puede caber la poesía, a pesar de que tiene ritmo, ya que carece de los demás elementos y sobre todo no tiene esa supuesta “combinación” entre ellos. Hay que acudir a la quinta acepción de la palabra: música es, sigue diciendo el diccionario, una “sucesión de sonidos modulados para recrear el oído”. Ahí parece que nos acercamos a la poesía, aunque no deje de hacernos ruido ese uso del verbo “modular”, que nos obliga a beber nuevamente de las jabonosas aguas de la metáfora… Si no para “recrear” el oído (porque no siempre se trata de deleitar o de dar gozo), sino para recrear realidades y emociones, la poesía ha utilizado desde siempre algunos recursos que siguen tan frescos como lo fueron el primer día. No entraremos en aburridos glosarios o definiciones, ni clasificaremos sus modos y variantes, todo eso que tanto alborozo proporciona a los académicos. Pero podemos ver tres o cuatro ejemplos, algunos de los que suelo utilizar en mi clase de la Escuela de Escritores. Se trata de la capacidad de reproducir, con el sonido mismo de las palabras, la experiencia del poeta; se trata de copiar, con el sonido de los versos, la voz de sus objetos y de sus emociones.
Pienso, primero que nada, en aquellos versos de la Égloga tercera de Garcilaso en los cuales, para reproducir el sonido de las abejas en una colmena, el poeta soldado echó mano del sonido como de bisbiseo, en cierto modo como sibilante, de la letra s (¡hasta siete veces en sólo dos versos!), para acompañar la descripción del trabajo de nuestras nobles amigas himenópteras:
     En el silencio sólo se escuchaba
     un susurro de abejas que sonaba.

Estos versos garcilasianos me conducen a uno de los máximos ejemplos de ese recurso, que es de Pablo Neruda. Presencié el milagro (no hay otra forma de describir su efecto) por vez primera en palabras del poeta Eduardo Casar. Ocurre en unos versos de un poema llamado nada menos que “Deber del poeta”, que está en la primera página del libro Plenos poderes
En ellos podemos escuchar, con una extraña fidelidad, los sonidos del mar: el eco estrellado de la ola que se levanta para caer; el quebranto de la ola que se rompe en la orilla; el susurro de la ola que vuelve al mar, y por último el grito del ave, que marca ese instante de milagroso silencio que ocurre entre la fabricación de dos olas idénticas. Escribe Neruda:
     Y yo transmitiré sin decir nada
     los ecos estrellados de la ola,
     un quebranto de espuma y arenales,
     un susurro de sal que se retira,
     el grito gris del ave de la costa.

Uno de los más viejos y más hermosos recursos de la poesía es el de la rima. Yo no soy capaz de entender la poesía sin ella, y me refiero a la que a mí me gusta y a la que intento imitar. Machado, quien la cultivó con tan buen gusto, escribió que la rima proporciona “el encuentro de un sonido y el recuerdo de otro, elementos distintos y, acaso, heterogéneos, porque el uno pertenece al mundo de la sensación y el otro al del recuerdo”.
Demos un caso de rima feliz, siquiera uno, de esta afortunada manera de producir ritmo. Se me ocurre que puede ser aquel soneto de Lope de Vega en el cual el gran poeta madrileño cuenta que, en aquellos tiempos en los que la castidad lo era todo (siquiera como tópico literario), tiene el deseo de llamar Juanilla a su amiga Juana, cosa que a ella no le hace ninguna gracia. Para convencerla, esgrime este formidable argumento, cuyo poderío está en la graciosísima rima. En un cierto nivel acaso inconsciente, si se quiere entre bromas y veras, esta afortunada rima parece asegurarnos que, detrás de estas palabras, hay una profunda verdad:
     Créeme, Juana, y llámate Juanilla;
     mira que la mejor parte de España,
     pudiendo Casta, se llamó Castilla.

Pienso también en un pasaje de Juan Rulfo que me viene como anillo al dedo para ejemplificar la manera en la que los prosistas bebieron de los viejos recursos de la poesía para volverse más expresivos. El pasaje proviene del cuento “Acuérdate”, que es un verdadero portento de ritmo verbal, en este caso hecho a partir de una reconstrucción literaria del habla cotidiana. 
Exposición sobre Juan Rulfo en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional. Foto de FF
Una muchacha tan chaparrita como para ser apodada La Arremangada, que ha sido descubierta haciendo travesuras sexuales con su primo, es sacada del aljibe seco en donde se habían ocultado. Rulfo utiliza los sonidos de las y-griegas y las dobles-eles para contagiarnos los sentimientos de indignación que la sobrepasan a ella: “Y después [la sacaron] a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada [escuchen ustedes:] raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote”.
Ya que estamos en su casa, el último ejemplo quiere ser de López Velarde. Como saben mis amigos, uno de los trabajos que forman parte de mi libro sobre el poeta de Zozobra se ocupa a detalle de su enigmático poema “El sueño de los guantes negros”. Es significativo que ese poema, que es un verdadero portento, haya quedado inconcluso y que por lo tanto Ramón no lo haya publicado en vida. 
El poema cuenta el encuentro del poeta con su vieja amada, que está muerta, en un espacio y un tiempo muertos, en la ribera de la muerte, todo lo cual termina formando una mortuoria estampa del Apocalipsis. El ritmo del poema está resuelto así: 34 versos de once sílabas, todos ellos rimados de manera asonante, lo que quiere decir que riman sólo las vocales de las palabras finales de cada verso, en la combinación de é-o. No hay, por cierto, ningún otro poema de López Velarde que tenga esa característica.
Las palabras finales de los versos, todas las cuales reproducen el sonido de é-o, son invierno, silencio, ecos, misterio, lejos, encuentro, negros, vuelo, esqueleto, seno, pecho, cimientos, universos, hueso, entero, Méjico, perfecto, cuerpo, género, vivieron, sueño y cementerio. Después de estudiarlo a fondo, me di cuenta de que todas esas palabras no son sino un eco multiplicado, reverberante e inacabable, que ha sido colocado con verdadera maestría a una distancia exacta el uno del otro, de la palabra “muerto”.
Para terminar, se me ha ocurrido que quizás sería interesante mostrar algo de mi propio trabajo. Como todos mis colegas, también yo me he visto en la necesidad de trabajar con esos recursos, que, forzando un poco el tropo, podemos calificar de musicales. El primero de ellos se llama “Boda en Jaén”. La situación es la siguiente: un hombre acaba de conocer a una mujer en un bar y se siente atraído por ella. 
Ella, para esquivarlo, le dice que no puede verlo al día siguiente, como él le ha propuesto, porque se va a Jaén, a una boda. El poeta también tiene un viaje en puerta: a la mañana siguiente, se va él mismo a Lisboa. El poema me enfrentó al problema de utilizar esas dos palabras esenciales para mi historia (palabras, por cierto, bellísimas), “Lisboa” y “Jaén”, y replicarlas todas las veces posibles, en distintos contextos, tratando de hacer ecos, si no simétricos, sí equilibrados, unos con una palabra y otros con la otra. Éste es el resultado:

Boda en Jaén
Mi novia con su novio
a una boda a Jaén.
¡Y yo a Lisboa!

El bar es el paraje
de nuestra despedida
camino de Lisboa y de Jaén.

Y una vega florida era la barra
y unas hayas crecidas y unas ondas
también.

La música, las copas.
                                   Ella dijo:
“La boda es de una prima mía, en Jaén.
Y tú, a Lisboa”,
                        me dice, “vas ¿con quién?”.

¡A solas yo, a Lisboa!

“Cuando vea la Cazorla, cuando vea
la campiña
                  camino de la boda
y las yeguas pardeando la montiña,
me acordaré de ti”,
                              me dice, en la memoria,
mi novia en parabién.

Y cómo sea aquel sitio ya no importa
ni en dónde esté.
                            ¡Es Jaén, y no Lisboa!

O si es desierto o puerto de montaña
o costa.

Si avasallan sus aguas procelosas
por las márgenes anchas, o suplican a gotas
como linfas de ayer.

(Aquel sitio, Jaén, y no Lisboa,
¡debía ser portugués!)

Y dijo más: “Ya nos veremos, que sólo voy y vengo
y esto no es un desdén”.

Y mientras yo a Lisboa,
mi novia con su novio
a una boda camino de Jaén.

“Los olivos del monte,
                                   los olivos”,
pensando en no volver,
le habrá dicho a su novio, camino de la boda,
mirando los olivos de Jaén.

¡Ir detrás de mi novia a aquella boda!

Al menos volvería
con una idea clara,
si ya no de Lisboa, no sé si de mi novia
o de Jaén.

Por aire o vía de tren
                                  o carretera,
recorriendo la geografía española,
¡quisiera ir a Jaén
                             y no a Lisboa!

Por último, leeré otro poema, también de mi libro Palinodia del rojo, que apareció en el año 2010. Aquí el intento de musicalidad es más libre, pero no por ello resulta (o intenta resultar) menos ceñido. En él, un personaje contempla a una muchacha que habla por teléfono celular en una sala de espera. Pero ella está nerviosa porque resulta que se ha puesto un escote que de pronto le parece excesivo, y, en tanto habla, hace todo lo posible porque no se vea más de la cuenta. Me despido y les doy las gracias con este poema, que explora las posibilidades de la antiquísima rima en un lenguaje contemporáneo. Habla el poeta:

Sala de espera 
Uno, sí, la estoy viendo 
de cuando en cuando, y después vuelvo a verla, 
la espío y oteo 
                        y quedo en vilo 
y más tarde la miro todavía, y sí, es verdad,
finjo cierta demencia tras los lentes
aun cuando la mire fijamente
y hasta usted se dé cuenta.

Y sin embargo, dos, no se ve nada,
cosa que usted que debe haberse visto
cientos de veces, 
bien que debe saber, nada de nada,
ni un amago siquiera de tirante,
por más que esté pendiente que nada se le asome, 
y una y otra vez, y luego una vez más 
se componga el escote.

Pero la culpa, tres, 
es sólo suya,
de usted sentada frente a mí en esta sala de espera
que al tiempo que conversa por teléfono, 
con tres dedos precisos y nerviosa insistencia, 
se retoca insegura usted consigo
sopesando sus dos pechos opimos
pudorosa y quizás algo coqueta.

Es por esa razón que, cuatro, espío y asomo
y oteo e insisto 
                        y quedo en vilo
aunque finja demencia tras los lentes,
fascinado de ver cómo remueve, y hace pender, 
y agita, racimo tal de frutos semejantes,
manifiestos al aire aunque escondidos,
apegados a usted pero volantes.


–––––––––––––––––––
Las fotos de la mesa redonda en la Casa del Poeta son de Pascual Borzelli Iglesias.

Más sobre Palinodia del rojo en este blog:
La edición, http://bit.ly/1bLNQ65
La presentación, http://bit.ly/HAijY6
Palinodia del rojo según Eduardo Casar, http://bit.ly/1pYw2MoLectura del poema “Paloma y no”, http://bit.ly/lKlTwP
 “Milagro en la playa”, http://bit.ly/W7y222







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