Para quienes hemos rebasado los cincuenta años,
el Periférico fue uno de los acontecimientos urbanos más singulares que nos
deparó el hecho de vivir en la ciudad de México. Los que lo conocimos
al poco de estrenarse y nos hicimos adultos cruzándolo (como decíamos) con frecuencia hasta tres o cuatro veces al día, no sólo conservamos
en la memoria un extraordinario suceso arquitectónico sino que recibimos una profunda
lección de sabiduría y buen gusto aplicados al espacio público.
Mis hermanos José María y Covadonga, y yo, con uno de nuestros tíos, Pepe Luis. Octubre de 1969. Foto: FFB |
Quizás entonces
yo no lo percibiera conscientemente, pero ahora, cuando vuelvo la mirada hacia aquellos
días inocentes y felices, me doy cuenta de que una de las primeras impresiones que
acuden a mi recuerdo, por cierto bien cargado de sensaciones, es la imagen del largo
Periférico. Había que ser ciego o carecer completamente de sensibilidad para no
darse cuenta de aquel despliegue de líneas rectas y curvas de un gris amable
que atravesaban el espacio que para nada correspondían al plano con
frecuencia cartesiano, o esa versión mexicana de lo cartesiano todo excepciones
y puntas romas y abolladuras de las colonias céntricas.
Aquella autopista a escala, de cemento, asfalto
y cielo grande, a cuyo nombre original, Anillo Periférico, el habla común había eliminado casi en automático el sustantivo para referirse a él solamente con el adjetivo, lo que hacía
que el nombre fuera más inmediato y expresivo, y por lo tanto más verdadero, tenía
ya esas salidas, como también las llamábamos, de nombres que a lo largo de
muchísimos lustros, e incluso hoy mismo, a pesar de la proliferación y
confusión ambientes, fueron los de un rosario que nadie podía sino saberse de
memoria y en orden: San Antonio, Mixcoac, Las Flores, Barranca del Muerto,
Altavista, Avenida Toluca, San Jerónimo, etc.
Pero lo más hermoso del trayecto, por lo menos
hasta la llegada a la salida de Picacho, en donde el Periférico viraba suave
pero decididamente hacia la izquierda, era la danza que hacía con el Ajusco a partir del momento en que el macizo
montañoso se divisaba por vez primera en el horizonte, quizás desde Tacubaya,
lo que le daba a aquella vía la calidad de objeto arquitectónico vivo. El trazo
de las rectas y las curvas estaba hecho para adaptarse a las pequeñas o grandes
peculiaridades orográficas que iban saliéndole al paso, pero también para jugar
con el referente que ofrecía aquella mole azul en la distancia, al fondo de ese
lado del Valle hacia el que las rectas y las curvas se dirigían, las unas con
temeraria decisión, las otras con delicada parsimonia.
De esa forma, el Ajusco
aparecía de un lado o del otro del punto de vista con un ritmo acompasado y
gracioso según entráramos en una curva o saliéramos de ella, como manifestando
su alborozo de que el conductor se encaminara hacia el sur temperamental, o
quedaba enmarcado en el centro del panorama, tal como ocurría por ejemplo en la
recta de San Antonio. Esa recta era tan larga como para apreciar la visión sin
arriesgar la vida, y hasta para darse el gusto de recordar la página de La sombra del caudillo en la que una
muchacha afirma que el Ajusco, a diferencia de los volcanes del Valle de México,
posee una belleza varonil, más incluso que el apuesto miliar que la enamoraba.
Quien trazó el Periférico hizo las veces de
delicado paisajista: el marco, es decir la vía misma y sus parajes limítrofes,
era espléndido, y el motivo principal, el protagónico, el centro inamovible de
una danza perfectamente armónica, quiero decir el Ajusco, lucía con el mayor
número de perspectivas y ángulos posibles, más sobrio y más hermoso que nunca. (En
días claros, una vez alcanzada la bajada que deja a la izquierda el Pedregal y
a la derecha la salida a Insurgentes, la función referencial la adoptaban los
volcanes, en especial el Iztaccíhuatl, aunque por un efecto visual
incomprensible la sierra nevada apareciera a nuestros ojos algo encajada y
hasta hundida, a la izquierda del geométrico Popocatépetl.)
Al acercarnos por fin al punto del camino en el
que estábamos más cerca del Ajusco, podíamos ver con nitidez, y a una distancia
algo más que adecuada, a la derecha del campo de visión, uno de los pliegues
más extraños de la orografía del valle de México, el farallón de Coconetla,
una pared que cae dramáticamente a plomo al que las construcciones que me niego
a describir como arquitectónicas que en ese tramo de la ruta fueron clavándose
en la frente del paisaje consiguieron finalmente ocultar.
Los primeros espejismos que vi en la vida me
los ofreció el Periférico, en la recta más larga de todas, la que se abre entre
la salida de Boulevard de la Luz y la curva que se ahonda en los dominios de
Tlalpan, cuando entre los espacios vacíos en los que no había ni un solo
edificio –unanimidad expuesta horizontalmente y sólo interrumpida de cuando en
cuando por las esculturas de la Ruta de la Amistad–, podía jurarse que había
agua sobre el asfalto, allá, a lo lejos, reverberando bajo el rutilante sol.
Pero eso ocurría un poco más allá, cuando
pasábamos de largo porque nos encamináramos por excepción al Parque Asturias de
la colonia El Reloj, o rarísima vez, tan rara que no recuerdo ni una sola, a
Cuernavaca. La visión adelante y a la izquierda del cerro Zacatépetl anunciaba
por fin que llegábamos al Pedregal y que pronto abandonaríamos el Periférico
para entrar en el entramado más bien caprichoso de calles en las que se
sucedían los terrenos de piedra volcánica y pirules que llevaban los nombres
del agua y de la piedra, del cráter y del fuego, de la cascada y del risco, apelativos
que iban bien con la naturaleza todavía elemental, como de mundo recién creado,
de aquel enclave que se alzaba sobre
las rocas porosas del color de la pizarra del Xitle. El Pedregal no era un
“fraccionamiento”, como se decía con palabra demasiado técnica como para no
colarse en nuestra habla sin excesiva extrañeza, sino un universo aparte.
Como un heraldo del fin, un día apareció un
poco más allá de Picacho el espantoso hospital de Pemex, de planta circular y proporciones
innobles; otro día se anunció que se abriría la primera sucursal en México de
cierto restaurante gringo, y desde entonces todo se fue al garete. Ese trayecto
del Periférico es ahora uno de esos lugares ruines de la ciudad en los que la
apretada connivencia de edificios cada uno más feo que el otro, sin ningún
orden ni concierto, celebra el matrimonio entre la avidez y la corrupción a que
ha venido a parar prácticamente el país entero.
Pero no sólo ahí: también algunos kilómetros
antes y en todas las estaciones de la ruta: en Tacubaya, en las inmediaciones
del Viaducto, en la salida de la calle Diez, en Molinos: aquí y allá se echa de
menos el que no se hubiera planeado sino para aquella actualidad que ahora ha quedado remota, sin
dedicar ni una sola reflexión al tiempo futuro. Es verdad que eso lo puedo ver hoy,
cuando he rebasado el medio siglo, y nunca entonces. El moderno y algo melancólico
paisajista que trazó el Periférico cometió algunos errores y quizás el mayor de
ellos haya sido el no haber previsto más holgura para el entorno por el que
transcurría el camino. Además, los accesos suelen ser abruptos y
carecen de la amplitud necesaria, lo que hace que los conductores penetren en
el interior de la vía rápida con grave riesgo de su integridad, si no es que de
su vida.
Tampoco consideró dejar zonas verdes; como
el gobierno expropió los terrenos por donde pasaría el Anillo Periférico, bien pudo
preverlo y actuar en consecuencia. Más tarde se debió de impedir que se
construyera sobre la vía misma, como se hizo, lo que produce, al recorrerlo, una
sensación de asfixia y contaminación en la mayor parte de la ruta. Para colmo,
esa arquitectura no se reglamentó, y si se hizo el reglamento no fue respetado:
no hay un límite de alturas ni un uso de suelo definido y apropiado, por lo que encontramos lo mismo viviendas que comercios, bodegas o escuelas, e incluso hasta alguna funeraria.
Es verdad que durante años se habló del Segundo
Piso pero siempre como una broma extravagante, nunca como algo que no fuera una
sino insensatez risible, una estúpida caricatura. La broma ni siquiera tenía la
gracia contradictoria de los ejemplos con que se ilustran las grandes
aberraciones de los tiranos del realismo mágico. Cuesta creer que alguien pensara
que un despropósito semejante pudiera hacerse realidad hasta que llegó un tontuelo
capaz de las peores ocurrencias, embebido de ignorancia y soberbia. Entonces
se sacrificó el Periférico.
Su enorme nobleza, que si bien ha sido
destruida como gran parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad, todavía ha
permitido que se le ponga encima esa descomunal estructura carente de cualquier
orden o proporción y sin el mínimo respeto por el entorno, para quedar
sepultado para siempre como un monumento arquitectónico más que no fuimos
capaces de conservar. Es cierto que quien circule por allá arriba podrá atisbar
de nuevo el esplendor del Valle, e incluso será posible que practique un
simulacro de movimiento acompasado tomando como referencia al Ajusco, pero lo
hará en un plano sin escala y con excesivos riesgos, perdida para siempre la
sensación de armonía y seguridad que eran parte de la definición del
Periférico.
En tanto que he debido asomarme al día de hoy,
han corrido las horas del domingo de mi imaginación, y la joven familia,
compuesta por mis padres, mis hermanos y yo, quienes pasamos el día extraviados en la
multitud de los tíos y los primos en una casa en el Pedregal desde cuyo
jardín se veía el cerro Zacatépetl (un globo de cantolla en llamas perderá altura una
tarde y terminará recalando entre los árboles, quemando un pequeño rincón del
bosque), cruza ya de noche el Periférico, de regreso a los barrios céntricos de
la ciudad, en el sentido contrario a como viajó aquella mañana.
Se acerca ya a su salida; a la izquierda
no tardará en aparecer la Montaña Rusa. Después del tráfago lleno de rugidos de
motores que para 1974 se habían quedado por lo menos una década atrasados, vestigios
de una locomoción ancestral en todo anterior a nuestro nacimiento que aún
rodaban por el brillante suelo de la vía rápida con lamentos de animal
prehistórico, descenderemos de pronto por la cuesta súbita y pronunciada de
Chivatito y nos hundiremos en un silencio absoluto tan repentino que nos veremos
obligados a hacer algo para destaparnos los oídos. Todas las semanas viviremos esa
misma exacta sensación, que representa el momento final del viaje. En ese lugar
diremos adiós al domingo y de paso al Periférico.
Allí mismo le digo adiós, adiós.
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Las fotos del Periférico las tomo mayormente de la espléndida página de Facebook La ciudad de México en el tiempo.
Más sobre la ciudad de México en este blog:
Guía de árboles de la ciudad de México, primera parte, http://bit.ly/2kSBh1d
Más sobre la ciudad de México en este blog:
Guía de árboles de la ciudad de México, primera parte, http://bit.ly/2kSBh1d
Segunda parte, http://bit.ly/1f2AiCb
Paseo por Donceles, primera parte, http://bit.ly/2kRhDT8
Paseo por Donceles, segunda parte, http://bit.ly/2BJpp9N
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