Foto de Lucirene Castellanos. |
(El pasado domingo participé en el homenaje que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara rindió al gran poeta mexicano Eduardo Lizalde. En la mesa estuvo también Jaime Labastida, director de la Academia Mexicana de la Lengua. A continuación, las palabras que leí ese día.)
Es
un honor inesperado para mí tener la oportunidad de saludar desde esta tribuna
privilegiada al primero de los poetas mexicanos. La intervención de Jaime
Labastida, director de la Academia Mexicana de la Lengua, me exime de hablar en
términos generales de su obra y me permite en cambio probar a decir algo más directamente
ilustrativo sobre el trabajo de este extraordinario artífice de nuestra poesía.
En otro lugar he dedicado un largo ensayo a explicar las razones de mi entusiasmo
por su gran poema de madurez, Algaida,
en el que la expresión del poeta terminó volviéndose más refinada y acaso más
conseguida que nunca.
Escrito
a las puertas de la vejez, el poema es una vigorosa entrada del intelecto y la
imaginación en los territorios del pasado, en la que todo resplandece con luz
particularmente poderosa. Ya desde su primera estrofa, Lizalde anuncia que
hablará en él de las grandes modificaciones que el tiempo opera en nosotros, modificaciones
que resultan de tal magnitud que al final de nuestra vida somos otros.
Esta
frase, que solemos usar de manera metafórica, cobra un significado profundo
cuando consideramos lo que opina la ciencia: como de tanto en tanto se renuevan
todas y cada una de nuestras células, con el paso del tiempo somos, literalmente, otros. Nuestros músculos
son otros, otra es nuestra piel, nuestros manos y nuestros ojos son otros.
Es
así como interpreto los versos que voy a leerles a continuación, que son de la
primera página de Algaida (palabra,
por cierto, que proviene del árabe y sirve para referirse a un terreno arenoso,
acaso una duna o un médano, al lado del mar). El poeta, delante de la vastedad
y el misterio de la muerte, representados por el mar, voltea a contemplar su
vida y descubre la cordillera de todos los hombres que sucesivamente ha sido,
hechos todos de arena frágil y deleznable:
Me arrastra, algaida, fijo
hacia el poniente,
grano a grano, corpúsculo a
corpúsculo […]
para reconstruirme en otro
punto, edad y hora
y en un orden sólo en
apariencia idéntico.
A nuestra espalda el rastro, la
enana cordillera
de los borrosos médanos que
fuimos,
amarillosos y petrificados,
dunas muertas
del brumoso, del remoto o del
reciente existir.
Como en ese poema Eduardo Lizalde da una clase
maestra sobre el tratamiento de la lengua, me ha parecido buena idea ofrecer un
brevísimo puñado de ejemplos de lo que ocurre en sus páginas con el objetivo de
que, quienes nos acompañan esta tarde, puedan experimentar aquí y ahora algo del
finísimo oído y el fabuloso sentido del lenguaje de este poeta. Los primeros
ejemplos tienen que ver con el uso del adjetivo en Algaida.
Vicente Huidobro, 1922. Dibujo de Juan Gris. |
Jamás
olvidamos los poetas que, como escribió célebremente Vicente Huidobro en un
poema que con toda razón se titula “Arte poética”, “el adjetivo, cuando no da
vida, mata”. Seguramente Huidobro tenía presentes las palabras de Filippo
Tommaso Marinetti, quien, en uno de los documentos fundacionales del Futurismo,
la primera de las vanguardias, apostó abiertamente nada menos que por la abolición de los adjetivos.
Marinetti, padre del Futurismo. Foto: internet. |
Sólo sin
adjetivos, explicaba el padre del futurismo y recordaba Huidobro, los poetas
conseguiremos conservar el color esencial que poseen los nombres de las cosas,
los sustantivos. El adjetivo, en cambio, al tener un carácter más apropiado
para dar matices, representa una suerte de meditación sobre las cosas, una especie
de alto en el camino.
Pasados
los setenta años, Eduardo Lizalde decidió desafiar el apotegma expresado en el
verso de Huidobro: todo el que se acerque a Algaida
se dará cuenta de la asombrosa profusión de adjetivos que caracterizan al poema.
La explicación está en que el poeta intenta fijar, con la máxima precisión
posible, aquello de que informan la inteligencia y los sentidos, lo que exige
que añada, a los sustantivos que nombra, el mayor cúmulo posible de sensaciones
y de ideas.
Este matiz, este alto en el camino, esta
meditación que supone el adjetivo, en contra de la función dinámica del
sustantivo, esta preeminencia del color por encima de la silueta, si puedo
decirlo así, hace pensar en los pintores venecianos del siglo XVI (como Bellini
o Giorgione) que descubrieron las posibilidades de trabajar con los colores
directamente, en vez de hacerlo primero con los trazos y las líneas. Lizalde no
se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los objetos que nombra,
sino que con frecuencia los califica de dos y hasta de tres maneras sucesivas,
asestándoles varios adjetivos, uno detrás del otro. El juego es francamente arriesgado
y sólo un gran maestro puede salir airoso de él.
Pero veamos tres ejemplos, para intentar
mostrar a qué me refiero con todas estas palabras. Cuando el poeta pinta por
vez primera el huerto rural, lo hace de la siguiente manera. Como no tenemos
tiempo de comentar estos versos como se merecen, me permito hacer notar desde
ahora que en ellos, en estos ocho versos, hay nada menos que veintiún
adjetivos, todos perfectamente logrados. Para decirlo con palabras de Marinetti:
veintiún pequeñas meditaciones, dedicadas a sólo cuatro objetos: los
membrillos, las manzanas, los perones y la higuera. Estos versos, repito,
describen un huerto, y su propósito está conseguido con esplendor barroco y
elegancia francamente inusitada:
…
los aviesos membrillos acidosos,
la bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita arrebol
y los advenedizos pálidos perones
—de genética estirpe bastarda y jardinera,
humana y puritana— de anémica epidermis,
la prestigiosa
higuera legendaria
de Rómulo el divino primer rey,
de blanca sangre y gran follaje mendicante y palmario.
Uno de los momentos más hermosos del poema es
el segundo ejemplo al que voy a referirme. En él los adjetivos vuelven a ser muchos,
sin que nos parezcan excesivos, y cada uno de ellos abona a la precisión
descriptiva de cada objeto. En este caso se trata del fruto del ciruelo
japonés, tal y como es concebido por la luz, como sugiere el poeta. Para ello, Lizalde
echa mano en esta ocasión, en sólo siete versos, de hasta trece adjetivos:
Pero todo era gloria en la inmortal
infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños
frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis
meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces
y ubérrimos vecinos
que no era estéril,
sino morigerado y elegante como un bonzo.
Y así con todo, flores y frutos
particularmente: el limón, el bambú, las campánulas, el alhelí, el nardo, el
sándalo, la mandarina, el ciprés, la rosaleda, la buganvilia, la siempreviva…
El tercer ejemplo consta de un solo verso. Cuando
se refiere a la estrella Aldebarán, fascinado por la hermosura de la palabra,
que significa “la seguidora” y es por cierto también de origen árabe, como
“algaida”, Eduardo Lizalde no puede sino repetirla hasta tres veces en la misma
línea: “Aldebarán, Aldebarán, Aldebarán”.
Después de decir que aquella estrella
es cincuenta veces más grande que el sol, escribe que brilla rodeada de “su
turbulento / rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes”. Aprecien ustedes la belleza
que hay en esta línea: “Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes”. Por algo que
no me explico, este verso, en el que hay dos sustantivos y dos adjetivos en
equilibrio, produce la sensación del variable fulgor de las estrellas que
rodean a Aldebarán, y al mismo tiempo la delicada vacilación con que el velo de
la atmósfera las ofrece al ojo humano:
Rebaño de fogosas cefeidas
parpadeantes.
El
trazo arquitectónico, la hermosura del glosario y el aliento característicos de
Algaida hacen de este poema una
mezcla que no me parece exagerado llamar perfecta. De la elegancia de su
expresión y su belleza he ofrecido ya tres ejemplos; para concluir esta breve alocución
de homenaje, apenas una probada del fabuloso mundo verbal de Lizalde, les
ofrezco aquí un ejemplo de su exquisitez.
En Algaida hay un episodio marítimo, una especie de intermezzo al que se llega a través de
la alusión a los recuerdos infantiles. Ese pasaje marino termina con un trazo
de fino pincel, que nos resulta más fino todavía porque tiene la función de contrastar
con el carácter del episodio al que sirve de remate: Lizalde dice que el mar,
que descarga un poder terrible durante el día (cada una de las imágenes que
recrean ese poderío es muy atinada, como aquella que dice que el mar “rompe el
corazón enamorado de las rocas”), por las noches en cambio “escribe ya sus
tankas de altamar y sus poemas orientales”, y arma esta deliciosa imagen en la que,
sin decirlo expresamente, digamos que apenas sugiriéndolo, un par de barcas que
flotan junto a la playa aparecen convertidas en un par de sandalias:
Dos
barcas a la orilla:
se
ha descalzado el mar
para
pisar, desnudo el pie, la arena.
Éste
es, señoras y señores, Eduardo Lizalde, el primero de los poetas mexicanos, a
quien celebro esta tarde con mi respeto y mi cariño encendidos en esta felicísima
ocasión.
Foto del poeta Jorge Ortega. |
____________________
La foto que abre este post es de Lucirene Castellanos. La que lo cierra es de Jorge Ortega. A ellos, mi agradecimiento especial.
Mi
ensayo completo sobre Algaida se
publicó en mi libro Contra la fotografía
de paisaje (Magenta, 2014). Antes apareció impreso en la revista Luvina, en cuyo portal en línea puede
leerse completo, http://bit.ly/1oRr5Sf
El
retrato a línea de Vicente Huidobro es de Juan Gris. Lápiz sobre papel, 46,5 x
37 cm., 1922. Museo Reina Sofía.
Aquí una buena crónica del homenaje a Eduardo Lizalde del domingo pasado en la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara: http://bit.ly/2AhsTiN
No hay comentarios:
Publicar un comentario