La visita se prolongó a lo largo de unos seis o siete
minutos. De los barrotes de hierro saltaron a la maceta de las sábilas, donde
picotearon cuanto encontraron, y dieron luego un brinco de regreso. El macho, un
tanto más corpulento y decididamente más colorido y hermoso que la hembra, llevaba
el ritmo de las circunvoluciones, hechas de impulsos cortos y decididos, de súbitos
levantamientos y caídas abruptas; ocasionalmente hundía el pico en la axila o
se esponjaba para sacudirse sin moverse un milímetro de su lugar. Ella no se
quedaba atrás y se mostraba sensible a las piruetas del otro siguiéndolo de
aquí para allá y posándose luego a su lado, interesada siempre en demostrar
que podía con cuantas acrobacias su compañero pudiera desafiarla.
De pronto hacían una pausa, digamos que contemplativa:
suspendían los frenesíes y las ansiedades y descansaban un momento, visiblemente
despreocupados y satisfechos, como si se sintieran seguros en ese lugar. Sin
embargo jamás habían visitado mi balcón, o no al menos estando yo presente, de la misma forma que puedo afirmar que desde aquel mediodía del sábado 21 de enero pasado,
no se han dejado ver nuevamente por aquí.
Diversas son las aves que veo desde mi lugar de trabajo, especialmente gorriones: ya sea posados en los barrotes de mi
balcón o agarrados a las ramas del trueno que asoma a mi escritorio. En época de lluvias, aprovechan las aguas recogidas en
la bandeja de las macetas de barro y suben a beber…
Antes, cuando tenía colgada
de las vigas superiores una de esas suculentas llamadas cola de borrego, o cola
de burro (Sedum morganianum, en todo
caso), les gustaba demorarse picoteando sus jugosas cápsulas para obtener así un
delicioso néctar.
De cuando en cuando, también, algún pinzón mexicano, un
simpático pajarillo que parece un gorrión a cuya cabeza hubiera caído una
imprevista mano de pintura roja. En otras ocasiones es un tórtola (Columbina inca, quiero decir) la que se
anima a explorar estas alturas y aparece repentinamente con gesto
característico, receloso y asustadizo, como puesta aquí de pronto, sin que para nada manera hubiera mediado su voluntad. Excepcionalmente, un colibrí…
Las aves de mi calle deben de estar bien advertidas de la
presencia de un terrible felino que las ojea en silencio detrás del vidrio de
mis ventanas, y quizás por eso mi balcón no es precisamente el aviario que bien
podría ser tratándose de estos rumbos, contaminados y ruidosos, es verdad, pero
ya francamente acodados a una esquina del bosque de Chapultepec. Contaba yo
hace unas semanas en este blog que el
poema que aparece en mi nuevo librito, Chirimoya
(Ediciones Acapulco, 2016), se ocupa de una de esas visiones: el grupo de
gorriones que una tarde, mientras me comía una chirimoya, vi desvalijar
impunemente las inflorescencias del trueno que tengo del otro lado de la ventana.
Esta vez la visión tuvo algo más, empezando porque la especie
de pájaro a la que pertenecían mis inesperados visitantes era completamente nueva
para mí. Primero no hice más que admirar a la hermosa pareja, ocupada en sus
asuntos, sin que nada turbara su tranquilidad; después, como se prolongaba su
visita, decidí hacerles una fotografía.
Reparé en mi celular, a mi lado sobre mi
escritorio; también me di cuenta de que, un poco más allá pero todavía al
alcance de la mano, estaba la pequeña camarita fotográfica que tengo en uso. Alargué
el brazo con sigilo, tomando las precauciones necesarias para no denunciar mi
presencia, y temiendo siempre que mis visitantes se dieran cuenta y se dieran a
la fuga. Para conseguirlo quizás trabajó en mi favor el que, a aquellas horas,
el reflejo de la ventana vista desde afuera me otorgaba una completa
invisibilidad. Disparé unas cuantas veces.
Pronto me di cuenta de que, aunque
los pájaros estaban cerca de mí, las imágenes que resultaban los alejaban
considerablemente de la vista del observador; accioné el zoom sin esperanza de
conseguir nada interesante –acostumbrado como estoy a que esas distancias, salvadas
con rudimentarios artificios mecánicos como las de mis cámaras de aficionado, difícilmente ayudan a conseguir una
deseable nitidez. Me equivocaba: las fotos que pueden ver los lectores de Siglo en la brisa, sin retoques ni
reencuadres de ninguna especie, salieron suficientemente claras y hermosas. Por lo menos cumplen el objetivo de transmitir con exactitud lo que vi.
Con ellas en la computadora, más tarde le he escrito a mi
amigo Fernando Ortiz Lachica, ornitólogo aficionado, para preguntarle si me
podía decir a qué especie pertenecen. Amable como de costumbre, Fernando me contesta
de inmediato en estos términos: “Tus hermosos visitantes son una pareja de
pinzones cebra. La especie es originaria de Australia y es común en cautiverio.
Seguramente ese par escapó o los soltaron. A veces los anuncian con su nombre
en inglés: zebra finch. Dice
Wikipedia que se han introducido en Portugal y los EUA. Su pico indica que se
alimentan de semillas. Les podrías poner alpiste y algún recipiente para que se
bañen y tomen agua, aunque lo más probable es que lleguen otros: pinzones
mexicanos, gorriones comunes, tórtolas o palomas”.
Ya por mi lado, leo que el nombre científico de
la especie es Taeniopygia guttata guttata; también,
que tiene otros nombres populares, además del de pinzón cebra, como Diamante cebra de Timor o
simplemente Diamante mandarín. A la vista de esos pájaros, todos esos nombres sugerentes y hermosos parecen justificados a plenitud. Ilustro este post con algunas de las
fotos que hice el tercer sábado de enero para el disfrute de quienes siguen mis
publicaciones. Como comprenderá quien las vea, la visita fue extraordinaria y
como tal la consigno en este lugar.
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El retrato de Fernando Ortiz Lachica, en el que aparece firmando un ejemplar de su nuevo libro, Psicoterapia corporal, procede
de su página de Facebook. El resto de las imágenes
son mías.
Más sobre naturaleza
urbana en este blog:
El árbol de Giovanna, http://bit.ly/1KnArSE
El gomero de Plaza San Martín, http://bit.ly/1FZKBkM
Informe sobre la estupidez, http://bit.ly/oSklUj
Genial, Fernando. Esas pequeñas maravillas que nos humanizan, cuando sabemos apreciarlas. Abrazo grande
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