No es que estuviera buscando el retrato, es que el retrato
me salió al paso a mí. Ocurrió una tarde de principios de este mes, al final
de la segunda de mis dos visitas al Museum of Fine Arts de Boston, después de
pasearme un par de horas largas entre las inacabables riquezas que hacen de ese
museo uno de los más notables de los Estados Unidos.
(Las tres primeras maravillas que vienen a mi mente: una rotunda máscara
olmeca; unos de esos pequeños escarabajos que los egipcios colocaban en el pecho de las momias, cerca del corazón; quizás el más hermoso de los retratos que le hizo Van Gogh al cartero Roulin...)
Lo descubrí a lo lejos, del otro lado de la escalera central
del Museo, cuando ya me disponía a abandonarlo: ahí estaba, sobrio y estupendo, mirándome desde su pequeño marco dorado, el Góngora pintado por Diego de Velázquez.
Ya luego me contó mi amigo Xavi, que es con quien yo iba, que
di un salto que no registré, sin duda de sorpresa, acaso de felicidad. No era
para menos: anteriormente había contemplado alguna de las copias que hay del
lienzo, quizás la que está en el Prado, y entonces había lamentado no poder estudiar
en persona el que pintó Velázquez. Y de pronto ahí lo tenía, al alcance de
la mano, flotando sobre la superficie inminente de la más transparente
realidad.
Foto: Xavier Pascual Aguilar |
El
retrato de Góngora, pintado a los 61 años del poeta, es decir cinco antes de su muerte
–Velázquez tenía apenas 22–, satisface algunas de mis curiosidades pero despierta
otras. ¿Qué es ese lunar o
mancha junto a la oreja, que por cierto no está en la copia que se conserva en
el Prado? Y la dentadura, que podría decirse que falta, ¿está documentado que la perdió? (hace unos días leí que Wilde nunca sonríe en las fotos porque
tenía los dientes de un color imposible…) Por último, el pelo ¿no hace un
efecto extraño que siga siendo prácticamente negro a los 61 años?
Ahora que hago el recuento de lo que se dice del retrato, se me ocurre preguntarle a Antonio Carreira, el máximo estudioso de
Góngora de nuestro tiempo, ya que estoy en contacto con él, qué es lo que el
viejo poeta cordobés podría traer en la cabeza cuando se sentó delante del
caballete del jovencísimo Diego Velázquez, en aquel Madrid de 1622.
En la primera página de uno de sus libros más recientes, una
espléndida Antología poética de 700
páginas de Góngora que el año pasado puso a circular Austral, Carreira se
refiere al famoso retrato, que describe como una “rara conjunción de dos
astros de primera magnitud” (el poeta y el pintor, por supuesto, ambos andaluces, geniales los dos), y dedica algunas palabras al rostro retratado, describiéndolo
como “adusto, altivo y desdentado”. Por correo electrónico lo he tentado a que
me cuente más: en 1622, ¿qué traía exactamente Góngora en la cabeza? Carreira
me manda su respuesta en un correo que me apresuro a copiar para el conocimiento
de los lectores de Siglo en la brisa. Se trata de una interpretación del rostro del poeta de las Soledades, pero también, ya que la carta incluye las menciones de sus poemas más significativos escritos en esa época, una pequeña guía de lectura del Góngora final. Ilustro este post con reproducciones del óleo auténtico (Boston) y de dos copias, conservadas respectivamente en el Museo del Prado y el Museo Lázaro Galdiano (ambos en Madrid).
El lienzo de Boston, original de Diego Velázquez (1622) |
Góngora en 1622
(fragmento de carta)
Por Antonio Carreira
[…]
Para saber lo que pasaba por la cabeza de Góngora hacia 1622 basta recordar
que acababa de perder a sus tres amigos y protectores: el conde de Lemos, don
Rodrigo Calderón y el conde de Villamediana. Lo lamenta en el soneto «Al tronco
descansaba de una encina», en cuyo v. 12 se define como desdichado. El año
anterior había estado enfermo, acaso de los ojos, como revela la letrilla
«Aprended, Flores, en mí».
La copia que está en el Museo del Prado |
En el mismo 1622, una décima (Obras completas, núm.
380) nos descubre lo que sabíamos por el epistolario: que no tiene un céntimo,
y ruega a su administrador que le adelante «medio mes que no he vivido». Al año
siguiente, escribirá los sonetos más tremendos: «En este occidental...» y
«Menos solicitó...». Góngora, pasados los sesenta, después de fracasar en la
consecución de la chantría de Córdoba y viendo cómo son las cosas en palacio,
donde el favorito promete y no cumple (cf. «En la capilla estoy y condenado»),
se hace muy pocas ilusiones: seguir en Madrid es prolongar la tortura; volver a
su tierra es confesar su fracaso. Bien podía haber dicho lo mismo que dirá poco
después respecto a la publicación de sus obras: «estoy como la picaça, que ni
vuela ni anda». Cf. también los sonetos 392-395 de las Obras completas (ed.
Carreira), donde deja claro su falta de esperanza en merced alguna.
La copia que está en el Museo Lázaro Galdiano, también en Madrid |
Es la única
época de su vida en que habla de sí mismo en serio, aunque siempre mantiene el
fondo de humor que hace más llevadero su infortunio. No se equivocó al evocar
el lustro climatérico, porque en él murió. En su tiempo sesenta años era una
edad más que provecta, como hoy ochenta aproximadamente. Seis años después la
enfermedad «se le atrevió a la cabeza», como dijeron sus amigos, y regresó a
Córdoba vencido y desmemoriado. Era el mayor poeta de su tiempo, y casi todos lo
reconocían, pero no sabía ya dónde tenía la mano derecha. Mucho antes, en 1609,
había aprendido a su costa a no fiarse de señores empingorotados: «Mal haya el
que en señores idolatra».
Antonio Carreira, en su conferencia sobre Cervantes como poeta satírico |
Góngora tuvo una doble vida: por fuera, admirado como
poeta y maestro indudable para la mayoría de la gente culta. En cambio, por
dentro, sobre todo a partir de 1611 (cuando comparte sus prebendas a sus
sobrinos), y más que nada desde 1617, cuando aprovecha la estrella declinante
de Lerma para hacerse capellán del rey, se ordena sacerdote y se traslada a
Madrid, va de apuro en apuro, de fracaso en fracaso, y, como decimos acá, no se
atreve a estirar los pies más allá de la sábana. Cuando dice que la mejor
ciudad de Italia es Como, o que ollay (‘mirad’ = olla hay) es
la mejor voz portuguesa, sentimos casi alguien que pasa hambre, que teme que lo
vengan a embargar por no hacer frente a sus deudas. En una palabra, lo que
Galdós llamaría mucho más tarde el quieroynopuedo, que en tiempo de Góngora era
lo normal en los hidalgos pobretones.
Creo haber dicho en algún sitio que el arte es el resultado del
sufrimiento. Hay excepciones, sin duda, pero en general es así. En Suiza se
crea menos arte que en otros países mucho más pobres; no hace falta, basta con
gozar del que crean los demás. Imagínate a Schubert con buena salud, mozas y
dinero a su alcance: no hubiera hecho ninguna de sus obras magistrales. Góngora
tampoco. Lo malo es que la mayoría de la gente sufre también y no hace nada
útil.
En cuanto al lunar ese grueso que tiene en la cabeza, yo tuve uno igual y
en el mismo sitio. Unos le llaman queratosis, otros eccema seborreico o
dermatitis seborreica. Me lo curaron con nitrógeno líquido, que es muy frío, y
tarda pocos días en hacer que las escamas se desprendan.
[…]
________________
La
imagen del lienzo que está en el Museum of Fine Arts de Boston
procede de http://bit.ly/2aKnJPN;
la del Prado, en http://bit.ly/2aeNxVy;
por último, la del Museo Lázaro Galdiano
viene de http://bit.ly/2a4Qnt8.
Más
sobre Antonio Carreira en este blog:
Más
Góngora en Siglo en la brisa:
Poesía y tradición, http://bit.ly/2avIwum
Fonollosa, http://bit.ly/1N0LPBb
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