¡Qué hermosa imagen, la
de la alberca serenada y cumplida! Parecería que nada la
ha turbado nunca y que ninguna cosa la sacará de su insondable concentración.
Durante veinte años he conocido la felicidad de las albercas. En las aguas
cloradas de cuatro o cinco ciudades he pasado largas horas de meditación, durante las cuales he tomado algunas de las decisiones menos apresuradas de mi
vida. Ellas proporcionaron a mi existencia el curso fluido que me ha traído hasta este
lugar. Recuerdo una alberca de hotel abandonado, en un viaje triste, al final
de un año malo, en la costa de Nayarit: era la estampa misma de mi
desolación interior. Por el contrario, en mi memoria viven múltiples albercas de
aguas transparentes y lúcidas, que he surcado con la mente clara y el corazón
alegre.
Termino de nadar:
asido con dos manos al borde
de la alberca, poco antes de dar el salto
de vuelta a la intemperie
volteo a ver el agua
bulliciosa y revuelta, exactamente
como me encuentro yo,
que tengo la respiración agitada
y en mi interior las aguas de los pensamientos
rebalsadas
suben y bajan, aparecen y desaparecen,
se agitan de aquí para allá
–yo que empecé a nadar
pensando sin ninguna claridad, y conforme
fueron pasando los minutos
conseguí reducir a un puñado de razonamientos
practicables
alguna cerrazón hasta ahora reacia,
alcancé un punto de
vista un tanto menos confuso
y dos o tres palabras exactas
–y las aguas, las aguas
de la alberca parece
que padecen de un mismo género de revolución,
van y vienen, se desbordan por los cuatro costados
de esta pequeña alberca en la que nado
casi siempre a solas,
suben y bajan
en forma de suavísimos montículos
sobre la piel fugaz del agua de la alberca
–como me ocurre a mí,
ahora que mi pulso bate rápido, y mi corazón hace tam
tam,
y los pálpitos mismos que me ligan
a las cosas que ignoro me entusiasman y abisman,
y los latidos corren
a desbocarse
dejando en mí
una cierta manera de verlas al través,
de observarlas a fondo
hasta apreciar su entraña más secreta,
al grado de que todo
aparece a mis ojos igual que un jeroglífico
inesperadamente descifrado
siquiera unos instantes,
los que tardo en recuperar el ritmo normal
de la respiración, asido con dos manos al borde de la
alberca,
y aunque bien sepa yo que luego no sabré explicarme,
ni mal ni bien,
y no podré decir ni cómo o cuándo,
un segundo me ciega el resplandor,
la visión de la naturaleza íntegra,
acabada y resuelta
de aquello que he rozado o he adivinado o intuido
–y entonces me parece,
acaso porque veo más allá de lo que veo
o siento más que lo que siento,
que estoy poseído de una suerte de divinidad,
entusiasmado, digamos, que es lo que la palabra
significa,
y el agua a mis espaldas
padece un mismo género de transfiguración,
y si algo nos une,
a las aguas y a mí,
si puedo decirlo así,
colmados como estamos,
yo un instante antes de dar el salto
de vuelta a la intemperie,
ellas un rato largo antes de que
recuperen
su forma y su calma absolutas,
de nuevo el majestuoso
reposo de las aguas sin rastro
de la alberca, es una idea
de Dios,
y así quedamos ambos, las aguas y yo,
alterados, revueltos, confundidos,
fundidos los unos con los otras –las aguas en las
aguas
exaltadas y eufóricas
y yo exaltado en ellas, contagiado y eufórico
en una misma exacta idea
de Dios.
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Foto: José María Fernández F. 26 de enero de 2019, día de la presentación de Oscuro escarabajo. |
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