En tanto rodeaba el escritorio, pensé en la futilidad de acudir al teléfono, en todo aquello que se pierde en el intento de capturar el momento con una imagen en lugar de vivirlo a plenitud. No importa. Llegué a la ventana. A mis pies, Madrina seguía con los ojos clavados en el pájaro, que resultó ser un individuo de tamaño considerable. Estaba parado sobre la estructura que hace las veces de techo del patio de segundo piso de la casa vecina. Silbaba.
Con la mano izquierda intenté separar las persianas: sólo con esa mano, ya que en la otra sostenía el teléfono. Una vez separadas, con el ave en el campo de visión, debí maniobrar para hacer contacto con la pantalla en el lugar exacto en donde aparecía, con el propósito de hacer que el foco se fijara en ella. Capturé las persianas mismas, con el ave al fondo, borrosa, fuera de foco. Volví a intentarlo. Algo, entonces, engranó. Pude disparar sólo una vez más porque, como dice el poema de Lorca, de pronto el pájaro no estaba en la rama. Vi la imagen en la pantalla del teléfono: es del momento exacto en que repara en mi presencia. Mira de frente. Una fracción de segundo más tarde, vuela lejos de ahí. Yo salto a la computadora para describir lo que acaba de suceder.
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Según mi amigo Joaquín Díez Canedo Flores, el pájaro de esta pequeña historia es un Turdus ruffopaliatus. Gracias a él por el dato.
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