Por
supuesto que estoy de acuerdo con quienes piensan que el asunto no es esencial
y por eso no vale ocuparse más de la cuenta de él, sobre todo porque lo que más
nos interesa es la obra de López Velarde y no por fuerza los detalles de su
biografía. A éstos, una vez establecidos (cuando lo están, desde luego, pues no
siempre es el caso), vale la pena dejarlos tranquilos en su sitio a la espera
del momento en que resulten necesarios. Si dedico este post al tema es porque de tarde en tarde escucho a algunos amigos
negarse en redondo a la posibilidad de que López Velarde hubiera padecido una
enfermedad venérea. Ramón, desde luego, no murió de sífilis: murió de asfixia,
todos lo sabemos, a causa de una pleuresía. Sin embargo, las circunstancias del
inesperado acontecimiento nos hacen pensar que su condición física debió de verse
debilitada por algún factor ajeno al resfriado que se complicó al grado de quitarle
la vida, como por ejemplo una afección venérea. ¿De qué manera explicarse, si
no, el que haya muerto de pronto, cuando era un hombre en la flor
de la edad, aparentemente sano, a los 33 años de su edad apenas cumplidos?
Pero
vamos a los argumentos: están, por una parte, sus costumbres sexuales, de las
que hay testimonios dejados por él mismo y sus contemporáneos (“no se le iba día sin sacrificar a Cipris y Afrodita”, resumió famosamente, unos años más
tarde, Luis Noyola Vázquez); por el otro, las debidamente documentadas (y alarmantes) condiciones higiénicas
de las prostitutas de la época. A mediados de 1991, se
dio una discusión en las páginas de la revista Vuelta entre Guillermo Sheridan, a quien debemos la máxima
aportación a los estudios velardianos por lo menos de los últimos treinta años, quien
defendía la posibilidad de la enfermedad venérea, y Gabriel Zaid, el autor de Tres poetas católicos, para quien la
causa de la debilidad de López Velarde a la hora de enfrentar la enfermedad se debió a una depresión.
Además
de ponernos en circunstancia sobre la prostitución en la ciudad de México en
los tiempos de López Velarde, Sheridan, como se verá, hizo un descubrimiento de
algo que estaba a cielo abierto, evidente y a la vista de todos, en lo cual
nadie había reparado porque yacía encriptado bajo una difícil cita literaria, a
la espera de su hallazgo erudito. Dan ganas de pensar que ese descubrimiento deja las
cosas resueltas.
Recomiendo, desde luego, la lectura de la polémica; para
quienes no la tengan a mano, reproduzco el par de párrafos que dediqué al
asunto en mi ensayo “El enigmático caso de 'El sueño de los guantes negros'”, parte
de mi libro Ni sombra de disturbio
(Conaculta / Auieo, 2014). Arranco desde poco antes del meollo del asunto,
en el inicio del apartado de ese ensayo dedicado a analizar la perspectiva
católica de aquel gran poema, que Ramón no publicó en vida, un aspecto esencial
(el catolicismo, quiero decir) del pensamiento y el arte de López Velarde que una parte importante de la crítica,
henchida de arrogancia, ha tendido a desdeñar.
La
perspectiva católica
(Ni sombra de
disturbio, fragmento)
Por FF
Desde luego que nos perderíamos de una aspecto esencial
del poema [“El sueño de los guantes negros”] si no intentáramos verlo desde una
perspectiva católica, como era la de López Velarde. Guillermo Sheridan, que
recuerda la última conversación que tuvo el poeta poco antes de su muerte con
su amigo el periodista Eduardo J. Correa, dice que el consejo que dio éste a su
joven amigo de que debería de volver a los ejercicios espirituales de San
Ignacio, era ocioso: Ramón “no requería de más
ejercicios espirituales que los que ya le exigía su poesía”.
Y se pregunta: “¿Podría haber imaginado siquiera que en la bolsa
del saco negro su amigo llevaba desde hacía meses el manuscrito de ‘El sueño de
los guantes negros’, uno de los poemas más complejos que podría haber escrito
un católico?” (Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos
juveniles (1905-1913), FCE, 1991, pág. 39).
Aquí viene al caso lo que dijo Octavio Paz: “nos hace
falta un estudio de veras completo sobre las creencias de López Velarde” (El camino de la pasión, pág. 51). Y es
que sin saber su verdadera relación con ciertos asuntos que él mismo enumera,
como astrología, ocultismo, superstición, panteísmo, budismo y hasta cábala, es
difícil profundizar en el significado de algunos pasajes de su literatura. La
crítica se cuestiona: ¿creía Ramón en la resurrección de la carne o creía que
creía? ¿O quería creer? Esa pregunta o una similar se hacen, cada quien por su
lado, Paz y Martha Canfield.
Al menos para el caso que nos interesa, una
respuesta bastante rectilínea la ofrece el propio poeta: “Uno de los dogmas para
mí más queridos, quizá mi paradigma, es el de la Resurrección de la carne”,
dice con todas sus letras en la “Oración fúnebre” que dedica a su amigo
Saturnino Herrán (Obras, pág. 305).
Recordemos que al morir su padre, en fecha bastante temprana, había escrito que
esperaba verlo con sus “pupilas de resucitado”. En aquel poema, que no siempre
estuvo a la vista de los comentaristas, mencionaba el reencuentro anunciado en
el libro del Apocalipsis:
Aquel buen ángel que guardó el sepulcro
de Jesucristo, y que miró extasiado
la tierra redimida, y a las santas mujeres
que buscaban al Amado,
las consoló, verá concluir su oficio
cuando el último Adán encuentre abiertos
los eternos lugares de Victoria
y no haya quien pregunte por sus muertos.
El doctor José Molina Ayala, en su cubículo de la Universidad Nacional. Foto: FF |
Las referencias están perfectamente claras para cualquier
creyente informado, como me asegura el doctor José Molina Ayala: “el ángel que
guardó el sepulcro de Jesucristo” está en Mateo 28, 1-8 (“y sobrevino un gran
terremoto, pues un ángel del Señor bajó de cielo y acercándose removió la
piedra del sepulcro y se sentó sobre ella”), y en Marcos 16, 1-8 (“un joven […]
vestido de una túnica blanca”). Algo más complejo hay en la referencia al
“último Adán”: puede ser Cristo mismo o sencillamente el último hombre. El asunto
ha dado para diversas exégesis, pero quizás lo más importante sea que la
estrofa de López Velarde señala hacia los versículos de Pablo sobre la
resurrección, en los que dice entre otras cosas que “el último enemigo
destruido será la muerte” (Primera carta a los corintios, 15, 26).
Ilustración de Fermín Revueltas del poema "El sueño de los guantes negros", incluida en El son del corazón (1932). |
Desde esa perspectiva, la boda imaginaria en el más allá
¿tiene realmente connotaciones necrofílicas? Un católico quizás diría que no:
la vida apocalíptica que vivieron, según la frase de la penúltima estrofa,
Pero
en la madrugada de mi sueño,
nuestras manos, en un circuito eterno
la vida apocalíptica vivieron
nuestras manos, en un circuito eterno
la vida apocalíptica vivieron
se refiere a que vivieron la vida de los resucitados. Un católico podría decir que el poema no habla del
amor a la muerte sino a la vida, una vez que ha sido recuperada en el valle de
Josafat. Recordemos que Paz dejaba abierta esa posibilidad: “Y ese amor, ¿es amor a la vida o a la muerte?”.
Otro asunto es
que López Velarde se complazca en las imágenes macabras que vienen con la
muerte, como hizo en diversos lugares de su obra. (Algún amigo suyo recordó que
ésa era una característica también de su personalidad: estaba aparentemente
alegre y expansivo y de pronto se abismaba en honduras que le demudaban el
rostro…)
Lector culto, conocedor de las Escrituras, empapado de un
espíritu religioso como el que podría haber tenido Ramón, el doctor Molina
Ayala me hace ver que “El sueño de los guantes negros” evoca, por la alusión al
Mar Muerto, el episodio de Sodoma y Gomorra consignado en el Génesis, y
sobre todo la visión del profeta
Ezequiel que está en el libro bíblico de ese nombre.
Por
supuesto que al mencionar Sodoma y Gomorra es imposible olvidar la discusión
sobre si López Velarde tenía o no una enfermedad venérea que a partir de junio
de 1991 enzarzó a lo largo de varios números de la revista Vuelta a Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid, quienes luego
publicaron sus argumentaciones por separado (Zaid: Tres poetas católicos, Océano, 1997; Sheridan: Una vida adicta, Tusquets, 2002). Aunque el poema haya sido escrito
antes de mayo de 1920, es decir por lo menos un año antes de la muerte del
poeta, ya sabemos que quedó inédito, lo que nos permite suponer que lo que
entraña y evoca formó parte de sus preocupaciones hasta el final de su vida.
Guillermo Sheridan, autor de Un corazón adicto. |
Los
argumentos de Sheridan son bastante contundentes respecto a que Ramón bien pudo
contagiarse de sífilis. Más allá de las abrumadoras estadísticas sobre la
condición de las prostitutas de la ciudad de México en tiempos del poeta, más
allá de sus recurrencias y costumbres personales, confirmadas suficientemente
por él mismo y sus contemporáneos, y todavía más allá de la comentadísima prosa
“La flor punitiva”, en la que López Velarde alude a alguna enfermedad de ese
género, Sheridan aclaró una estrofa que había escapado a los especialistas y
que parece dejar resuelto el asunto.
Se trata de la alusión a una obra del
dramaturgo francés Henry Lavedan que está en el poema “Ánima adoratriz”, en la
que la referencia a la sífilis, una vez dilucidada, resulta bastante clara (Una vida adicta, pág. 311). De hecho, si
en “El sueño de los guantes negros” no hubiera una alusión explícita al
Apocalipsis, uno estaría tentado a pensar que hay algo en su atmósfera de la
ciudad arrasada con azufre y fuego, como lo fue Sodoma por sus excesos y
pecados: la posible circunstancia biográfica y la relación con el episodio del
Génesis en un poeta acostumbrado a citar la Biblia, volcado en sí mismo y con
frecuencia oscilante entre la carne y el arrepentimiento, parecería que embonan
de manera exacta. (nota)
(Nota)
Se antoja añadir al poema un detalle sumamente plástico que cuenta la Biblia:
“mirando hacia Sodoma y Gomorra y toda la hoya, [Abraham] vio que salía de la
tierra una humareda, como humareda de horno” (Génesis 19, 28-29).
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La foto que abre este post es una edición de una fotografía de grupo de los colaboradores de la revista Pegaso. La imagen completa puede verse en la página 186 de Ramón López Velarde, Álbum, de Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, UNAM, México, 2000.
Tomo el retrato de Guillermo Sheridan de https://bit.ly/2PyLDRk, donde se publica sin crédito de autoría. Las fotos del primer ejemplar de Ni sombra de disturbio son mías; las publiqué en este mismo espacio cuando el libro acababa de publicarse. La foto que aparece debajo de esta nota es de mi hermano, José María Fernández Figueroa, y corresponde a la presentación de mi libro, en el Museo Tamayo, el 29 de abril de 2015. En el orden acostumbrado, aparecen en ella Marco Perilli, David Huerta, quien esto escribe, Luis Miguel Aguilar y Juan Villoro.
Tomo el retrato de Guillermo Sheridan de https://bit.ly/2PyLDRk, donde se publica sin crédito de autoría. Las fotos del primer ejemplar de Ni sombra de disturbio son mías; las publiqué en este mismo espacio cuando el libro acababa de publicarse. La foto que aparece debajo de esta nota es de mi hermano, José María Fernández Figueroa, y corresponde a la presentación de mi libro, en el Museo Tamayo, el 29 de abril de 2015. En el orden acostumbrado, aparecen en ella Marco Perilli, David Huerta, quien esto escribe, Luis Miguel Aguilar y Juan Villoro.
Más sobre Ni sombra de disturbio en este blog:
Siete
reseñas críticas, https://bit.ly/2LP9MB2
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