Como un tropel incontenible, en menos de nueve años vinimos al mundo los primeros
ocho nietos de Santos y Fernanda; mi turno llegó el 12 de junio de 1964,
miércoles, a las siete de la tarde. Desde unas horas antes, antes incluso de
que mi madre fuera conducida a la sala de partos, a la puerta de su
habitación, en un espacio cuadrilongo más bien pequeño que solía estar atestado de
flores, ya estaba Antonio Poo. Mi madre lo sabía por el olor a ajo.
Aquel
asturiano de mirada achinada y azulosa y bigotito delineado a la perfección,
invariablemente vestido de saco y de corbata, vivía en el asilo del Sanatorio y
nunca se perdía ningún acontecimiento de nuestra familia que tuviera como
escenario aquel lugar que él, nunca sin alguna amargura y siempre con toda
razón, consideraba su propia casa. Había llegado a México muy joven, pero pronto
unas dolencias reumáticas lo postraron imposibilitándolo para cualquier
esfuerzo físico; como su estado era más que precario, no tuvo más remedio que
buscar el amparo de la Beneficencia. Antonio Poo vivía en el asilo desde hacía
tanto tiempo que ya no se tenía memoria del día de su llegada y era parte del
Sanatorio igual que el ladrillo de sus paredes, sus fresnos centenarios y sus
gatos.
Su
hermana, que era como él de la Malatería, un pequeño pueblo de Llanes camino de
Cabrales, había conocido a la madre de Fernanda en el barco que
las trajo a ambas a México. Como tenían la misma edad, como las dos eran
asturianas y se parecían sus historias, se hicieron íntimas desde la primera
conversación.
Aquel dato, tan valioso lejos de la tierrina, había convencido a Antonio de que esos cabraliegos que un año sí y otro también pasaban unos días en un ala del edificio de Maternidad eran su familia más cercana, y era incapaz de vivir sus celebraciones como si no fueran suyas. Cada brote de un nuevo retoño de aquellos asturianos representaba una oportunidad de interrumpir por unos días sus apretadas soledades y obtener de paso un poco del afecto del que siempre andaba ayuno.
Y ya que no podía adquirir unas simples flores o unos caramelos rellenos o un juguetito bobo, se apostaba de día y de noche en la salita de espera de la habitación de la recién parida, entre los ramos de las rosas y los claveles, los arreglos de las gardenias y las lilas y las aves del paraíso que llegaban de todas las procedencias, y no había poder que lo apartara ni siquiera por un instante de ese lugar.
Aquel dato, tan valioso lejos de la tierrina, había convencido a Antonio de que esos cabraliegos que un año sí y otro también pasaban unos días en un ala del edificio de Maternidad eran su familia más cercana, y era incapaz de vivir sus celebraciones como si no fueran suyas. Cada brote de un nuevo retoño de aquellos asturianos representaba una oportunidad de interrumpir por unos días sus apretadas soledades y obtener de paso un poco del afecto del que siempre andaba ayuno.
Y ya que no podía adquirir unas simples flores o unos caramelos rellenos o un juguetito bobo, se apostaba de día y de noche en la salita de espera de la habitación de la recién parida, entre los ramos de las rosas y los claveles, los arreglos de las gardenias y las lilas y las aves del paraíso que llegaban de todas las procedencias, y no había poder que lo apartara ni siquiera por un instante de ese lugar.
La verdad es que hubiera sido tolerable porque era más silencioso que una noche
sin estrellas y su estampa allí tan quieto entre las efusiones cromáticas de
las inflorescencias, con esos ojos rasgados como de gato, profundos y serenos
de tan azules, y aquel bigotito en el que aplicaba todos sus cuidados, no podía
resultar sino conmovedora, pero se daba la circunstancia de que alguien, no se
sabía quién, nadie dentro del asilo, donde estaba prohibida cualquier
medicación alternativa, lo había convencido de las virtudes terapéuticas del
ajo para la cura de todos los padecimientos, empezando por los reumáticos, que
eran los suyos, y el bueno de Antonio lo ingería de todas las maneras en las
tres comidas del día con el resultado de que rezumaba ajo por todas partes, le
afloraba por la totalidad de los poros de su cuerpo y le asomaba por los ojos a
fuerza de llorarlo con las lágrimas.
Por si fuera poco, se echaba a los bolsillos de la chaqueta una cabeza de ajos repartida con bastante idea de las proporciones, por lo que siempre lo acompañaba un efluvio que no era precisamente de ámbar y que sólo él, oh triste destino, era el único en no percibir.
Por si fuera poco, se echaba a los bolsillos de la chaqueta una cabeza de ajos repartida con bastante idea de las proporciones, por lo que siempre lo acompañaba un efluvio que no era precisamente de ámbar y que sólo él, oh triste destino, era el único en no percibir.
Eso
sí: experto siquiera por simple observación de los usos y costumbres de aquella
vida hospitalaria, era el primero en atestiguar lo que pasaba en la habitación
en la que hacía las veces de custodio acomodado en la salita contigua, de
velador desvelado, de atalaya entre aquella tupida floresta, y siempre
conseguía ser uno de los primeros en tener entre sus brazos al recién nacido,
con frecuencia antes que los familiares más cercanos, y en opinar sobre aquellos
pelos ralos o aquella pelambrera atípica, y era él quien sonreía más que
ninguno, con genuina emoción, abriendo mucho los ojos de cobalto rasgado cuando
la criatura abría por un instante, grisáceos y hasta inciertos, los suyos,
acaso por segunda o tercera vez en esta vida.
Llegado
el día del bautizo desaparecía un par de horas y corría a acicalarse, cruzaba
como un gato furtivo los jardines del Sanatorio y volvía al asilo por vez
primera con luz de día en toda la semana, se encerraba en el baño donde se daba
a la tarea de delinear aquel bigotito que lucía algo desdibujado, y sin
cambiarse de ropa, echándose una gragea de ajo a la lengua y confirmando que
los dientes de lo mismo estuvieran en su sitio, salía corriendo a Maternidad y
llegaba a tiempo para colocarse entre la parentela apelotonada en la capillita,
se abría paso hasta hacerse hueco a un par de metros de la pila bautismal, en
el lugar reservado para los de casa, al lado de Santos y Fernanda, todavía por
delante de Quilo el Viejo y Florentino, muy pequeñito y muy serio y de chaqueta
y bigotito, metido en aquel olor que era insufrible pero que todos le
perdonaban por tratarse de él, de su ímproba soledad y su bondad a toda prueba,
asistiendo a aquellos juramentos de renuncia al demonio que se hacían en nuestro
nombre, y a los cuales, después de todo, no les venía mal una buena descarga de
olor a ajos.
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