Con cuánta
razón dice José Manuel Blecua que si quisiéramos destacar todos los aciertos de
La Gatomaquia tendríamos que copiar el
poema casi entero. Sucede algo parecido cuando nos asomamos nuevamente a sus páginas:
al encontrar el pasaje que buscamos, porque deseamos recrearlo literalmente, o
porque queremos volver a escucharlo en su contexto, devolviéndole su espíritu y
su sentido originales, quizás el celebérrimo
en una de fregar cayó caldera
(trasposición se llama esta figura),
es difícil
no caer víctimas de nuevo de su encanto, y nada raro que nos descubramos a
continuación buscando los primeros versos de la primera parte para leerlo otra
vez desde el principio.
Haga el lector el experimento: abra en cualquier lugar la edición que tiene entre las manos y asómese a ella: sería rarísimo que no diera con una línea conseguida y eufónica, una soberbia imagen, si bien casi seguramente en burla, un personaje o una situación descritos con gracia insuperable, que lo inviten a releer, si ya lo conoce, el poema completo –o si tiene la fortuna de no conocerlo, a sumergirse en su fascinante orbe poético.
Haga el lector el experimento: abra en cualquier lugar la edición que tiene entre las manos y asómese a ella: sería rarísimo que no diera con una línea conseguida y eufónica, una soberbia imagen, si bien casi seguramente en burla, un personaje o una situación descritos con gracia insuperable, que lo inviten a releer, si ya lo conoce, el poema completo –o si tiene la fortuna de no conocerlo, a sumergirse en su fascinante orbe poético.
De camino a los 400 años de su
muerte, Lope de Vega sigue siendo uno de nuestros grandes maestros. No sólo por
su lección esencial, que tiene que ver con la fusión apasionada entre la obra y
la vida, lo que en sus tiempos, cuando el Romanticismo no había modificado
nuestra percepción de tantas cosas, quizás no era tan fácil de entender como
ahora lo es para nosotros –ni aun de defender: véase de nuevo su famoso soneto
en respuesta a Lupercio de Argensola–. También por los prodigios y bellezas que
abundan en su poesía y su teatro y que con frecuencia se han mantenido, después
de cuatro centurias, tan luminosos como el primer día.
Su extenso, divertidísimo y colorido poema sobre dos gatos de Madrid, llamados Marramaquiz y Zapaquilda, cuyos amores se ven interrumpidos por la aparición de Micifuf, un gato extranjero atraído por la fama de la hermosura y las figuras de ella, con todas las consecuencias imaginables, se ha conservado tan fresco como lo era cuando fue escrito hacia 1634.
Su extenso, divertidísimo y colorido poema sobre dos gatos de Madrid, llamados Marramaquiz y Zapaquilda, cuyos amores se ven interrumpidos por la aparición de Micifuf, un gato extranjero atraído por la fama de la hermosura y las figuras de ella, con todas las consecuencias imaginables, se ha conservado tan fresco como lo era cuando fue escrito hacia 1634.
Para algunos de nosotros, la poesía
del Siglo de Oro fue una escuela de literatura tan viva y animada como si fuera
nuestra contemporánea cronológica, y aprendimos de ella aficionándonos a sus
libros con entusiasmo exaltado y verdadera admiración. Si en esa época hay poesía
para todos los gustos, Lope de Vega representa la pasmosa facilidad de la musa
en busca de la felicidad de la lengua, tocada por una gracia empática,
profundamente humana.
Para quienes hemos sido sus lectores, la última obra que dio a la imprenta, Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, ocupa un lugar especial en nuestra consideración. No sólo porque nos divierten los sonetos que componen una suerte de cancionero burlesco en los que un licenciado se queja de los desdenes de una tal Juana, lavandera del río Manzanares, cuya temática, a veces referida a objetos en apariencia nimios, y su tono, de una ironía desengañada y compasiva, los acercan especialmente a nosotros.
También porque esos poemas poseen un finísimo sentido del humor y están hechos con un lenguaje repleto de chispazos de agudeza e inteligencia, como ocurre en el primer ejemplo que viene a mi recuerdo, aquel final de soneto en en el cual Lope, que intenta convencer a Juana de que se deje llamar Juanilla, lo que a la temperamental muchacha parece no hacerle ninguna gracia, concibe este fenomenal argumento:
Para quienes hemos sido sus lectores, la última obra que dio a la imprenta, Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, ocupa un lugar especial en nuestra consideración. No sólo porque nos divierten los sonetos que componen una suerte de cancionero burlesco en los que un licenciado se queja de los desdenes de una tal Juana, lavandera del río Manzanares, cuya temática, a veces referida a objetos en apariencia nimios, y su tono, de una ironía desengañada y compasiva, los acercan especialmente a nosotros.
También porque esos poemas poseen un finísimo sentido del humor y están hechos con un lenguaje repleto de chispazos de agudeza e inteligencia, como ocurre en el primer ejemplo que viene a mi recuerdo, aquel final de soneto en en el cual Lope, que intenta convencer a Juana de que se deje llamar Juanilla, lo que a la temperamental muchacha parece no hacerle ninguna gracia, concibe este fenomenal argumento:
Créeme, Juana, y llámate Juanilla;
mira que la mejor parte de España,
pudiendo Casta, se llamó Castilla.
Hacia el final de ese libro resplandece
La Gatomaquia. Todo es encantador en el
poema gatuno y bien se justifica el que haya sido, de entre las composiciones
poéticas extensas de Lope, la de mayor éxito siempre: el planteamiento, los
personajes y los episodios de su trama y no menos que eso la defensa de su tema
“menor” e incluso esas digresiones que han estorbado a algunos puristas y que resultan,
leyendo sin prisa, tan deliciosas y aprovechables como el resto de la obra.
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La Gatomaquia, edición de La Dïéresis, Editorial Artesanal (Anaïs Abreu y Emiliano Álvarez), fue presentada el 8 de noviembre de 2016 en la Casa del Poeta. En la imagen, con Emiliano Álvarez.
Más sobre La Gatomaquia de La Dïéresis en este blog: http://bit.ly/2igEIix
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