Como el
próximo viernes presentaremos la segunda edición de El ciclismo y los clásicos, me ha parecido buena idea revivir un
par de pequeñas notas sobre mi vieja plaquette:
la primera es del narrador y académico Gonzalo Celorio; la segunda, del poeta Eduardo
Milán. No había tenido a la vista estos textos en diez o quince años, así
que se comprenderá que su lectura me produzca sentimientos encontrados.
Publicada
en La Jornada Semanal, la generosa nota de Gonzalo es un fragmento del texto que mi amigo y antiguo
maestro leyó en una presentación general de los Cuadernos de Malinalco, y en el
que también se refería a otros títulos —entre ellos Lenguas en erección de Juan Carlos Bautista—. Por su parte, la de Milán salió en la sección de cultura de El
Nacional sin que hubiera aviso de por medio, o no que yo recuerde, y la
recibí con la misma sorpresa con la que la releo ahora. Desde luego que las reiteradas menciones a Deniz me honran; más me honrarían, sin embargo, si fueran acertadas. Desde mi punto de vista responden menos a un diagnóstico literario atinado que al reflejo de algo que estaba en el aire a principios de los años noventa —y que, para algunos despistados, sigue en el aire—. Tampoco estoy de acuerdo con lo que Milán dice de la deriva de la poesía del autor de Adrede; me explico
su opinión como un reacomodo de los grandes entusiasmos, argumentados
prolijamente por escrito, que poco antes le había provocado su descubrimiento. Me convence, en
cambio, el lugar que da a la obra de Salvador Novo en la línea de la tradición y me entusiasma que en los textos de El ciclismo y los clásicos pueda detectarse un diálogo con ese poeta, al que Milán llama “el
menospreciado mejor de los Contemporáneos” y cuyos primeros libros de poesía he
admirado siempre.
Una lechuga
empeñosamente cultivada
Por Gonzalo Celorio
Fernando
Fernández, quién lo dijera, es un poeta fresco y gongorino que puede combinar,
como lo dice el título de su cuaderno, el ciclismo con los clásicos. Se le
echan de leer, en la de su poesía, sus lecturas más queridas: la lírica
tradicional que en Gil Vicente sale de anonimato:
¿A dó
gacela, a dó?
¿A dó he de
dar con ti?
y más que
los clásicos, aquellos que los clásicos —incluidos en éstos, oh paradoja, a los
barrocos— encontraron su referencia primigenia: Rafael Alberti:
Una alegría,
amor.
Dame, amor,
una alegría.
o Gerardo
Deniz:
Después de
la comida,
la infanta Cucurula
y Salvador, su tío,
mudando de
apariencia,
se fingen
mamíferos cuadrúpedos,
se ponen
alargados y combosos
y se dan a andar en grita por la jungla de la estancia.
No obstante
esta presencia indirecta de los clásicos —de Ovidio a Quevedo—, o quizás
gracias a ella, el cuaderno de Fernández es fresco como una lechuga
empeñosamente cultivada. Extrañamente, inusitadamente, su poesía es feliz.
Es feliz
por gozosa y por afortunada; por risueña y por luminosa.
En ella
transcurre, como ciclista en velódromo contra reloj, el humor, el buen humor.
El humor de
la idea anterior a la imagen: la reina Isabel viajando vulgarmente de posta en
posta, estampada en el ángulo superior derecho de un sobre de correos.
El humor de
la imagen misma, como la infanta Cucurula y su tío, convertidos en paquidermos,
que toman por selva los arabescos de la alfombra de la estancia.
El humor paródico
que, a la manera de Ovidio, transformó un conejo en su gata Isolda.
El humor
lúdico que hace que el poeta pierda un punto en el ping pong porque lo distrajo
la belleza de su pareja.
El humor
verbal, aquel que se refocila en la palabra por el solo placer que la palabra y
sus vericuetos pueden propiciar:
No eres
cristiana, eso
lo sé, mas
mucho menos sois gentil.
mucho menos sois gentil.
A Fernando
se le oye silabear su poemario. No puede ocultar la felicidad poética y por
ello acaso es imposible leerlo en voz baja.
(Publicado
en La Jornada Semanal, número 102, 26
de mayo de 1991.)
Una nueva mirada
Por Eduardo Milán
La poesía
mexicana última viene dando volteretas, saludables volteretas a la tradición de
la poesía mexicana canónica. Es evidente que desde Xavier Villaurrutia a Gerardo
Deniz mucha agua ha pasado bajo el puente. Aguas claras: la más nítida y
transparente debe haber sido la de Octavio Paz. Pero Chumacero, Lizalde, Montes
de Oca, Gabriel Zaid, José Carlos Becerra han aportado mucho a una tradición
que, desde la generación de los Contemporáneos, se había vuelto soberbiamente
canónica, víctima de sí misma o de aquella estética marmórea del creador famoso
de los Nocturnos.
Es cierto que
Gorostiza construyó uno de los monumentos más altos de la poesía mexicana
contemporánea con su Muerte sin fin,
una reflexión sobre el arte de la poesía comparable a Un coup de dés de Mallarmé o al Cimetière
marin de Valéry. Pero cuando digo volteretas pienso en Salvador Novo,
quizás el menospreciado mejor de los contemporáneos. Para una poesía que cree
en la seriedad de la poesía, en su alto aliento trascendente que alcanzará la
eternidad sin duda, Salvador Novo no podía pasar de un prestidigitador de la
mala leche, de un mago perverso o un payaso, cuando no de un muñeco sin ventrílocuo.
Pero resulta que no, al menos a la luz que resalta de la experiencia de la
novísima poesía mexicana. Los nuevos desacralizadores de la poesía mexicana
mantienen lazos íntimos o ecos claros de aquel gran cocinero. Un eco claro: la
actitud paródica frente a la vida y al arte que les tocó vivir. Gerardo Deniz,
que no tiene nada de joven pero que es un poeta de publicación tardía, lanzó la
primera piedra. Deniz parte de un mundo lógico, casi como del Tractatus de Wittgenstein, y lo dinamita
enteramente. El estallido al principio logra recomponer en el aire ciertas
imágenes y, luego, en el aire mismo, las parodia. Lo que llega al suelo actual de
la poesía de Deniz son fragmentos microscópicos, malas palabras para un mundo
bueno, son hablas.
Deniz inventó
su propio código, lo patentó, lo llevó a cabo, y ahora ofrece al lector una
versión de su primitivo hallazgo. Llegó a su propio impasse: o cambia o se
parodia sí mismo. No hay manera de evitarlo. Algún rastro de la denisíada hubo en Julio Hubard por un momento.
Pero las astillas de la gran explosión las recogió, el pleno cuerpo poético,
Fernando Fernández (México, 1964).
Este libro, El ciclismo los clásicos (Cuadernos de Malinalco, 1999), no tan
dividido en dos por su lenguaje como el título indicaría, es algo
verdaderamente nuevo en la poesía mexicana. Sobre todo por un problema que
plantea con claridad: cómo salir de esta suspensión de la energía poética a que
nos ha acostumbrado el pensamiento débil
de la así llamada posmodernidad, que llegó al terreno del arte con una fuerza
inusitada. Fernando Fernández discute esto no en el plano de las ideas sino en
el plano del lenguaje. Con la caída de los valores utópicos asistimos a un
bloqueo del futuro tanto en lo ideológico como en lo estético. El recurso natural
a esta parálisis es el regreso al pasado, rincón íntimo sin ninguna amenaza: el
pasado es el momento quieto del tiempo, allí donde todo ya está hecho. Pero he
aquí que Fernando Fernández desafía esta extensión del pasado y, al volver a él,
busca en el pasado del lenguaje poético su momento más alto: el momento de la
concretud, momento donde el pasado late vitalmente. Recurre, casi como Bakhtin
pero con mejor oído que el ruso, a la zona pícara del lenguaje literario. La
parodia, el trocadillo, la paronomasia son recursos para acercarse a la
cotidianidad del pasado y no a su catedral ideológica. La poesía, cosa íntimamente
cotidiana, recolección milenaria de desechos y residuos, encuentra en el
lenguaje de Fernández un buen interlocutor. El poeta se disfraza y el lenguaje
finge:
¿A dó,
gacela, a dó?
¿A dó he de
dar con ti?
No sólo se
refiere al amor sino que inventa situaciones cotidianas con tíos, usureros
tempranos, señores o hijosdalgos venidos a menos. Esto es importante: todo, en
la poesía de Fernández, está venido a menos. No hay estructuras conceptuales
que rescatar (y esto es más importante aún: no hay “sensibilidades” que
rescatar en el pasado por un poeta de fines del siglo XX). Lo que queda,
brillando, es el lenguaje.
(Publicado
en la sección de cultura del periódico El
Nacional, el 7 de septiembre de 1990.)
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La
presentación de la nueva edición de El ciclismo y los
clásicos (Parentalia Ediciones, 2012) se llevará a cabo el próximo viernes, 26 de octubre de 2012, a las seis y media de la tarde, en el Patio del
Palacio del Ayuntamiento de la ciudad de México. También se presentarán Don del recuento de Mariana Bernárdez y Lejos, de muy cerca de Claudia Hernández
de Valle Arizpe. Modera el editor, Miguel Ángel de la Calleja.
Las fotos que abren este post pertenecen a una lectura de poemas de principios de los años noventa. El retrato de
Celorio lo hice yo mismo, en su casa de San Nicolás Totolapan; el de Milán lo
tomo prestado de El Informador de
Guadalajara, http://bit.ly/RP32nX, en donde aparece
sin crédito de autoría. La foto de Salvador Novo es de Tomás Montero Torres y también la tomo de la red.
Más sobre El ciclismo y los clásicos en este blog:
Cinco
poemas comentados, http://bit.ly/NwnEzY
Su editor, Luis
Mario Schneider, http://bit.ly/QsWTvt
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