Acudo a la que, sin duda ninguna, tiene que ser la fuente original. Sin
embargo, ya desde la segunda frase me doy cuenta de que no lo es; Alberti lo
dice expresamente: retoma la evocación de un libro suyo llamado Imagen primera de…, que no está en mi biblioteca.
No importa: sigo copiando de La arboleda perdida
la anécdota, que no recordaba de mi antigua lectura de las memorias de Alberti,
del día que el joven poeta mostró a Antonio Machado, en un café del Madrid de
hace cerca de un siglo, su recién adquirido valiosísimo tesoro: una rara edición
francesa de poemas de Rimbaud.
Pero
en cuanto acabo de copiar, me doy cuenta de que, justo a la mitad del episodio,
falta algo importante. Y es que, para sus memorias, Alberti retomó el pasaje de
su propio libro pero no creyó necesario copiarlo completo. En cambio, yo siento la necesidad de volverlo a leer tal
y como lo leí la primera vez, hace sólo unos días. De esa forma, me veo obligado a volver al libro que estaba leyendo, el de Bernard Sesé.
Y
sí, ahí está, resplandeciente y entera, aunque ligeramente cambiada, lo que me obliga a hacer una reconstrucción de cómo debe de haberla
contado Alberti en aquel libro que falta entre mis libros, uno de los pocos suyos
que no tengo (yo, que fui su apasionado lector…), y en el que contó las impresiones
iniciales que le causaron algunos de sus contemporáneos, entre ellos Antonio
Machado. Del libro del profesor francés, aunque, ya digo, no sin retocarla aquí
y allá, copio la preciosa anécdota, para el gozo de los lectores de este blog.
Antes,
una palabra: Machado fue un grandísimo fumador: las
evocaciones que conozco insisten en ello: la ceniza acompañaba a su
persona igual que si le cayera del cielo; le nimbaba la cabeza con un círculo no siempre perceptible para los demás; le caía de los hombros del saco; le manchaba las yemas
de los dedos, ya amarillos. Al final, acababa atestando el rincón del café en el que pasaba las horas muertas. Me
divierte que Alberti haya sido víctima de la
afición al tabaco del gran Antonio, y sobre todo que lo haya sido de esta forma. Nótese, por cierto, el género de prosa del poeta de Marinero en
tierra, el cual, poco antes de poner el libro de Rimbaud en manos del maestro, se sentía “infantilmente
feliz aquella tarde sabiéndolo apretado bajo mi gabán para librarlo de la
lluvia”.
Alberti, Machado y un ejemplar de
Rimbaud
Por Rafael Alberti
La
segunda vez que vi a Antonio Machado fue en el Café Español, un viejo café
siglo XIX, que había frente a un costado del Teatro Real, de Madrid, cerca de
la plaza de Oriente. Empañados espejos de aguas ennegrecidas recogían la sombra
de estantiguas señoras enlutadas, solitarios caballeros de cuellos anticuados,
pobres familias de la clase media, con ajadas niñas casaderas, tristes flores
cerradas contra el rendido terciopelo de los sillones.
Un
ciego, buen músico, según el sentir de los asiduos, tocaba el piano, mientras
que una muchacha regordeta iba de mesa en mesa buscando el convite —un café con
tostada, acompañado de algún que otro pellizco furtivo— de los ensimismados
admiradores de su padre. Desde la calle, llovida y fría del otoño, adiviné,
tras los visillos iluminados de las ventanas, la silueta de Machado, y entré a
saludarle. Yo venía de una pequeña librería íntima, cuyo librero, gran amigo de
los jóvenes escritores de entonces, acababa de conseguirme un raro ejemplar de
los poemas de Rimbaud, sintiéndome infantilmente feliz aquella tarde sabiéndolo
apretado bajo mi gabán para librarlo de la lluvia.
Machado
me saludó muy cariñoso, ofreciéndome en seguida un asiento a su lado, mientras
me presentaba a sus contertulios. Muy ufano, al quitarme el gabán, le descubrí
mi precioso volumen, que él hojeó con un débil gruñido aprobatorio, dejándolo
luego sobre la silla que a su izquierda sostenía en su respaldo los abrigos y
las bufandas. De los presentados, sólo recuerdo hoy a uno: al viejo actor
Ricardo Calvo, gran amigo del poeta. Aquella tarde, rara ausencia, no se
encontraba allí su inseparable hermano Manuel. Los demás que le rodeaban eran
unos extraños señores pasados de moda y como salidos de alguna rebotica de
pueblo. Y así creo que era, pues la conversación, durante el rato que yo
estuve, aleteó siempre, cansina, alrededor de cosas provincianas;
preocupaciones y cosas bien lejanas y ajenas a aquellas tazas de café que tenían
delante: el traslado de algún profesor de instituto, la enfermedad de no sé
quién, la cosecha del año anterior, etcétera.
Al
cabo de algún tiempo, observé que Machado fumaba y fumaba bajando, distraído,
el cigarrillo hacia el lugar donde yo calculaba debía hallarse posado mi
precioso libro. Con un espanto mal reprimido, quise mirar, primero, por encima
del hombro de don Antonio y, luego, por debajo de la mesa, para cerciorarme de
que la policía del más excepcional poeta de Francia no estaba sirviendo de
cenicero a las colillas del gran poeta español. Pero no me atreví, por encontrarlo
poco delicado y considerar, además, mis sospechas indignas y exageradas.
¡Ah,
pero qué mal hice, qué mal hice! –iba reprochándome poco después bajo los farolones
verdes y los altos monarcas visigodos de la plaza de Oriente. Mas desde aquella
tarde pude mostrar –no sin cierta sonrisa melancólica–, a cuantas personas han
venido pasando por mi casa, mi raro ejemplar de Rimbaud, aún más raro y valioso
por las redondas quemaduras que los cigarrillos de Machado le abrieron en sus
cubiertas color hoja de otoño.
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Obsérvese cómo, en la foto de grupo en que los hermanos Machado aparecen, entre otros, con el dictador Primo de Rivera y su hijo José Antonio, sólo fuman los dos poetas y dramaturgos sevillanos. Como es bien sabido, la famosísima foto de Machado es de Alfonso y fue tomada el 8 de mayo de 1934 en el café de las Salesas. El retrato de Alberti joven procede de la página en línea de la Fundación que lleva su nombre. El de Alberti viejo es de Albert Schommer; fue hecho en 1984 y lo copio
de http://bit.ly/1YHoc6L
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